Un año muere y otro nace; es momento de recapacitar. Aunque 2016 termina planteando más preguntas que respuestas, desde luego ha sido un año especial, muy diferente a 2015 pues han comenzado a sustanciarse tendencias larvadas que, con cierta perspicacia, era posible vislumbrar. También ha resultado especialmente turbador para los politólogos, que quedaron en entredicho, ajenos por completo a la realidad, como si súbitamente la percepción del espacio-tiempo se hubiera dislocado y sus métodos para realizar proyecciones hubieran quedado obsoletos, anclados en el ayer. Roto el antiguo paradigma, tan estupendos analistas siguieron aferrados a sus tradicionales y estrechos enfoques, repitiendo como papagayos la misma cantinela, la misma explicación, la misma predicción… aunque todas ellas fallen más que una escopeta de feria.
El año que jubiló a los científicos sociales
En efecto, más allá de la política doméstica, donde también han patinado clamorosamente, los científicos sociales han sido incapaces, no ya de intuir, sino siquiera explicar convincentemente el triunfo de Donald Trump o el resultado del referéndum sobre el Brexit. Increíblemente, de un día para otro, todo era margen de error; todo, voto oculto; todo, materia oscura.
No obstante, lo más sorprendente es que, lejos de aceptar su imprevisión, la pérdida de referencias válidas, el deterioro de sus herramientas y, sobre todo, su enorme rigidez de pensamiento, han pretendido amoldar la realidad a sus errores, como un terco zapatero que ahorma la zapatilla de una bailarina para que encaje en el colosal pie del yeti. Según su criterio, si los análisis eran correctos; los pronósticos, honestos; la racionalidad, incuestionable, sólo quedaba una conclusión posible: el error no se les podía imputar a ellos sino a los votantes. No fue el impecable científico social sino el sujeto observado quien, renunciando a toda racionalidad, escogió el camino equivocado, en definitiva, no es el experimentador quien yerra: es la cobaya.
Así, las mentiras, las noticias falsas, las redes sociales que suplantan a los esforzados medios de información, las emociones, las creencias, la idiocia de las gentes, los mitos, los bulos, las fantasías, los deseos, los más bajos instintos… se convierten en los nefastos ingredientes que, arrojados a un tiempo en el puchero, desencadenan una alocada ebullición. De esta forma tan empírica, los sesudos investigadores sociales intentan explicar por qué, en 2016, la materia oscura tomó el control, cómo, de pronto, sin transición alguna, todo fue populismo, todo posverdad.
Sin embargo, tal y como hemos venido argumentando en este espacio, las explicaciones anteriores son absurdas, excusas propias de quien carece de pensamiento lateral, de visión de conjunto, meras conjeturas de sujetos sin ingenio que aplican mecánicamente las herramientas aprendidas sin saber siquiera cómo adaptarlas a un contexto distinto, a un marco cambiante. En el fondo, su problema no es la falta de inteligencia o formación, sino la autocensura, ese pánico a considerar argumentos o explicaciones que pudieran salirse de la senda que marca la corrección política. Y también, sus propias creencias e intereses.
El gran hartazgo
En realidad, lo que ha aflorado en los votantes es un sentimiento de hartazgo que se fue macerando durante largo tiempo y que acabaría provocando una violenta reacción contra la enorme y deliberada complejidad de la política, contra una acción de los gobernantes que se inmiscuyen cada vez más en la vida privada, contra la enorme censura del lenguaje y contra la discriminación (¿positiva?) de unos grupos con respecto a otros. Lo advertíamos en junio de 2016, con un artículo titulado “La corrección política: una bomba a punto de explotar”:
“Durante décadas, los políticos han aprovechado el viento de popa de la prosperidad económica para desviarse de sus obligaciones y dedicarse a “defender al ser humano de sí mismo”, de su avaricia y capacidad de destrucción. Han utilizado la seguridad, la salud y el medioambiente como coartadas para perseguir sus propios intereses. Para ello, han promulgado infinidad de leyes y normas que se inmiscuyen cada vez más en el ámbito privado de las personas e interfieren de forma inexorable en sus legítimas aspiraciones.”
Y añadíamos:
“Lo más grave, con diferencia, es la pretensión de políticos y burócratas de moldear la forma de pensar de las personas para evitar que se resistan a la arbitrariedad, al atropello. Generaron, para ello, una ideología favorable a los intereses grupales, una religión laica: la corrección política, que arroja a la hoguera a todo aquel que cuestiona su ortodoxia. Esta doctrina determina qué palabras pueden pronunciarse y cuales son tabú, aplicando el principio orwelliano de que todo aquello que no puede decirse… tampoco puede pensarse. Propugna que la identidad de un individuo está determinada por su adscripción a un determinado grupo y dicta que la discriminación puede ser buena: para ello la llama ‘positiva’. Pero toda persona consciente sabe en su fuero interno que ninguna discriminación es positiva.”
No obstante, aun siendo un texto provocador, sorprendió la furibunda reacción que desencadenó, tanto desde la izquierda como desde la derecha oficial, por afirmar que la corrección política es un gravísimo problema, un troyano diseñado para dinamitar los principios que alumbraron la democracia liberal. Tan virulentos ataques se explican porque existe un enorme negocio, una poderosa industria política montada alrededor de numerosas patrañas. Y también, quizá, porque los prohombres intuyen que la corrección política está tan imbricada en el statu quo que no hay manera de desmontar lo primero sin que se desmorone los segundo. Así, los investigadores sociales prefieren no dar ni una a exponerse a terribles críticas, a cerrarse las puertas que conducen a posiciones bien remuneradas.
