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Bush no es líder de Europa

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George W. Bush, expresidente de EEUU.

Desde hace más de medio siglo Estados Unidos no mantiene con los países europeos, ni con la UE, una relación internacional de igualdad. Cuando se esbozó alguna importante divergencia europea respecto de las directrices de la Administración USA, el conflicto no se resolvió con un compromiso de transacción bilateral, como sucedió a veces con su adversario soviético, sino con un allanamiento de su incondicional amiga, Europa Occidental.

Una cosa es la incuestionable hegemonía mundial de EEUU como hecho determinado por la relación de fuerza internacional, y otra muy distinta que los Gobiernos europeos la vean, con relación a ellos, como un derecho americano a decidir el porvenir de Europa, es decir, como si tal derecho fuera la última expresión de la historia universal y nada pudiera hacerse para transformarlo en una relación cooperativa de amistosa igualdad. El exacerbado dominio de la Administración Bush sobre los Estados europeos no expresa leyes ocultas de la historia. Se ha producido de modo voluntario porque, a uno y otro lado del Atlántico, se antepone la cuestión de la seguridad absoluta a la de la libertad. Hemos de recordar, sin embargo, que la historia de Europa aún no ha comenzado.

Salvo guerras y alianzas, los historiadores no ponían los episodios nacionales dentro de los contextos extranjeros que los hacían comprensibles. Para dotar a los hechos locales de sentido universal, Hegel inventó la filosofía de la historia, en tanto que proceso de realización de la idea de libertad en tres fases sucesivas. La historiografía dejó de contar catetismos del orgullo nacional para articular arbitrarias síntesis idealistas de progreso, decadencia o eterno retorno. Pocos historiadores han respetado estas dos evidencias: 1. Europa nunca ha sido sujeto de la historia. 2. El devenir de los países europeos, desde la Revolución Francesa, ha sido determinado por la alternancia de potencias hegemónicas (Francia, Rusia, Alemania, EE UU) y no por una idea de unidad política europea.

No obstante, debemos comparar la situación actual con las del pasado, donde la idea de Europa tuvo mayor influencia, para aclarar la clase de hegemonía que EE UU ejerce sobre la UE. Pues el «seguidismo» de los pueblos europeos a una potencia mayor puede obedecer a una constante histórica que los arrastra a la servidumbre voluntaria, o a la aceptación de un liderazgo ideológico foráneo, que sea reputado tan infalible en la interpretación del interés de Europa como el que tuvo el Papado medieval en defensa de la Cristiandad, respecto de reyes y emperadores.

Parece evidente que la hegemonía del presidente Bush sobre Europa no es comparable a ninguna de las que tuvieron sucesivamente en el siglo XIX Napoleón, el zar Alejandro o Bismarck. Pero tampoco se parece al liderazgo humanista de un presidente Wilson que, «dirigiéndose a los pueblos por encima de las cabezas de sus gobernantes», buscó la garantía de la paz europea en una Sociedad de Naciones. Wilson no era el idiota personaje que se imaginó Keynes en noviembre de 1919. Mantoux lo demostró en «La Paz calumniada» (1946). Hay que esperar a Eisenhower para que el Partido Republicano inaugure el tipo de hegemonía sobre Europa que Bush quiere transformar ahora en jefatura prebendaria.

El esquema mental de Bush es muy simple. La fuerza destructiva de EEUU es muy superior a la de cualquier otra potencia. Los enemigos de EEUU son enemigos del mundo. La vieja Europa (Francia, Alemania) no comprende el peligro universal del terrorismo. Quien nos ayude en la destrucción de sus albergues participará en el negocio de la reconstrucción. La joven Europa (Reino Unido, España, Polonia) ha hecho suya tal simpleza. Con prebendas se constituyen jefaturas y no liderazgos. Por eso, Bush divide Europa en dos zonas de influencia: la vieja, de hegemonía atlántica, y la nueva, de jefatura tejana.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 28 de agosto de 2003.

Las dos Europas

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El Rapto de Europa, de Marten de Vos.

Mediante el mito de Europa, la espiritualidad asiática se hizo materialidad griega. A diferencia del legendario rapto troyano de Helena, propiciado por una cultura de canto a la belleza y a la guerra, el de Europa por Zeus sólo pudo concebirse en tiempos protohistóricos, donde la ley del mar y las costas era el saqueo, el rapto de mujeres y la piratería. Herodoto y San Jerónimo dieron una interpretación realista al mito. La hija del Rey de Tiro fue secuestrada por un barco cretense con cabeza de toro en el mascarón de proa. La metáfora trasladaba a Zeus la creencia cananea de que el padre de Jehová, el dios de los hebreos, tenía la costumbre de transfigurarse en toro para raptar doncellas en las riberas de Canaan.

