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Constitución de Europa

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Constitución de EEUU.

Todo lo que no es producido por la libertad política de los pueblos nace marcado con signos de servidumbre. Se comprende que algo tan difícil de lograr como la unidad política de Europa, en un conjunto de poblaciones dominadas por sentimiento nacionalistas y egoísmos de los Estados, haya tenido que ser iniciado con procesos estatales de unificación de la economía y la legislación civil. Se comprende que los agentes exclusivos de esta unificación previa del mercado y del estatuto de las personas hayan tenido que ser los Estados. Pese a la lentitud del proceso y a las injusticias que necesariamente produce el consenso transaccional entre poderosos, se debe reconocer que la creación del Mercado Común, el euro y la legislación comunitaria ha sido un éxito.

El error comienza cuando se olvida que el método del paso a paso y del consenso de los Estados solo pretendía conducir a la población europea a una situación de homogeneidad económica y civil que le permitiera dar el salto cualitativo hacia su unidad política. Ninguno de los fundadores del camino de la integración económica europea pensó que la meta última, los Estados Unidos de Europa (como decía Jean Monet), pudiera ser alcanzada con el mismo método del consenso de los Gobiernos. Para que el producto final fuera independiente y democrático, en algún momento el protagonismo de los Estados debía ceder el paso al de los ciudadanos, es decir, a la libertad política constituyente.

Ese cambio de método todavía no se ha producido ni hay visos de que se produzca en el futuro. Eso ocurre con frecuencia. La insistencia en el método que ha conducido al triunfo en una batalla particular suele acarrear la pérdida de la guerra. El proyecto de Constitución de la UE, sometido a la decisión de los Gobiernos de los 25 Estados miembros, no ha sido elaborado en un procedimiento democrático, ni su contenido está regido por la regla de la democracia formal. Su texto tampoco se propone la Constitución de los Estados Unidos de Europa. En el mejor de los casos constituye lo ya constituido.

La regla de la unanimidad en materia de Seguridad y Defensa, el veto de cualquiera de los Estados miembros, hace imposible el nacimiento de cualquier forma de Estado Europeo (asociado, confederado, federado) que afirme su independencia y personalidad en la política mundial. Con esta carencia fundamental, la disputa por el número de votos de cada Estado en el Consejo de Ministros resulta intrascendente. Todos quieren formar minorías de bloqueo. Nadie, mayorías de acción independiente.

La ratificación por los ciudadanos de la Constitución que aprueben los Gobiernos, su legitimación popular, no la hará democrática si su contenido normativo no es democrático. En teoría es posible que una dictadura o una oligarquía sean las fuerzas constituyentes de una Constitución democrática que las elimine. Pero es imposible que la soberanía popular haga democrática, por el simple hecho de aprobarla, una Constitución que no esté presidida, sin excepciones, por la regla de mayorías y minorías. Donde hay regla de unanimidad, sea en materia de familia, seguridad social o política internacional, no habrá democracia ni Europa independiente. Y el superministro de Asuntos Exteriores seguirá siendo un enano político.

La población europea es hoy más homogénea que la de EE UU, cuando dejó de ser una Confederación parlamentaria de 13 Estados y aprobó la Constitución presidencial y democrática promovida por Hamilton, Madison y Jay desde «El Federalista». Más de tres cuartos de siglo después, los candidatos a la Presidencia aún hacían su campaña electoral en 16 idiomas diferentes, entre una docena de creencias religiosas. Lincoln presidió un Estado sin Banco Central, un dólar dependiente de la libra esterlina, una estructura social en el Norte incompatible con la del Sur y una cultura moral dividida entre el liberalismo humanista y el patriarcado señorial.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 23 de junio de 2003.

Cierta idea de Europa

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Políticos y gobernantes de la desunión de Europa dicen tener «una cierta idea de Europa». Quienes creen que la están uniendo confiesan pues que no tienen «una idea cierta de Europa». Tener cierta idea de algo es una incertidumbre de la imaginación o una vaga noticia de aquello que no se ha examinado o experimentado directamente. Nadie que diga tener una cierta idea de Europa, como yo podría decirlo por ejemplo de la nación árabe, puede comunicar a otros la imagen sensible o el concepto intelectual que la preside. Así es de incierta la opinión pública de los países europeos respecto de Europa. No sabe lo que esta idea ha podido ser en el pasado, lo que representa en el presente ni, en consecuencia, lo que será en el futuro.

Un excelente historiador alemán, Gollwitzer, distingue entre la representación de Europa (Europabild) y el concepto de Europa (Europagedanke). Aunque no sea científica, pues en la imagen de toda empresa política subyace un concepto intelectual del propósito que la guía, sin embargo tal distinción tiene una gran utilidad metódica para separar, en la Historia de la idea de Europa, lo que debemos a los hombres de acción política y a los hombres de pensamiento especulativo. Por grandes que hayan sido éstos, su influencia en la formación de la idea de Europa ha sido mucho menor que la de aquellos. Napoleón ha trascendido más que Kant.