A ese artículo le siguió el “El abuso de la política, el populismo y la rebelión de las masas”, que ponía el foco en la supuesta materia oscura que ciertos politólogos, ejerciendo como ancestrales brujos tribales, han señalado como origen del mal. Argumentábamos allí que la propia ingeniería social -que ellos mismos promueven- es la principal causa del caos. “La planificación civil genera millones de fricciones, contingencias, cambios de incentivos, accidentes y azares que, acumulados, constituyen una niebla de incertidumbre donde todo puede suceder. Todo… menos lo inicialmente previsto.”
Estuviéramos acertados o no, lo cierto es que meses después, Donald Trump ganaba contra todo pronóstico, consumándose así un cataclismo que generó enorme conmoción entre analistas, políticos e informadores. Sin embargo, lejos de hacer acto de contrición y arrojar alguna luz que de verdad explicara el fenómeno, perseveraron una vez más en el error. Los votantes estaban equivocados, insistían; es decir, la estúpida cobaya, pese al rastro de migas cuidadosamente dispuesto, había vuelto a tomar el camino equivocado para salir del laberinto. Olvidaron un sabio consejo: cuando empieces a creer que los votantes son en su mayoría idiotas, quizá debas preguntarte si el idiota no serás tú.
En este espacio intentamos explicar el verdadero motivo por el que Trump ganó, rechazando la explicación convencional de que sus votantes eran ignorantes, racistas, sexistas o simplemente malas personas. En su lugar, interpretamos su victoria como una reacción de buena parte de la sociedad contra una ideología gelatinosa, la corrección política, que se encuentra en las antípodas de los principios que alumbraron los Estados Unidos de América. A muchos americanos les molesta profundamente ser tratados según el grupo al que pertenecen, no por sus méritos. Y les enoja sobremanera verse obligados a adaptar su lenguaje a unos códigos que consideran absurdos. Un mes más tarde, el aspirante demócrata derrotado por Hillary Clinton, Bernie Sanders, apuntaba exactamente el mismo motivo para la victoria de Trump.
Como continuación escribimos “¿Y si Clint Eastwood tuviera razón?”, un análisis crítico de la corrección política que se convirtió en el contenido más leído y compartido de Vozpópuli en 2016, con 274.000 lectores. Dado que el tema tratado no es ni mucho menos viral o popular, más bien intelectual, su éxito sólo se explica por haber conectado con un estado de opinión muy extendido que, sin embargo, ha sido censurado, reprimido, ignorado por las estadísticas agregadas y, por supuesto, por la clase política, los científicos sociales y analistas. El mérito no estaba tanto en la perspicacia como en la osadía, en el atrevimiento de escribir públicamente aquello que mucha gente piensa, o intuye, pero pocos dicen porque constituye un terrible tabú, porque supone violar la ley del silencio.
En España, a verlas venir
Pero no es sólo el mundo exterior el que se agita. También España, con un sistema político inasequible a las inquietudes reales, se encuentra sometida a grandes presiones, a enormes incertidumbres. Pero ninguna de ellas figura en las agendas de los partidos. Muy al contrario, todo son temas menores, discusiones banales íntimamente relacionadas con la corrección política, tal y como señalamos en el penúltimo artículo de 2016, “¿Hemos sobrepasado el punto de no retorno?”.
En los meses anteriores habíamos tratado los graves problemas de España, como la hiperregulación, que impide sistemáticamente al español común prosperar por sus propios medios (“La gran estafa legislativa que impide a la gente ganarse la vida”) o la bomba de relojería de las pensiones, guardada durante tres décadas en un cajón hasta que su inminente detonación ha impedido seguir obviando el problema (“Las pensiones que vienen: otra gran estafa política”). Pero, para nosotros, la pieza más divertida fue una sátira del modelo político español que publicamos con el título “El Régimen más estúpido de la historia de España”, del que extraemos este fragmento:
“Se ha comparado el régimen juancarlista con el de la restauración canovista del siglo XIX. Y ciertamente hay muchas similitudes: el caciquismo, la corrupción generalizada, el clientelismo, las estrategias para comprar votos, la costumbre de enchufar en la administración a los partidarios, el control de la prensa, el turnismo, etc. Pero existe una discrepancia fundamental. En el régimen actual no han surgido políticos de gran talla sino mediocres sucedáneos sin carisma ni visión de futuro, auténticos zoquetes, vendedores de crecepelo, repetidores de consignas sin una idea propia. El perverso proceso de selección de los partidos ha alumbrado una clase política refractaria al debate de ideas, preocupada sólo por su permanencia en el poder y la consecución de estrechísimos intereses particulares.”
Como era de prever, provocamos el disgusto y posterior reprimenda de algún que otro padre de la patria. Estimados prohombres, ¡qué poco sentido del humor!
Sea como fuere, como usted querido lector podrá corroborar, en este espacio hemos desafiado las rígidas leyes del periodismo de ocasión al mantener nuestra agenda siempre lejos del oficialismo, de ese debate impostado, obligatorio y menor, donde un día es la regulación de los deberes a los niños, al otro la llamada “pobreza energética” y al otro los currículum anónimos lo que genera titulares y contenidos, mientras se oculta lo fundamental, aquello que tarde o temprano acaba desencadenando una reacción intempestiva.
Por suerte, al igual que usted, cientos de miles de lectores parecen apreciar y coincidir con esta poco ortodoxa selección de temas. El mérito, sin embargo, es más suyo que nuestro. Así pues, ahora que 2016 llega a su fin, es momento de agradecerles su seguimiento e interés. Y también habernos ayudado a no claudicar ante la marejada general. Ha sido duro, agotador; en ocasiones, una locura, pero, ¡qué demonios, ha valido la pena!
Ojalá 2017 sea una año con más luces que sombras.