Las acciones emprendidas por los hijos del Rey de Tiro para buscar a Europa condujeron al asentamiento de lo que luego sería Cartago, al cambio de nombre de las tierras de Canaan por el de Fenicia y, perdida la esperanza de encontrar la hermana raptada, a la fundación de Tebas. Los dos héroes de la búsqueda de Europa, empresa que motivó la exploración, descubrimiento y colonización de toda la costa mediterránea, fueron Phoenix y Cadmo.
El primero denunciaba con su nombre el origen eritreo (mar rojo) de sus ancestros vinculados a Adam, que como Phoenix significa rojo. Su expedición marchó hacia occidente por la costa sur del Mediterráneo. Atravesó Libia, colonizó las riberas tunicias, donde bautizó con su nombre a los Punici (de Phoenix) que fundarían Cartago, y regresó a su patria cananea para consagrarla con la voz Fenicia, en honor y gloria de su hazaña africana. En nombre de Europa, pero no mediante su agencia, la civilización fenicia sentó las bases de la paz en la función estabilizadora y vinculante del comercio. Retornando a la vía original de la civilización mediterránea, la UE ha seguido la estrategia unitaria de la paz púnica comerciante y no la de la paz romana legionaria.

La expedición de Cadmo tuvo mayor trascendencia para el porvenir de Europa. En su larga odisea tardó en comprender que lo decisivo para su búsqueda no era encontrar el ideal de su hermana, perdido en una mar de piratas, sino construirlo de nueva planta, como ciudad de poder y letras, con materiales autóctonos distintos de los fenicios. Tras fracasar en Rodas y Tracia, consultó al oráculo de Delfos y éste le aconsejó que abandonara la búsqueda de Europa, siguiera el caminar de una vaca hasta su extenuación y allí construyera una ciudad. Compró una vaca con luna blanca en cada costado, la siguió por toda Beocia y donde cayó muerta erigió Tebas.

El primer historiador que mencionó a Europa como entidad geográfica, Hesiodo, nació y vivió en Beocia. Etimológicamente, Europa significa cara ancha, sinónimo de luna llena. Europia es título de la diosa lunar que cabalga sobre el toro solar. La Astarté de Sidon que el pueblo filisteo llevó de Creta a Palestina, con el nombre de Ester, en el siglo XII antes de C. La vaca fecundada por Zeus portaba en su vientre dos gemelas. La Europa ideal, la asiática (extenuada por el parto de la Europa real, la tebana) ascendió a la ciudad de Dios, y su gemela fundó la ciudad terrestre, dando letras y leyes a los griegos. Según Victor Bérard (1930), Cadmo introdujo el alfabeto fenicio en Grecia.

La Europa ideal ha prevalecido sobre la Europa real. La fecundidad política de ésta, hasta ahora indefinida, fundó ciudades, imperios y civilizaciones que se desarrollaron y desaparecieron, mientras que la función universal de la Europa del espíritu permanece. ¿De cuál de esas dos europas, la política o la ilustrada, es más tributaria la humanidad? ¿Qué quedan hoy de las invenciones políticas y estructuras sociales de Tebas, Atenas, Roma, Carolingia y Antiguo Régimen? ¿Qué representan al lado de la poesía épica de Homero y la filosofía natural de Tales de Mileto, por citar solo las primeras inspiraciones del espíritu europeo en Jonia?

*Publicado en el diario La Razón el jueves 21 de agosto de 2003.

El mito de Occidente

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No hay palabra en todo el vocabulario mundial que sea más usada y menos comprendida que la voz Occidente. Desde su primitivo significado geográfico, relativo al lugar de ocaso del sol, la historia la ha ido cargando de múltiples sentidos culturales y políticos, incluso contradictorios, sin dejarla perder ninguno de ellos. La acumulación de significaciones la hizo y sigue haciéndola adecuada para expresar ideas indefinidas, referentes todas ellas a la conciencia o la inconsciencia de la superioridad moral de una parte de la humanidad respecto al resto del mundo.

No fueron los pueblos orientales quienes calificaron de occidentales a los situados a su poniente. Lo Occidental se hace nombre sustantivo que se sostiene a sí mismo, en tanto que expresión permanente y completa de un orgullo histórico de carácter espiritual o racista. El orgullo de pertenecer a Europa, a la cristiandad, al imperio, a la civilización, a la sociedad industrial, al atlantismo, al mundo libre, a una forma avanzada de vida material, a la modernidad. Esto permite que Turquía, Israel, Japón, Corea del Sur, Singapur, Australia, Nueva Zelanda o África del Sur formen parte integrante de Occidente.