De otro lado, por interesante que sea el conocimiento de las acciones europeas emprendidas por los monarcas de la cristiandad o del «Ancien Régime» (Carlomagno, Carlos V, Podiebrad de Bohemia), y aunque la posibilidad de una Europa dinástica estuvo al alcance de Luis XIV cuando sentó en el trono de España a su sobrino Felipe V, lo que nos importa conocer a los europeos actuales son las ideas de Europa que se intentaron realizar a partir de la Revolución Francesa y las causas de sus fracasos. Necesitamos saber si la Europa de la UE es algo inédito que puede ser logrado paso a paso, o si arrastra alguno de los lastres o errores de las distintas Europas que antes, pudiendo ser, no se realizaron.

Por imaginativo y práctico que fuera el talento de Jean Monet, sus planes unitarios de la comunidad europea occidental no se aplicaron a un solar cultural, baldío de prejuicios y sentimientos políticos, sobre el que pudiera edificarse de nueva planta una parte sustancial de Europa. No contemplaron la posibilidad histórica de que los rusos y demás pueblos del este europeo dejaran de ser soviéticos antes de que Europa Occidental realizara su unidad política. Este hecho decisivo hace imposible que una UE sin Rusia sea o pueda ser la representación política de Europa.

Si Francia, Bélgica, Alemania y Rusia adoptan una posición antagónica a la del Reino Unido, España y Polonia, en cuestión tan importante como la de Iraq; si la globalización del mercado, perseguida por los 7 países más ricos, se antepone a la unificación de todo el europeo; si los Estados buscan seguridad nacional absoluta o dominación hegemónica, mientras sus poblaciones quieren la paz en la igualdad internacional; resulta evidente que Europa, aunque 25 de sus miembros se doten de una Constitución administrativa, permanecerá políticamente dividida, sin idea cierta de ella misma y sin papel a jugar con dignidad en el mundo.

La guerra de Iraq ha sonado como desagradable aldabonazo en las cerradas puertas de la conciencia europea. Dada la ignorancia general de gobernantes y gobernados respecto de las ideas ciertas de Europa que han jalonado los caminos de su historia moderna, resulta chocante que los medios de comunicación no dediquen espacios adecuados a este tema capital, en vísperas de la Constitución de la UE, para que la reflexión sobre las causas de los fracasos anteriores humanice y democratice unos saberes eurocráticos, que hasta ahora circulan al margen de la sabiduría política y de los sentimientos populares.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 19 de junio de 2003.

Europa de la libertad

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El rey Luis XVI de Francia.

Ningún otro momento de la humanidad había sido más lúcido ni más hermoso. Nada lo ha igualado después. Aquel acontecimiento, conmovedor de la historia europea, no parecía obra de los hombres. Poblaciones enteras, con idiomas diferentes, religiones distintas, historias particulares, pensamientos universales y acciones locales, se encontraron transportadas de repente, por una ola de entusiasmo, a la cima de una sola espiritualidad política y se descubrieron como iguales en la libertad.

Desde esa cumbre sentimental, despejada de ideas brumosas que ofuscaran el juicio de su natural sencillez, los pueblos europeos vieron donde se escondía la matriz de su desdichado pasado y por dónde se iniciaba el camino del venturoso porvenir. Al comprender la causa ajena de su servidumbre, se liberaron de ella, confraternizaron y se federaron. El acontecimiento llenó de esperanza los hogares europeos, y de espanto las Cortes de los Monarcas. La idea clara surgió el 12 de julio de 1791 y se derogó el 18 de Brumario de 1799. La Europa sentida como patria de la libertad se estuvo realizando durante 8 años, 4 meses y 6 días.

La buena nueva empezó cuando Luis XVI ratificó el texto de la primera Constitución europea: «La Nación francesa renuncia a emprender guerra alguna para hacer conquistas y no empleará sus fuerzas contra la libertad de pueblo alguno». Tan pronto como se divulgó esta «declaración de paz al mundo», garantizada con el Decreto de «acordar fraternidad y socorro a todos los pueblos que quieran recobrar su libertad, encargando al poder ejecutivo dar a los generales las órdenes necesarias para socorrerlos y defender a los ciudadanos que sean vejados por causa de la libertad», todas las poblaciones europeas quisieron ser francesas.

Los habitantes del enclave papal de Avignon piden, los primeros, la anexión. Los Reyes preparan la guerra contra Francia. Brisot cursa instrucciones al cuerpo diplomático: «Decid a las potencias extranjeras que nosotros respetaremos sus leyes y constituciones, pero queremos que la nuestra sea respetada. Decidles que, si los Príncipes de Alemania continúan favoreciendo los preparativos contra Francia, nosotros llevaremos a sus casas no hierro y fuego, sino libertad». Declarada la guerra preventiva al Rey de Bohemia y Hungría, piden la anexión a Francia, en plebiscitos, manifestaciones y asambleas, todos los pueblos que la circundan (Saboya, Niza, Lieja, Bélgica, Renania). El pánico invade las Cortes. La patria estaba en los espacios ganados para la libertad. Con la victoria de Valmy nació el patriotismo europeo.

