PATRICIA SVERLO.
Las bodas en las familias reales siempre representan un problema, y más en el caso de los Borbones, por aquello de las enfermedades congénitas de las cuales pueden ser portadores algunos miembros aunque no las padezcan personalmente, como la hemofília. A menudo, por lo que hace especialmente a las representantes femeninas de la estirpe, han tenido que renunciar a la pretensión de casarse con personas de sangre real, que no sólo es el ideal sino un requisito imprescindible por poder mantenerse en la lista de los herederos al trono, aunque sea en segundo, tercer, cuarto o quinto lugar, tras el primogénito varón u otros escogidos por designio casi divino.
La hermana mayor del actual rey Juan Carlos, Pilar, sumaba a todos los inconvenientes borbónicos naturales el de tener mal carácter, ser poco agraciada físicamente y, además, desgarbada hasta el punto de que, llegado el momento en que su padre ya estaba preocupado por si se casaría, la obligó a comprar un pintalabios y se los pintó él mismo.
La ex-reina Victoria Eugenia, abuela de la joven, desde Lausana no desistía de su interés por casarla a expensas de lo que fuera. Como Pilar no conseguía encontrar pareja por sí misma entre tanto aristócrata exiliado en Estoril, Victoria Eugenia pensó en Balduino de Bélgica, que también llevaba su cruz por su carácter pesaroso y por la ausencia total de atractivo físico, aun cuando era, eso sí, un rey coronado.
Preparó con mucho cuidado el encuentro entre los dos y, como en aquella época era costumbre que las infantas viajaran con una dama de compañía, le dio instrucciones para que fuese “la menos vistosa” de sus amigas. Siguiendo estos consejos, lo peor que pudo encontrar fue Fabiola de Mora, tan poquita cosa tras aquellas gafas gruesas de pasta negra. Sin embargo, la tragicomedia planeaba de nuevo sobre los Borbones. De aquel viaje juntas a la Corte de Bruselas nació la historia de amor entre Balduino y Fabiola, que tantas páginas de la prensa rosa ocupó en su día y, como sabe todo el mundo, terminó en boda. Estaba claro que eran el uno para el otro, y el destino se había encargado de unirlos. Pilar consiguió casarse unos cuantos años más tarde, en 1967, aunque no lo hizo con un aristócrata. La elección recayó en Luis Gómez-Acebo, abogado que trabajaba como secretario general de la compañía de cemento Asland. Y siguiendo la línea de humildad que siempre ha caracterizado a los Borbones, la boda congregó a más de 20.000 personas curiosas a las puertas de la iglesia, aunque sólo se podían considerar invitadas 5.000, entre las cuales había 200 representantes de casas reales. Celebraron el banquete en el Hotel Estoril , y el aperitivo lo amenizó la tuna de Valencia.
La otra hermana de Juan Carlos, la infanta Margarita, ciega de nacimiento y de carácter un poco “ingenuo” y peculiar, todavía lo tenía más difícil. Le gustaba perderse sola por los alrededores de Estoril, ir al rastro de Carcavelos y regatear con los gitanos para comprar calzoncillos a su hermano, una costumbre que todavía conserva hoy. Una de las anécdotas de juventud que se cuentan de ella es que, cuando ya estaba en edad de merecer, en algún momento posterior a 1961, un día, mientras tomaba un café en una terraza de Estoril, conoció a un americano que, después de una breve conversación, pidió la mano de la infanta. Margarita, emocionada, le explicó a un amigo que pensaba huir con el americano a los Estados Unidos, y que ni siquiera quería pasar por Villa Giralda para no tener que dar explicaciones a la familia. Cuando le describió al presunto novio, le dijo que era un americano muy simpático y “un poco maricón”. En la cena familiar de aquel mismo día, con el amigo confidente como invitado, Margarita accedió a contárselo a sus padres, y anunció muy seria: “Mamá, me voy a casar”. En el comedor se hizo un silencio espeso, pero aquello no debió coger demasiado por sorpresa a los condes de Barcelona. Muy tranquilo, aunque fastidiado por tanta tontería, Don Juan, que era un hombre de carácter, dijo a su invitado: “Anda, explícale a Margarita la diferencia entre un hombre y un maricón”. Él se lo explicó como pudo, al comprobar sobre la marcha que, en efecto, era tan ingenua que no lo sabía. Naturalmente no hubo fuga romántica.
Unos cuantos años después consiguieron casarla con el doctor Zurita, en 1972, y al parecer fueron muy felices. El matrimonio de Juan Carlos no resultó más fácil de conseguir que el de sus hermanas. En su caso, no se podía renunciar con tanta facilidad a casarlo con alguien de sangre real.
Y tampoco había demasiado donde escoger.
La primera candidata oficial fue la princesa María Gabriela de Saboya, nieta del ex-rey Víctor Manuel e hija de Humberto, aspirante al trono de Italia, que, al igual que los Borbones, disfrutaba de vacaciones indefinidas en Portugal con toda su familia. Juan Carlos y Gabriela, “Ene” para las personas más íntimas, se conocían desde que eran niños y no se sabe dónde empezó y dónde acabó su noviazgo, puesto que habitualmente salían juntos con una pandilla desde siempre. Tanto el conde de Barcelona como el aspirante Humberto estaban de acuerdo con aquel emparejamiento y, de hecho, estuvieron a punto de formalizarlo más de una vez, la primera abortada trágicamente por la muerte de Alfonso, en 1956. Se sabe que ella fue a visitar a Juan Carlos mientras estaba en España y fue invitada a comer al palacio de Montellano, en 1955. Durante su estancia en la Academia Militar de Zaragoza, con 18 y 19 años, se escribían y el príncipe incluso tenía un retrato suyo en la mesilla de noche, hasta que un día el director de la Academia le dijo “¡Alteza, quite esa foto! El Caudillo podría disgustarse caso de que viniera a hacer una visita a la Academia”.
María Gabriela, que entonces tenía 15 ó 16 años, no gustaba demasiado a Franco, en primer lugar por la separación de hecho de Víctor Manuel y su esposa, que vivía en Suiza y tenía fama de alocada, y por la fama de homosexual del yerno de su padre, Humberto de Saboya. Pero, además y sobre todo, no le gustaba que su príncipe se casara con una princesa sin trono. Quería para él una familia real de las de verdad, de las que reinaban. Aun con aquella oposición poco convencida del dictador, la cosa pudo haber tenido éxito. No se sabe demasiado bien por qué no acabó de cristalizar tras tantos años de relación casi oficial. Probablemente tuvieron mucho que ver los amores pasajeros simultáneos del príncipe, que eran vox populi, incluso en los momentos más comprometidos y escandalosos, en concreto a finales de 1959, año en que precisamente la relación con Gabriela se enfrió definitivamente.
Después de Juan Carlos, Gabriela tuvo otros novios. También salió con Nicky Franco, el hijo del embajador y sobrino del Caudillo. Pero se acabó casando –y después divorciando– con Robert Balkany. Actualmente vive con su madre en Merlinge, a 20 kilómetros de Ginebra, y se dedica principalmente a su gran afición, el juego y los casinos.