Los mitos fundadores, sobre todo los de carácter orgánico, se diferencian netamente de las fábulas, las leyendas y las ideologías. Sólo ellos, con la simple voz que los nombra, pueden darse una concreción de sentido histórico operativo, incluso con su propia negación. Así ocurre en la expresión «ocaso de occidente» (ocaso del ocaso). No es la noche ni la nada, sino la real o supuesta decadencia del mito, sin que ninguna fuerza oriental lo amenace, como en la expansión árabe o turca, lo obscurezca con nubes de anarquía, como Atila o Gengis Kan, ni lo ponga en vías totalitarias, como Stalin y Hitler.

Inmune al paso del tiempo, de las costumbres y de las ideas, el mito de Occidente saca su fuerza de sí mismo. No teniendo historia particular, porta y comporta historias universales. No siendo una civilización costumbrista, crea y recrea civilizaciones técnicas. No partiendo de una ideología de la naturaleza, produce y reproduce ideologías políticas. No estando determinado por una cultura religiosa, constituye y reconstituye culturas morales. Careciendo de territorio y de recursos acordes a su ambición universal, no cesa de conquistar espacios, fuentes de energía y poblaciones. Todo lo que se resiste a la occidentalización es, por eso mismo, bárbaro o atrasado. La función del mito de Occidente produce y mantiene un orden mundial basado en una supremacía militar incontestable.

Como mito de orden moderno, la conciencia de Occidente palidece ante dos temores salidos de su propio seno. La memoria de su pasado lo enlaza a la unidad de la cristiandad medieval de la que procede. La voluntad de mercado único lo une a culturas orientales. Miedo por tanto a no ser moderno ni occidental. Pero el mito orgánico tiene virtudes vitales que no permiten los juegos de la razón y la coherencia. Lo que toma vida del mito no piensa en ello. Y a lo que da vida el mito no tiene otra conciencia que oponer. Esa es, precisamente, la función orgánica e integradora del pensamiento actual de Occidente. Su pensamiento único consiste en el modo de pensar lo mismo no pensando lo que piensa.

Como mito de poder, Occidente siempre ha tenido tiara de Providencia y cetro de imperio, inquisición cultural y policía urbana, medios de propagación y ejércitos de invasión. La tradición hebraica le enseñó que Dios no protege por igual a todas las naciones. Y siempre ha sabido localizar a un satánico enemigo que legitimara sus benditas instituciones y sus terroríficas acciones. No habría mito de Occidente sin necesidad de Defensa de Occidente. La OTAN encarna el mito en estado puro. Pacificado en el interior, Occidente regresa a sus fundamentos originales para reprimir, con invasiones provechosas, el terrorismo islámico.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 18 de agosto de 2003.

La leyenda europea

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La atribución de la cualidad de europeos a los habitantes de una cierta parte del mundo fue muy tardía. Ni la ciudad griega ni la urbe romana se consideraron europeas. Aunque Hipócrates había distinguido Asia de Europa por el distinto temperamento y carácter de sus pueblos, Aristóteles trató a los griegos como raza diferente de la asiática y la europea, y el anticristiano Celso continuó separando a los europeos de los asiáticos, los libios, los helenos y los bárbaros.

Hay que esperar a la «crónica mozárabe» (año 754) de la batalla de Poitiers, debida a Isidoro de Badajoz o de Béjar, para encontrar la primera referencia a una acción europea. Al final de los siete días de batalla, los soldados de Carlos Martel, reclutados desde Aquitania a Germania, ocuparon las tiendas árabes, las pillaron y regresaron a sus países al norte de los Pirineos y los Alpes. El fracaso de una simple correría de Abderramán, en tierras galas, pudo transformar el mito pagano y geográfico de Europa en el mito cristiano e histórico de Occidente, gracias a la vieja profecía bíblica y al nuevo equipamiento de los caballeros europeos que derrotaron a la hasta entonces invencible caballería árabe.

El texto de Isidoro es sospechoso. Coincide casi a la letra con el Génesis: «Que Dios extienda las posesiones de Jafet, que habite en las tiendas de Sem y que Canaan sea su esclavo». Desde Bossuet a De Maistre, el origen jafetiano de Europa se tuvo por un dogma. Aunque Voltaire ridiculizó esta creencia, la fortaleza del mito bíblico marcó, con tintes de caballerosidad, la supremacía militar y moral de Europa, desde Poitiers hasta la invención en el siglo XX de los carros blindados.

Pese a que la superioridad de los europeos de Poitiers fuera la de una nueva equitación cristiana con estribo y lanza, sobre la montura árabe de asiento natural y cimitarra, los vencedores regresaron a sus respectivos países revestidos de una aureola espiritual de caballeros ideales. Allí nació la ideología de los señores protectores de la fe, de damas y de huérfanos, con la que cruzadas y libros de caballería llenaron la imaginación medieval de los pueblos de Europa central. El uso del estribo asiático permitió la incorporación al ejército de caballos grandes y caballeros de armadura. Dos novedades que facilitaron a Occidente la conquista, con escasos efectivos, del continente americano. Pero la historiografía ha probado que Poitiers no fue causa, sino efecto, del retroceso del islam. La crisis de la expansión árabe comenzó con la derrota de la flota musulmana ante Bizancio, baten el año 718.