En casi toda Europa se constituyen sociedades y grupos de patriotas de Francia. Incluso en Inglaterra, a juicio de Burke, una cuarta parte de la clase política se afrancesa. En Italia pululan agrupaciones filiales de la Revolución. El poeta Alfieri las canta. Polonia adopta el modelo constitucional francés. La Asamblea legislativa concede la ciudadanía a los símbolos humanos de la libertad (Priestley, Bentham, Klopstock, Schiller, Pestalozzi, Washington, Hamilton, Madison, Paine). La voz de Isnard expresa el momento estelar de la humanidad: «Digamos a Europa que si los gabinetes comprometen a los Reyes en una guerra contra los pueblos, nosotros comprometeremos a los pueblos en una guerra contra los tiranos».

La ola de patriotismo europeo crecía o decrecía al ritmo de las batallas. La traición de Dumouriez en Bélgica moderó el entusiasmo. Las victorias de Moreau en Alemania y de Bonaparte en Italia lo llevaron al delirio. Repúblicas hermanas en Batavia (Holanda), Helvecia (Suiza), Italia del norte, Liguria, Roma. El Directorio, que había hecho de los ideales revolucionarios un expediente y de los generales en misión unos recaudadores, preparó el 18 de brumario, la dictadura europea de Napoleón. La Europa de la libertad acabó. Pero existió. ¿Puede crear patriotismo europeo la Constitución administrativa y mercantil de Giscard?

*Publicado en el diario La Razón el lunes 16 de junio de 2003.

Tumba lituana de Europa

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Vilna, la capital de Lituania.

En Vilna se ha honorado la triste historia de la Gran Armada. Allí se ha descubierto un yacimiento de 20.000 cadáveres de soldados europeos enterrados hace 191 años. Lituania y Francia se han unido en la memoria de aquella empresa antieuropea. La UE tenía que haber presidido la ceremonia fúnebre. La mitad de aquel formidable ejército de Napoleón, que en 1812 franqueó el Niémen para conquistar Moscú, estaba compuesta de soldados y oficiales alemanes, austríacos, prusianos, polacos, suizos, italianos, balcánicos, españoles y portugueses.

La concentración de tantos cadáveres en un espacio tan reducido indica que la mayoría de las bajas de aquel ejército de 600 mil hombres no la produjo la enfermedad o la congelación, como ha establecido la legendaria derrota de Napoleón por el «General Frío». Este descubrimiento viene a confirmar la tesis del historiador soviético Eugenio Tarlé. El desastre de la retirada de la «Grande Armée» lo causó, en tierras rusas y bálticas, la sublevación popular del incipiente nacionalismo y, en tierras germánicas, la coalición de ejércitos enemigos. Derrota que se tapó con el inocente manto de la nieve, para mantener intacto el mito de que Napoleón era invencible en campo de batalla. Hasta que se desvaneció en Waterloo.

A partir de este macabro hallazgo, Lituania puede construir la historia de su lucha por la independencia nacional al modo de España. Que ya no estaría sola en lo que el ministro del Foreign Office, Canning, consideró la muestra de «un patriotismo, una obstinación, un celo y una perseverancia superior a todo lo que habían ofrecido hasta entonces los otros pueblos de Europa». Aunque la resistencia lituana tuvo que ser más astuta y más feroz que la española, si pudo sorprender al mejor ejército del mundo y perpetrar tal masacre en un cuerpo invasor que se estaba retirando.

La noticia del enterramiento de tantos europeos juntos, por una causa que no era la suya, me ha recordado a Iván Karamazov cuando partía hacia Europa: ¿Sé bien que voy a un cementerio, pero al más querido de todos los cementerios! Porque lo que murió en Moscú y se enterró en Lituania era nada menos que el patriotismo europeo de la libertad. La Revolución francesa lo trajo al mundo y la ambición personal de Napoleón lo yuguló cuando aún era infante. El genio de las batallas no invadió Rusia con un propósito francés o europeo. El bastardo motivo de su temeraria expedición se lo confesó a Las Casas el 6 de noviembre de 1815: «Necesitaba vencer en Moscú porque Rusia todavía posee la rara ventaja de tener un gobierno civilizado y pueblos bárbaros».

Si el propósito de Napoleón hubiese sido hacer de Europa, como dijo en el Memorial de Santa Helena, «un solo y mismo cuerpo de nación» o «una confederación de los grandes pueblos», no habría roto la paz de Tilsit (1807) con el Zar, que le permitió crear el Gran Ducado de Varsovia a costa de Prusia y la antigua Lituania. Europa era demasiado pequeña para el espíritu de conquista de quien soñó la dominación de Asia a partir de San Juan de Acre, de África, a partir de Egipto, y de América, a partir de Canadá y Nueva York. Su paranoia «bushiana» consta en el Memorial.

