Una Constitución (igual que el Cine) es un arte americano.

Los americanos concibieron la Constitución que quisieron (porque podían hacerlo, cosa que nadie más puede decir), y quisieron que fuera una relación escueta de las reglas del juego: siete artículos, y a correr. Hasta hoy.

En cambio, los europeos (ingleses siempre aparte) concebimos las constituciones que nos dejan, así que, en vez de reglas de juego, que no tenemos, establecemos una relación inacabable de peticiones al estilo de Manolo Morán en “Bienvenido Mr. Marshall” y las cartas que los niños redactan para los Reyes Magos, dando por sentado que en España los Reyes Magos y Mr. Marshall son el Estado.

La Constitución del 78 fue cosa de un ingeniero agrónomo y un director teatral, y al leerla, hoy, nadie consigue acabarla, dividiéndose las opiniones en dos bandos: el de quienes no querrían cambiarla (cambiar ¿para qué?), pero que la cambiarán, y el de quienes querrían cambiarla (cambiarla para que todo siga igual), que harán lo que hagan los primeros.

Ante la ausencia de juristas, el ambiente constitucionalista lo amenizan los politólogos, que a veces compaginan su ciencia jurídica con el desempeño de una concejalía de Hacienda, como en Madrid, cuyo titular quiere otra Constitución porque él, persona importante, no votó la que hay, y no le falta razón, dado que su idea de las constituciones es, como decíamos, la misma que tiene cualquier niño de las cartas a los Reyes Magos.

Lo ideal, pues, sería una Constitución nueva cada quince años, que es el tiempo estimado para la eclosión de una generación cultural. Así, esta generación cultural, la generación Meritxell que sitúa en América el Muro de Berlín, votaría una Constitución que hasta podría proponerse ir más allá de los ciento setenta mil folios que ocupan las normativas europeas de las cuales han salido corriendo los ingleses, que tienen la mejor Constitución después de la americana, que es la que no está escrita.

 

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