La herencia ideológica de Poitiers, con Francia y Alemania integrando el cuerpo europeo, delimitó las fronteras caballerescas del eclesiástico imperio carolingio, único «reino de Europa», y las de su tripartición en los «reinos europeos» de los hijos de Carlomagno, a quien su yerno, el poeta Angilberto llamó «padre de Europa». El carácter sacerdotal del imperio franco-germánico, con el aumento del poder temporal de los obispos, alejó la idea europea del mito materialista de Occidente, acercándola al del místico Oriente. El gran jurista del imperio carolingio, Alcuino, definió Europa como «continente de la fe». Lo que permitió localizar a Occidente en el lugar de factura de la historia universal.

La leyenda ideológica de Poitiers unió el viejo mito bíblico de Europa al nuevo mito de Occidente, en tanto que producto espiritual de la cristiandad. Carlomagno invirtió el sentido del imperio occidental de Roma. Las parroquias y los Concilios de obispos orientales hicieron de Occidente el hogar de una universalidad religiosa, de doctrina y acción. No deja de ser una ironía de la historia que, siglos después, este reducido espacio de espiritualidad europea fuera el mismo que, junto con el del papado, diera nacimiento al puro materialismo del Mercado Común, creado por los seis Estados firmantes del Tratado de Roma de 1957.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 14 de agosto de 2003.

Europa como ausencia

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El Rapto de Europa, de Tiziano.

Lo que comenzó como mito griego y realidad fenicia, Europa, continúa siendo, treinta y cinco siglos después, mito político y realidad económica. Aquí parece confirmarse el pensamiento más antiguo: «De donde las cosas sacan su origen, allí también irán a aniquilarse». Heidegger partió de esta sentencia de Anaximandro para preguntarse si la civilización estaba en el crepúsculo de una noche anunciadora de otro alba, más allá de Occidente y Oriente, en el que Europa comenzaría la historia por venir. Pero la UE ejemplariza en sentido contrario el significado de esa sentencia. La ideología de Europa se originó como orientación, en el comercio púnico por el Mediterráneo, y se desvanece hoy en el mercado único de la globalización atlántica. La acción de Europa, su razón de ser, muere siempre que está a punto de nacer.

¿Ha llegado tarde a su cita con la historia universal? ¿No hay lugar para ella, en un mundo gobernado por el club de los 8 Estados nacionales más ricos? ¿Se ha independizado la economía mundial de la política? ¿Hace vacua la transnacionalidad en grandes empresas a la multinacionalidad en grandes Estados? ¿Se ha transformado la disuasión militar en instrumento decisivo de la dominación mercantil? ¿Se ha convertido el armamento más destructivo en el argumento moral de la civilización tecnológica? ¿Retornamos con la postmodernidad a los fundamentos del Imperio romano o a los de Cartago?

Éstas son, a mi modo de ver el mundo, las cuestiones que debe afrontar el pensamiento europeo. Las interesantes reflexiones sobre Europa de Renan, Nietzsche, Burckhardt, Dostoievsky, Kierkegaard, Tolstoi, Sorel, Romain Rolland, Thomas Mann, Jaspers, Valery, Ortega, Eliot, Hazard, Benda, Reynol, Díez del Corral, Siegfried y tantos otros talentos, han de ser revisadas y actualizadas a la luz de los acontecimientos posteriores. La decadencia de Occidente (Spengler, Toynbee) la desmiente EEUU.

La revisión de la idea europea ha de iniciarse en su origen. Pues la enseñanza transmitida por los buscadores de Europa, tras su rapto por los cretenses, no es la de una desgracia familiar que dejó vacía de vida espiritual las tierras de Canaan, sino la de una solución cívica que debía de construirse en Poniente, contra la piratería terrorista, para garantizar la paz en el Mediterráneo. El mito de Europa se realizó con la colonización fenicia de Occidente, desde el Helesponto a las columnas de Hércules. Y después de aquella empresa colonizadora, las acciones europeas no han cesado de crear civilizaciones universales, sin encontrar patria en Europa.

Este despliegue de acciones europeas, sin agotarse en ninguna de ellas, ha constituido el ser y la identidad de Europa. La síntesis greco-romana y hebraico-cristiana explica la religión occidental, pero no completa la definición de Europa. Gleba, Burgos, Estados nacionales y Soberanía de los Príncipes no salen de esa síntesis espiritual. Grecia, Roma, Cristiandad, Renacimiento, Reforma, Contra-reforma, Revolución, Contra-revolución, Romanticismo, Nacionalismo, Racismo, Totalitarismo, Filosofía, Ciencia, Técnica, Arte, Industrialización, Liberalismo y Socialismo han sido genuinos fenómenos europeos, pero ninguno de ellos acción de Europa. La unidad en la diversidad o pluralidad no la distingue del resto del mundo.