No fue Bonaparte quien ideó una nueva Europa de los pueblos que sustituyera a la de los Reyes. Fue la Europa revolucionaria de la libertad la que, engañada por el Cónsul de Francia, lo hizo Emperador del continente. Tan anterior y superior era el espíritu europeo a los quince años de dominio de Napoleón, que hasta sus cuatro vencedores tuvieron que enviar plenipotenciarios al Congreso de Châtillon para «tratar la paz con Francia en nombre de Europa» (Protocolo de 5/2/1814).

La pequeña Lituania enterró la posibilidad de independencia de una Europa uniformada por Napoleón. Si quiere, puede volver a sepultar mañana cualquier otra veleidad independentista de la Europa mercantil de los 25. Bastará que use su derecho de veto.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 12 de junio de 2003.

Espíritu de San Petersburgo

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San Petersburgo (Rusia).

El tercer centenario de esta imposible ciudad francesa lo está celebrando todo el mundo industrializado como si la acabase de construir Pedro el Grande. La «intelligentzia» rusa ha sentido la necesidad de impulsar y actualizar el simbolismo cultural europeo y la voluntad política europea de la epopeya zarista de San Petersburgo. La inmensa Rusia, liberada del despotismo de sus invasores mongoles y tártaros, quiso hacer patente a comienzos del XVIII, como hizo el Reino de España después de la Reconquista, que el único destino de un pueblo cristiano estaba en Europa. San Petersburgo devuelve ahora a toda la nación rusa, una vez liberada del despotismo colectivista, el sueño europeo que la concibió y construyó.

El profundo mensaje de San Petersburgo lo sintió Dostoievsky al pisar suelo europeo en Dresde y contemplar el cuadro de Claude Loraine, «La edad de oro». Lo relata en «El Adolescente». Soñó que un sol cercano a su ocaso iluminaba todavía el primer día de humanidad europea. Un sueño sin el que los pueblos no quieren vivir ni pueden morir. Lo despertó un triste doblar de campanas por Europa. Sabía que el viejo mundo europeo pasaría, pero un representante del alto pensamiento ruso, como él, no lo podía admitir. Y se vio a sí mismo siendo el único europeo en Europa. Un francés puede servir la humanidad permaneciendo francés. Lo mismo le sucede a un alemán o un inglés. Pero solo un ruso ha recibido la facultad de ser más ruso cuanto más europeo llegue a ser. «Esa es la esencia de la distinción nacional que nos separa de los demás pueblos».

Se conocen las razones estratégicas (militares y comerciales) de la construcción de esa ciudad en terrenos pantanosos que separaban Rusia del mar Báltico, pero ni esas utilidades ni el capricho de un rudo zar, fascinado como Fausto por la marítima Holanda, explican que se la dotara de tanta grandiosidad urbana, belleza arquitectónica y boato palaciego. La razón de San Petersburgo, de orden más espiritual que político, responde a la necesidad de distinción europea que atormentaba, y sigue atormentando, a la complejidad del alma eslava y occidental de Rusia.

La conmemoración de aquel milagro de civilización técnica y estética, realizado con modos bárbaros, despierta ahora, con libertades ciudadanas, la conciencia occidental de que Rusia ya no es, para los rusos y los demás europeos, el problema que se suponía irresoluble en el equilibrio de los Estados nacionales, sino precisamente la solución cultural que puede resolver la difícil cuestión de la unidad de Europa. Lo decisivo no es la forma política de buscarla, sino el modo cultural de lograrla y asegurarla.
La llamada «edad de oro» de Brézhnev, alcanzada por los rusos con los groseros vicios del despotismo, no es desde luego la que vislumbró Dostoievsky, con las virtudes del humanismo europeo, en el paisaje dorado de Claude Loraine. Pero tampoco los alemanes y los italianos de hoy son la escoria moral de las tiranías que los degradaron. Y tan anacrónico sería esperar que la libertad de costumbres vuelva a generar la contradictoria psicología del pueblo ruso, la que nos dio a conocer su gran literatura, como identificar a los españoles actuales con los caracteres y comportamientos descritos por nuestro gran Pérez Galdós.

A pesar de la profunda mutación del modo tradicional de ser ruso, realizada durante sesenta y siete años de sovietismo, los sueños de grandeza espiritual que motivaron el triunfo de la locura sobre la naturaleza en San Petersburgo, continuaron en los proyectos tecnológicos de la arquitectonia y la ingeniería revolucionarias para hacer de Moscú la urbe futurista de la Tercera Roma, y de Novosibirsk la libre ciudad de los sabios. La esperanza de alcanzar algún día la independencia de los Estados Unidos de Europa, ante los de América, sólo podrá ser realizada cuando el espíritu de San Petersburgo se incorpore a la materia económica y burocrática de la UE.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 5 de junio de 2003.

