Uno de los productos de la monarquía de los partidos es la elevación a la élite política de los peores. Los individuos de menor talla intelectual y moral ascienden con mayor facilidad en las jerarquías de los poderes inseparados. Esta tendencia no es fruto del azar ni de una degeneración casual de la política, sino la consecuencia lógica de un sistema basado en la negación de la verdadera representación y en la perpetuación en el poder de las oligarquías.
Hoy en España el partido político no es un instrumento de los gobernados para controlar el poder, sino una estructura regimentada cuya razón de ser es el reparto del Estado entre sus miembros. Al no depender de los electores sino de su propia maquinaria interna, los partidos se convierten en organizaciones de poder donde prima la obediencia al jefe, no el mérito ni la capacidad.
En este contexto, el ascenso en esa jerarquía partidaria no se basa en la competencia, el conocimiento ni la virtud, sino en la habilidad para trepar y en la docilidad ante la autoridad interna. Quien desafía al líder, quien aporta ideas propias o quien muestra independencia de criterio, se convierte en un elemento incómodo y, por tanto, descartable. Por el contrario, el mediocre servil, el oportunista sin escrúpulos y el inepto obediente son ascendidos porque no representan una amenaza para la estructura de poder.
Al contrario, en una democracia representativa, el sistema electoral está diseñado para que los mejores lleguen al poder, porque los ciudadanos eligen directamente a sus representantes y pueden destituirlos si no cumplen con su mandato o no saben cumplirlo. La partidocracia, donde las listas de candidatos son confeccionadas por las cúpulas de los partidos, el principio de selección es exactamente el contrario: los jefes del partido seleccionan a aquellos que garantizan su propia continuidad.
Este proceso de selección inversa conduce, inevitablemente, a que la cúspide del poder esté ocupada por los más mediocres y serviles. El partido deja de ser una organización civil para convertirse en un ente subvencionado donde el mérito es castigado y la sumisión recompensada. Quienes alcanzan el poder no son los mejores, sino los más dóciles, los menos capaces de desafiar al orden establecido y los más dispuestos a traicionar cualquier principio con tal de mantenerse en su posición.
Cuando los partidos políticos están dirigidos por los peores, la gestión del Estado se convierte en un ejercicio de incompetencia y corrupción. La política deja de ser un instrumento para resolver los problemas colectivos y se transforma en un mecanismo de perpetuación del poder oligárquico. La sociedad, desprovista de representación, queda reducida a un conjunto de individuos atomizados, sin capacidad de influencia real sobre las decisiones que afectan a su destino.
El resultado es la concentración del poder político en manos de una élite cerrada y decadente, mientras los gobernados se resignan a la impotencia política del mero ratificador de listas. La única salida posible a este círculo vicioso es la ruptura con la monarquía de partidos y su sustitución por las instituciones de la democracia formal y representativa que encarna la República Constitucional. Hasta que este cambio estructural se produzca, seguiremos viendo como los peores, los más tontos y los más corruptos siguen llegando más lejos.