El mito del rapto de Europa no responde a un hecho real, pero hace comprender de modo maravilloso la idea de Europa como ausencia. Noción que implica la de posibilidad y necesidad histórica de su presencia. El mito es más fácil de aceptar ahora que en el propio mundo griego. No porque pueblos extra-europeos hayan comprado, robado o imitado las invenciones que hicieron dueñas del mundo a las potencias europeas (Díez del Corral), eso no conlleva ausencia, sino porque la absoluta falta de justicia internacional y su remedio se comprenden de golpe con la elocuente metáfora del secuestro de Europa por EEUU.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 11 de agosto de 2003.

Amor de Francia a EEUU

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El marqués de La Fayette.

La diplomacia disimula el grave deterioro de las relaciones de EE UU con Francia. Pero la realidad es indisimulable. Por diferir de su estrategia para eliminar a Sadam, el imperialismo de Bush trata a Francia con el insolente desprecio que la ambición atlántica de Napoleón manifestó hacia EEUU. Además de faltar a la verdad y desconsiderar al jefe del Estado galo, la Administración Bush ha atentado contra uno de los sentimientos más fuertes que la historia fraguó en el pueblo francés: su admiración, simpatía, gratitud y amistad, casi amor platónico, al pueblo norteamericano.

Este sentimiento comenzó en el momento mismo de la guerra de Independencia de las colonias americanas contra el Imperio Británico. Lo simbolizó el general La Fayette. En la posterior Revolución francesa, un grupo de la Asamblea Constituyente propuso copiar el modelo americano. La admiración se extendió a todas las clases sociales en noviembre de 1917, con la llegada de dos millones de soldados americanos para doblegar el imperialismo alemán en la guerra europea. La simpatía popular cristalizó en junio de 1944, con el desembarco en Normandía. Es tan profunda que no la alteran las emociones nacidas de divergencias políticas. Si la segunda patria de todo ciudadano de la libertad era Francia, la del francés es EE UU.

La campaña de falsedades de la Administración Bush ha repercutido de modo considerable en el consumo de productos franceses, en los viajes de turistas norteamericanos a Francia y en la contratación de sus empresas en los mercados dominados por EEUU. Me he preguntado por qué la respuesta del Gobierno francés ha sido tan débil como incoherente. En lugar de combatir las mentiras con la desnuda verdad de los hechos, que son de orden moral, ha preferido la propaganda de los atractivos materiales de Francia. Pese a la simpatía del público americano por el actor Woody Allen, no me parece digno ni eficaz que Francia acuda a su imagen para pregonar los tópicos de amor y arte en París, a fin de paliar los daños.

Si el agradecimiento a la emocionante generosidad que salvó de la muerte o la esclavitud en el pasado llega al extremo de anteponerse a las pasiones de verdad y justicia, que son compatibles con la generosidad del perdón a futuras acciones dañinas del salvador, entonces tal gratitud, al suprimir la libertad de pensamiento y la justa ponderación del mal sufrido, conduce a la docilidad de la servidumbre doméstica. La moderación de la reacción francesa ante los desmanes de Bush indica que Francia no tiene que perdonarlos porque la incondicionalidad de su gratitud los tolera.

Un español puede ver mejor que un francés, y que cualquier otro pueblo de Europa occidental, la índole intolerable de la humillación de Francia en la crisis de Iraq. Fuimos los primeros europeos a quien EEUU hizo la guerra (1898) y los únicos, a este lado del Atlántico, en sufrir la experiencia de una dictadura que se prolongó en virtud del apoyo de sus gobiernos. La privación de una fase de libertad constituyente después de Franco también la debemos, en gran parte, a la intromisión de Kissinger en nuestros asuntos internos. No tenemos motivo de gratitud, y sí de antipatía, al imperialismo norteamericano. Lo que no impide admirar al pueblo que inventó la democracia representativa y la gestión moderna de la sociedad industrial.

Wilson declaró la guerra a Alemania porque consideró terrorismo de Estado el hundimiento del «Lusitania» por un submarino, y «porque el derecho es más precioso que la paz». El desfile de las tropas americanas en París produjo la mayor emoción de gratitud que ha conocido Francia. Superior incluso a la de su liberación en la siguiente guerra mundial. Jean Albert-Sorel lo dijo en 1958: «EE UU y Francia vivieron entonces horas de grandeza cuyo recuerdo no debe borrarse a ningún lado del Atlántico, sea cual sea la circunstancia en que se encuentren los dos pueblos».

*Publicado en el diario La Razón el jueves 7 de agosto de 2003.

Seguridad versus libertad

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Benjamin Franklin.