El Vaticano protesta

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El Vaticano.

El proyecto de Constitución de Europa contiene declaraciones no normativas sobre elementos histórico-culturales que, según la Convención presidida por Giscard, conformaron el espíritu europeo y los criterios políticos que crearon la UE. La inclusión de enunciados parciales, que no son materia constituyente, dará lugar a confusas polémicas demagógicas sobre asuntos que sólo deben ser establecidos por la real historia de los hechos y la imparcialidad de las ciencias sociales.

Tiene plena razón el Vaticano. Es ofensivo a la verdad que el Preámbulo de la Constitución hable de «herencias religiosas» en lugar del cristianismo. Sobre todo porque el legado greco-romano, al que también se refiere, ha llegado hasta nosotros, salvo la ciencia, a través de su absorción por el cristianismo primero y por las Iglesias (ortodoxa, católica, reformadas) después. Pasa lo mismo con la mención a la filosofía de las Luces, sin incluir al marxismo. El socialismo ha sido un factor tan importante como el cristiano en la concreción de la «justicia social» existente, y el primer impulso hacia la unidad europea, el Plan Marshall, no discriminó inicialmente entre la Europa occidental y la socialista. Un hecho éste que la propaganda de la guerra fría borró de la historia y que la Constitución de Europa no puede ignorar sin caer en el ridículo de las falsedades solemnes.

El general Marshall, destinado en China para contener el comunismo en Asia, llegó al convencimiento de que tal objetivo estaba irremisiblemente perdido. En enero de 1947 fue nombrado secretario del Departamento de Estado para que hiciera posible en Europa lo que había sido imposible en China. El 5 de junio de 1947 expuso su Plan en la histórica conferencia de Harvard. La idea básica partía de un error ideológico (la miseria engendra comunismo) y de tres datos empíricos: 1°. Toda Europa, incluida la URSS, estaba destruida y arruinada. 2°. Sólo EE UU, enriquecido por la guerra, podía ayudar a reconstruirla y restablecer su industria y su mercado. 3°. Una gran inversión de capital y tecnología industrial en toda Europa era la mejor arma para activar la economía norteamericana y combatir el paro.

Stalin rechazó la ayuda ofrecida a la URSS y las democracias populares. En consecuencia, el Plan se limitó a Europa occidental, salvo la Península ibérica. Por motivos de racionalidad económica y coordinación administrativa, Marshall puso como condición previa que, para recibir la ayuda, todos los Estados beneficiarios debían concertarse entre sí creando organismos unitarios. La unidad europea la impuso EE UU.

Pero en febrero de 1948 se produjo el golpe comunista de Checoslovaquia. Y el Plan Marshall, puesto en marcha en abril, superpuso a su objetivo económico (presuponía la unidad e independencia de Europa occidental) la contención de la URSS (implicaba la división y dependencia de los Estados beneficiarios). La propuesta de Bidault, en julio del 48, de una asamblea europea con poderes supranacionales, la transformó Gran Bretaña en una delegación de ministros, el Consejo de Europa, con una asamblea consultiva.

La reivindicación del Sarre por la República Federal, creada en septiembre de 1949, motivó que el Plan Schuman resolviera el conflicto creando un órgano de unidad europea, con poder supranacional, en el sector del carbón y el acero (CECA). Este método fracasó en materia de Defensa. EE UU y el Reino Unido favorecieron en cuestiones internas la unidad que no toleraban en temas militares y exteriores. El Tratado de Roma tuvo que dar un paso atrás en poderes supranacionales para que se aprobara el Mercado Común. La UE está marcada por este origen. El preámbulo de su Constitución solo debería exponer los motivos de que, por el derecho a veto de cada miembro (Malta por ejemplo), Europa tenga que depender de EE UU en política exterior y no dotarse de un ejército común.

*Publicado en el diario La Razón el 2 de junio de 2003.

Paso a paso

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La servidumbre en la época romana.

La invasión de Iraq vuelve a plantear la vieja cuestión del destino de Europa. Las proyecciones metafísicas de Hegel o Comte, las predicciones históricas de Tocqueville o Donoso, los paralelismos orgánicos de Spengler o Toynbee, los análisis espectrales de Keyserling, Ortega o Díez del Corral, los balbuceos de los primeros federalistas de Europa, todas las especulaciones que nutrieron de ilusiones a la juventud cultural europeísta, salvo algunas reflexiones de Valéry y Benda, se evaporan en mentes experimentadas por la acción antieuropea de los Estados de partidos que reemplazaron a los de Partido único, y por el asomo a una genética de poblaciones sin destino, donde el entorno decide las vocaciones en la plasticidad de las propensiones.

Europa tiene porvenir, pero no destino. Sus determinaciones geográficas y sus inercias históricas prevalecen sobre las necesidades vitales. Las divisiones heredadas resisten a las voluntades de unión. Los contenidos rebasan o no llenan el continente que los delimita. Las naciones europeas tienen predisposiciones comunes, pero no predestinaciones orgánicas. Sus inclinaciones unitarias sucumben a las determinaciones del medio político a la separación. La convergencia de facultades y recursos europeos no ha sido dispersada por los egoísmos nacionales o la soberbia de los Estados particulares, sino por la mezquindad y corrupción de los partidos estatales, en una Europa occidental, sin oriente, vinculada al vecino atlántico.

Lo más equivocado en la vida de las personas o de los pueblos es creerse llamados a ser lo que un misterioso destino les indica. Pese a su índole supersticiosa, esta infundada creencia viene acompañando a la humanidad en todas las formas de profesión o de civilización que durante algún tiempo, siempre pasajero, triunfaron sobre las de sus vecinos. Cuando los signos del destino dejaron de estar inscritos en los vuelos de las aves o en los sueños de los sacerdotes, los augures del futuro se hicieron filósofos de la historia para dar la razón del devenir a los pueblos más poderosos, que no por azar han sido los más acuciados de ambiciones y conquistas.

La predestinación a la salvación en el más allá por virtud de la gracia que derrama el éxito en las obras del más acá, o sea, la sublimación espiritual de las ambiciones mercantiles de la producción en serie, creó la cultura del destino mundial de Estados Unidos por designio divino, contra el aislacionismo de América para los americanos. Pero Jefferson aprendió de Maquiavelo que sin fusil no habría garantía de destino independiente.

Desde la ilusa Comunidad Europea de Defensa, ha pasado más de medio siglo sin que el destino de una Europa independiente de EE UU haya dibujado su perfil en la cultura de las naciones asociadas en la UE. Para mantener la ilusión de que no renuncian a ese objetivo, políticos e intelectuales subvencionados por los Estados de partidos conciben la independencia de Europa como si fuera el último paso, en el «paso a paso» de la construcción previa de todas sus estructuras económicas y políticas. Éste es el paso a paso hacia la servidumbre perpetua: Europa no puede tener política exterior sin dotarse de un ejército que la respalde, ni ejército propio sin una política internacional que defina sus objetivos.

Tres generaciones culturales se han agostado en este paso a paso de la servidumbre a un solo imperio en el Mediterráneo, el Atlántico, el Pacífico y el Índico. Bajo el pretexto de su propia seguridad nacional, el nuevo Imperio exporta la inseguridad a todo el mundo, sintetizando, mediante la fórmula neocolonial (independencia jurídica con dependencia mercantil y militar), las anteriores dominaciones coloniales de España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda. ¿Tienen Polonia y Australia el destino atlántico del paso a paso invocado por Gran Bretaña y España para unirse a EEUU en la destrucción de Iraq?

*Publicado en el diario La Razón el jueves 29 de mayo de 2003.

Crimen contra Europa

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Dos soldados durante la guerra de Irak.

Desde que Hesíodo usó el nombre mitológico de Europa (siglo VII a. C.) para designar la parte continental de Grecia, entre el Helesponto y el Mar Egeo, hasta el final de la Primera Guerra Mundial, llamada europea, la palabra Europa sólo expresaba una entidad geográfica de límites imprecisos por Oriente. Desde la incorporación de los continentes africano y americano al mundo conocido, se comenzó a llamar europeos a los habitantes de lo que Paul Valery calificó de apéndice o cabo de Asia. La península delimitada por el Mediterráneo y el Atlántico, al oeste de los Urales y al norte del Cáucaso.

Pese al mito europeo creado por el anacronismo de los historiadores y las visiones iluminadas de los filósofos de la historia, ni Alejandro el Grande, ni Julio César, ni Carlomagno, ni los cruzados, ni Carlos V, ni la Revolución Francesa, ni Napoleón, ni el zar Alejandro I y su Santa Alianza tuvieron conciencia de estar protagonizando una empresa europea. La idea de Europa, como hogar de la cristiandad, se arruinó en Arcona cuando los príncipes no acudieron al llamamiento de Pío II a una acción bélica contra los turcos en 1464: «Ahora, es en Europa misma, es decir, en nuestra patria, en nuestra propia casa, en nuestra sede, donde somos atacados y matados».

Entre este fracaso y los del conde Coudenhove-Kalergi (Paneuropa, 1924) y el Memorándum de federación europea bajo la Sociedad de Naciones (1930), la unidad política de Europa quedó disuelta en la del pacifismo universal de los filósofos y aventada en las eras trilladas por los románticos nacionalismos del XIX, hasta que la catástrofe de la última guerra mundial hizo patente la necesidad de reconstruir el humanismo y la capacidad industrial en las naciones vencidas, mediante pautas progresivas de una unión económica y monetaria que hicieran irreversible el proceso de su unidad estatal. Pero el triunfo de una parte de Europa en su unión mercantil y financiera se ha hecho compatible con el fracaso de su unidad, como entidad política independiente de EE UU.