Los emigrantes europeos que forjaron el carácter del pueblo estadounidense sacrificaron el instinto de seguridad al deseo de libertad. Abrazaron los riesgos de una aventura peligrosa con la esperanza de encontrar en ella la liberta moral y económica de la que carecían en sus países de origen. Dos fenómenos continuados de dilatación social determinaron la prevalencia de la libertad sobre la seguridad en los valores que engendraron a la nación estadounidense: la intensidad de una inmigración incesante y la movilidad de la frontera hacia el oeste.

En el momento de su independencia, el territorio de EEUU estaba poblado por quinientos mil indios, 700 mil esclavos negros y poco más de tres millones de colonos procedentes del norte protestante de Europa y ocupantes de la zona atlántica de Nueva Inglaterra y Nueva Holanda. La cultura media de sus ciudadanos era la mayor del mundo. Un siglo después contaba con casi cien millones de habitantes, con 25 millones de analfabetos. La arribada de inmigrantes empujó hasta el Pacífico la frontera entre la civilización occidental y la naturaleza virgen. Si la independencia dio libertad política a los comerciantes del este y a los caballeros del sur, la conquista del medio-oeste y del oeste hizo de la libertad de elección una segunda naturaleza de todo el pueblo norteamericano.

No es de extrañar, por ello, que las mejores expresiones de la primacía de la libertad sobre la seguridad provengan de las reflexiones filosóficas y las intuiciones poéticas de aquel «sueño americano», donde todos los blancos tenían la misma condición social y la misma oportunidad de éxito. Las palabras de Benjamin Franklin respondían a ese ideal: «Los que abandonan una libertad esencial por una seguridad mínima y temporal no merecen ni la libertad ni la seguridad». No se trataba de una cuestión de preferencia personal, ni de un amor al riesgo por el riesgo. Era la consecuencia política de la igualdad social. Donde las oportunidades son las mismas para todos, el valor supremo es la libertad. En la desigualdad de condiciones prevalece el deseo de seguridad.

El terrorismo internacional no es la causa determinante, sino el pretexto justificativo del sacrificio de las libertades a la seguridad, tanto en política represiva interior como en política agresiva exterior. La guerra del Golfo no la provocó el terrorismo. Para obviar el tema de los intereses materiales que hoy dictan la ley internacional, se propaga la opinión superficial de que la raíz del conflicto de la libertad con la seguridad está en el ideario del partido republicano estadounidense.

Las ideas políticas siguen el camino de los instintos primarios. La preocupación por la seguridad, una constante en todos los mamíferos, no la crea la visión del peligro, sino la previsión de los riesgos. Si ésta es errónea por defecto, la libertad se desenvuelve en el terreno de la irresponsabilidad. Si lo es por exceso, el deseo de seguridad se convierte en un sentimiento reaccionario contra la libertad. Esto es lo que sucede ahora. El terrorismo no amenaza las libertades públicas, sino las vidas privadas. La deformación del objetivo terrorista crea la reacción antidemocrática, al modo como la exageración del peligro comunista creó el «macarthysmo».

La naturaleza irreflexiva de las demandas de seguridad, si las situaciones no las requieren, la resaltó, precisamente en la época macarthysta, el candidato republicano a la presidencia, cuando la vieja guardia del partido le presionaba para que centrara su campaña electoral en la necesidad de seguridad interior y exterior. Su respuesta la dejó anonadada: «Si todo lo que los americanos desean es la seguridad, no tienen más que irse a prisión». Era la lógica sencilla de un buen republicano de Kansas que se hizo elegir presidente, con el nombre de Ike Eisenhower, cuando la guerra de Corea deterioraba la Administración demócrata de Truman.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 4 de agosto de 2003.

Etimología de Europa

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Como geografía está definida, como historia se está definiendo, como política está por definir y como palabra no se conoce con exactitud lo que Europa significa. Herodoto creía que ningún mortal lograría descubrir su sentido. Pero todo nombre mitológico deriva de alguna raíz lingüística que estuvo dotada en su génesis de algún significado semántico o fonético. A la mitología se recurre para suplir las lagunas de la investigación etimológica, que sigue avanzando con los métodos objetivos de la ciencia del lenguaje o con las intuiciones subjetivas propias del arte.

Aparte de la raíz céltica «wrab», que significa occidente, dos etimologías clásicas, la semítica y la griega, se disputan la paternidad de la voz Europa.

El origen fenicio de la mitología del rapto hizo creer a los enciclopedistas que Europa deriva de la palabra púnica «uroppa» («cara blanca»). Pero en 1932, el historiador rumano Jorga encontró en la voz semítica «Arib», paralela a «Ereb», el verdadero sentido del término Europa, en tanto que oscuridad del lugar donde el Sol se acuesta frente a la luminosidad de Asia, donde el Sol se levanta. El tenebroso Erebo designaría sin más, como Magreb o Algarve, el sombrío extremo occidente.