Si no hay unidad de criterio europeo, ¿desde qué punto de vista y escala de valores debe juzgarse a los dos jefes de gobierno que apoyaron a EE UU en la invasión de Iraq, contra la opinión de la mayoría de sus gobernados y de sus colegas en la UE? ¿Era políticamente correcto que apoyaran la guerra si así favorecían los intereses y la posición ante el mundo de sus respectivas naciones? ¿Ignoraban que esas ventajas sólo las obtendrían a costa de vidas inocentes en Iraq, de perjuicios económicos a Estados asociados y del porvenir político unitario de la UE?

Los egoísmos nacionales de Gran Bretaña y España han sido fomentados por EEUU, contra el espíritu europeo de Francia y Alemania, para destruir las esperanzas de la humanidad en que la UE llegue a ser una potencia capaz de frenar las pasiones estadounidenses de venganza y dominación del mundo por la fuerza. La traición de Blair y Aznar al Tratado de la Unión ha provocado la trascendental decisión de cuatro de sus miembros de dotarla cuanto antes de una mínima capacidad de acción militar. Toda Europa debe apoyar esta iniciativa. Incluso los ciudadanos británicos y españoles.

«Si supiese que algo me sería útil y perjudicial a mi familia, lo rechazaría de mi espíritu. Si supiese que algo útil a mi familia no lo sería a mi patria, intentaría olvidarlo. Si supiese algo útil a mi patria que fuera perjudicial a Europa y al género humano, lo vería como un crimen». Esta reflexión moral de Montesquieu, que hago mía, está tomada de Francisco de Vitoria: «Si una guerra es útil a un Estado en detrimento del mundo, por eso mismo es injusta. Si España emprende una guerra contra Francia por motivos justos, que además de ser útil al reino de España comporte un perjuicio más grande a la Cristiandad (si a su socaire los turcos ocupan, por ejemplo, provincias cristianas), entonces habrá que abstenerse de tal guerra».

*Publicado en el diario La Razón el lunes 26 de mayo de 2003.

Eunucos en un harén

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El debate sobre el porvenir de Europa es aún más pobre que las realizaciones políticas de la UE. En realidad, no puede haber este debate entre los gobernantes y partidos de los Estados europeos. Su mentalidad común sigue dominada por la inercia de un pasado (guerra fría y reparto del mundo entre dos potencias nucleares) que hacía inconcebible la independencia internacional de las naciones europeas. Una meta que parece casi imposible de pensar o imaginar en Estados nacionales que han sobrevivido, y algunos incluso prosperado, sin política exterior propia desde hace más de medio siglo.

Salvo De Gaulle, en aspectos que humillaban su arrogante idea de Francia, los jefes de Estado, presidentes de Gobierno, ministros de Asuntos Exteriores y Cuerpos diplomáticos europeos, sin necesidad de pensar por su cuenta y riesgo en el modo independiente de estar sus naciones en el mundo, es decir, sin tener que idear ni sufragar la seguridad vital de sus países (confiada a la buena voluntad de dos señores antagónicos), han terminado por adquirir hábitos mentales de servidumbre. Lo servil se ha metido en los presupuestos y preconceptos de su pensamiento sobre Europa.

No me refiero aquí al talento inferior que se espera de los hombres públicos cuando la política se reduce a la gestión administrativa del Estado, que es el ideal de todas las Dictaduras. Deseo llamar la atención sobre el hecho trascendental de que la libertad de acción política y la generación de pensamiento sobre el poder devinieron asuntos superfluos, pudiendo ser sustituidos por el consenso de partidos, a causa de la ausencia de política exterior en los Estados europeos, cuya seguridad se cobijó bajo el paraguas nuclear de una de las dos grandes potencias militares.

En esta circunstancia histórica, lo que ha degradado la cultura política europea no ha sido el mediocre nivel intelectual de la clase política, ni el alto grado de su corrupción moral, sino sus impotentes ideas, de eunucos en un harén, sobre el porvenir de Europa. Pues, bajo una dictadura o un imperio, no hay servilismo más efectivo que el de un sistema habitual de pensamiento que hace del favor de un señorío ajeno el ideal de tranquilidad en la vida propia y la fuente de su prosperidad. El Manual de Epicteto y la filosofía de Séneca encadenaron la libertad de pensamiento de la clase dirigente sin tener que acudir al suicidio de los intelectuales de Nerón. El colmo del servilismo, la condición de favorito, sólo se alcanza cuando se hacen propios los odios, temores y mitomanías del señor.