Homero emplea varias veces el compuesto «Euruopa» como epíteto de Zeus. El adjetivo «eurus» significa dilatado, ancho. El sustantivo «ops», mirada y, por extensión, cara. El dios Zeus es europeo porque ve lejos. La ninfa fenicia se llama Europa porque su mirada es dilatada y su cara bella. Pero esta sencillez etimológica se complicó cuando el poeta Robert Graves llamó la atención, en 1955, sobre dos hechos que habían pasado desapercibidos. Hera, la esposa de Zeus, portaba el título de «Europia» y el padre de Helen (estirpe de los helenos) era nada menos que Deucalion, el Noé de la mitología griega.

Lo primero podía pasar por una transferencia a Hera, seducida por Zeus transformado en cucú, del título de la Sacerdotisa lunar cabalgando sobre el toro solar, su víctima, puesto que la cara ancha de Europa era sinónimo de luna llena. Pero lo segundo era incompatible con la invasión fenicia de Creta, que es la base histórica del mito. Si el nombre cretense de Europa es Hellotis (misma raíz de sauce y Helena), si Deucalión se salvó del diluvio, con sus hijos, en el arca semilunar que le ordenó construir su padre Prometeo, Europa podría identificarse con el suelo irrigado (sauce) a Occidente que correspondió a Jafet, en la leyenda bíblica, al no ser exiliado al sur esclavo, como Cam, ni premiado con el jardín oriental, como Sem.

El éxito durante más de quince siglos de la tesis cristiana, la división tripartita del mundo entre los hijos de Noé, se explica por su paralelismo con la trifuncionalidad de los pueblos indoeuropeos. Hombres libres (Sem), soldados (Jafet) y esclavos (Cam). Europa correspondió a Jafet, cuya etimología también significa dilatado, latitud. Campanella interpretó el texto bíblico sobre la dilatación o expansión de Jafet a las tiendas de Sem como «dominación de Europa sobre el mundo árabe». Y Guillermo Postel (siglo XVI) propuso sustituir el nombre de Europa por el de Jafetia.

Las leyendas diluvianas de Noé y Deucalión, al que también una paloma anunció que podía salir del arca, justifican la tripartición desigual del mundo entre sus hijos por criterios de justicia basados en la conducta más o menos decorosa hacia el padre. Por ello, Dumézil considera que la leyenda del Génesis «está más próxima en todo caso de la india (Yayäti y sus hijos) que de la iraní (Ferïdün y sus hijos), pues como ella tiene un trino sólo entre un hijo reflexivo y dos hijos atolondrados, sino entre un hijo que honora a su padre y dos hijos que le faltan al respeto». Estos mitos encarnan la necesidad de sentimientos de culpa en los pueblos occidentales y de inocencia en los orientales. El rapto de Europa y la desnudez genital de Noé también tienen de común la impudicia.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 31 de julio de 2003.

Europa y Asia Menor

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Como si se tratara de una catástrofe ecológica provocada por la propia naturaleza, la guerra de Iraq ha sacado a las calles muchedumbres apasionadas de ira contra el destino árabe o de desolación por la inhumanidad de una potencia incontrolable por los hombres. La historia no había ofrecido antes un espectáculo semejante de movilización universal de la desesperación unida a la desesperanza.

El «No» del mundo gobernado a la guerra gobernante del mundo, sin posibilidad de ofrecer o de apoyar algún esbozo de poder alternativo que garantice un inédito orden mundial de paz, no ha constituido, sin embargo, una manifestación de ingenuo utopismo. Algún rescoldo de esperanza en las virtudes humanistas de la democracia sigue manteniendo en vilo el ánimo cosmopolita de los manifestantes, contra la insolución terrorista, los egoísmos nacionales y la indiferencia hedonista de la postmodernidad. Pero la ciudadanía del mundo impulsa un tipo de paz que, por su naturaleza sentimental, no puede imponer a los Estados ni al fanatismo religioso.

Por recóndito que sea el sitio donde se encuentre secuestrada, la conciencia de la necesidad de Europa como garantía de la paz, ha estado presente, como ausencia, en las mareas de protesta que anegaron las ciudades de la opulencia y la miseria. Sin postes de dirección en las encrucijadas de la historia, corresponde a los exploradores de la posibilidad de un equilibrio mundial sin terror la misión de buscarlo. Todo indica que en el continente de una Europa histórica están contenidos, sin rutas imperiales, los caminos de la paz y, lo que es aún más decisivo, las vías para llegar a garantizarla establemente.