El modo de pensar el futuro de Europa en los centros de análisis y coordinación diplomática de la UE, parecido al que realizan los estrategas de los Estados Mayores sin ejército, proyecta al porvenir un temor pretérito, como si la seguridad europea continuara amenazada por la extinta Unión Soviética, como si fuera imposible mantener una política exterior independiente de la de EE UU, sin contar con un sistema propio de defensa militar que la respalde, y como si la inestabilidad de algunas zonas europeas sólo pudiera resolverse con la intervención armada de la OTAN.

Se sigue pensando, pues, con las ideas anacrónicas que sirvieron en el pasado para sostener la diplomacia del imperio británico; con las argumentadas para explicar el rápido crecimiento económico de países sin presupuesto militar (Alemania, Japón); y con las utilizadas en el presente por los «pentagonistas» de la supremacía militar, para justificar la política exterior agresiva patrocinada por el indefinido «ultraimperialismo» del presidente Bush. ¿Nueva fase del capitalismo o aventura de la venganza?

Este castillo de prejuicios y preconceptos se desmorona en el vacío mental de las fantasías ante una simple pregunta de sentido común: ¿quieren los europeos levantar un imperio que rivalice con el de EEUU? La humanidad no tiene necesidad de ser humillada también por Europa.

*Publicado en diario La Razón el jueves 22 de mayo de 2003.

Quebranto de Europa

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Blair, Bush y Aznar.

Un precepto del Tratado de la Unión Europea obliga a los gobiernos de los países miembros a actuar en política internacional bajo un mismo criterio, con lealtad y solidaridad de todos entre sí y de cada uno frente a todos. A diferencia de lo que ocurre en materias económicas y monetarias, la unidad de acción en asuntos internacionales no está garantizada con normas procesales de las que salgan acuerdos vinculantes para los Estados que discrepen de la mayoría.

Tal carencia normativa había sido suplida hasta ahora por la civilizada costumbre de las consultas previas. La crisis de Iraq ha hecho saltar por los aires la civilidad de los Gobiernos europeos y el Tratado de la UE. La deslealtad y la insolidaridad entre los Estados miembros han sido tan escandalosas como «pitoyables». Nunca antes se había manifestado con tal nitidez la división de Europa en una cuestión concerniente a su propia conciencia moral, de la que depende nada menos que la posibilidad de su independencia política.

El irresponsable atentado a la futura unidad política de Europa plantea un doble problema a la conciencia intelectual de los europeos: 1.- Identificar y denunciar públicamente a los responsables de la felonía. 2.- Dilucidar si es o no posible acceder a una conciencia política autónoma sin que Europa se independice de los EE UU en asuntos internacionales. Necesitamos resolver el primero para saber en quién deben confiar los europeos; y el segundo, para tomar conciencia del carácter utópico o realizable de los Estados Unidos de Europa.

Las respuestas a estas dos cuestiones no dependen de cuál sea la posición políticamente correcta ante la guerra de Iraq, si la de Bush o la de Chirac (había una tercera alternativa, derivada del más que probable supuesto de que Sadam no tenga armas de destrucción masiva), pues este análisis se hace bajo la perspectiva de cuál era la más adecuada a la causa de la unidad política de Europa.

Las uniones estatales no nacieron siempre del acierto de los gobernantes en las guerras o conciertos de los Estados particulares que las precedieron, sino de la trascendencia histórica de las decisiones, justas o injustas, que las determinaron. Los EE UU son ejemplo de unidad causada por una guerra justa de Independencia. Alemania o Italia, de independencia lograda con la unidad nacional impuesta por decisiones injustas de Prusia o el Piamonte.

Hay que partir de la evidente carencia de estadistas europeos. Ninguno de los gobernantes actuales tiene la talla intelectual, moral y política de los fundadores de los Estados Unidos, ni ha previsto el nuevo orden mundial que requiere la disolución del imperio soviético, como Cavour vio el porvenir de los Estados nacionales, tras la derrota del imperio napoleónico, y Bismarck la necesidad de una Alemania imperial, tras la implantación colonial del imperio británico. Aunque hoy todos vean la necesidad de que Europa, junto con Rusia, equilibre la hegemonía mundial (sin control exterior) del poder militar de EE UU, nadie se propone hacerlo.

Chirac y Schröder cometieron la falta de cortesía de no consultar a sus socios europeos, antes de anunciar su oposición al empleo de la fuerza para desarmar a Sadam, hasta que se agotara la vía de apremio, con presión exterior e inspección interior. Gran Bretaña y España, en lugar de convocar de urgencia al Consejo de Europa para reprochar allí la descortesía de Francia y Alemania, y adoptar una decisión conjunta favorable al interés de Europa, se adhirieron incondicionalmente a la determinación de Bush de invadir Iraq. El escenario bélico y las manifestaciones urbanas en todo el mundo prueban que Blair y Aznar, al asumir el error norteamericano, han asestado un golpe tan hiriente a la unidad europea que se necesitarán años para impulsar su incipiencia. Lo que allá ha sido un error de la soberbia militar acá puede ser un suicidio de la conciencia e inteligencia del mundo.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 8 de mayo de 2003.

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