Antes de rastrear un porvenir venturoso en las huellas de la historia querellante, las direcciones de sentido cultural deben buscarse en los mitos fundadores. No porque sean anteriores o causantes de la historia, sino porque bajo los cambios y mutaciones que producen las civilizaciones, nuevos mitos ideológicos recrean la función primordial de los primitivos. Y el mito griego del rapto de Europa aparece enlazado desde su origen al de Hermes, matador de Argus y liberador de la vaca Io, al que Zeus convirtió en el dios Thoth, para que diera leyes y letras a los egipcios, como a su amada Io en la diosa oriental Isis, para que intercediera con mente ilustrada entre los inmortales y los mortales. Occidente y Oriente se unen en esta mitología mediterránea.

En el poema «Idilio» del siglo II a.C., el poeta siciliano Moschos narra el rapto de Europa tal como lo ha visto representado en el arte gráfico anterior a los historiadores griegos. En la canasta de oro donde la virgen Europa recogía flores de la pradera (antes de ser raptada por el toro olímpico), el orfebre Hefaistos había esculpido otro mito: «Zeus roza dulcemente con su mano la vaca hija de Inacos (Io) a la que, cerca del Nilo de las siete bocas, transformó de nuevo de vaca cornuda en mujer. Allí estaba Hermes. A su lado yacía tendido Argus, ornado de ojos rebeldes al sueño y de cuya sangre roja surgía un pájaro orgulloso de su plumaje florido y multicolor».

El rapto de Europa en Asia, para hacerla madre de los hijos griegos de Zeus, vino a compensar el de la vaca Io que Hermes, tras liberarla del panoptes Argus, llevó desde Grecia a la desembocadura del Nilo para que Zeus la pusiera en la cima del firmamento alejandrino. El significado cultural de esta síntesis mitológica se opone a los belicosos mitos ideológicos que identificaron Europa con la cristiandad medieval y, hoy, con la veladura militar que la vincula al Atlántico Norte. En la mitología fundadora, los hijos de Europa reciben de Asia Menor las religiones hebraica, cristiana y musulmana, como los hijos del Nilo y Asia Menor, la razón griega y el pluralismo del multicolor plumaje salido de su sangre. Sin Rusia ni Turquía el mito de Europa carece de sentido funcional para la paz.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 28 de julio de 2003.

Rapto de Europa

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El Rapto de Europa, de Rubens.

Todos los mitos protohistóricos y todas las grandes religiones proceden de Asia. Las migraciones indoeuropeas, necesitadas de asentar en nuevos suelos el mundo de sus simbolizaciones, metieron partes de la razón en la fantasía para hacer de los mitos mitologías fundadoras y de las religiones, iglesias. La historia humana se independizó de la historia natural cuando las poblaciones, por causas no del todo conocidas, abandonaron sus nichos natales y colonizaron tierras ignotas. No se sabe por qué ley telúrica las migraciones marcharon de Oriente a Occidente, cuando lo natural hubiera sido buscar, en dirección a la levantada del Sol, las esperanzas de vida con los sustentos del día y, hacia el ocaso, el reposo de la tarde con los temores de la muerte.

Dos mitologías sistemáticas, la griega y la bíblica, justificaron la colonización de la península occidental de Asia por pueblos orientales. No trataré de la distribución por Noé de las tres partes del mundo entre sus hijos, dando a Jafet la misión de procrear esclavos en tierras occidentales. He preferido la belleza poética del mito griego. Mediante un rapto enseguida consentido, la virginal y blanca Europa fue llevada por el enamorado Zeus, transformado en toro, desde una pradera florida en la costa fenicia de Tiro a la isla de Creta, para «hacerla madre de nobles hijos (Minos) portadores, todos, de cetros», de civilización en lugar de barbarie.

El rapto consentido de Europa por América ha renovado dos veces el mito de la mirada occidental de la hija de Agénor. Primero, ante la barbarie soviética. Ahora, ante la terrorista islámica. El mito americano sigue basándose en la dilatada visión de Europa sobre la virtud civilizadora de Occidente (Roma, Carlomagno, Carlos V, Napoleón), pero seduciendo y secuestrando a la ninfa oceánida con cantos atlánticos, desvanecedores de la identidad terrestre que Zeus-toro le reservó en su vertiginosa carrera sobre el mar sin mojarse las pezuñas, y que Europa misma preservó, recogiendo «el pliegue purpurado de su vestido para evitar que lo mojase la ola inmensa de la mar blanqueadora».

Europa era una feminidad robada a Asia para poblar Grecia con descendientes del macho olímpico continental. La máscara de oro encontrada en las ruinas de Micenas (Zeus solar), contemporánea del declive de Creta y de su culto a la Gran Madre, traduce la mutación religiosa que sufrió la civilización marítima del Próximo Oriente al ser llevada desde Creta al indefinido continente griego. Antes de ser geografía o historia, Europa era mitología y etimología de «latus», ancho y latino.

Europa estaba virginalmente inmersa en una intensa vida marítima de piratería y comercio, de conflictos e intercambios. Raptada y fecundada por el dios toro, signo de virilidad sobre la Tierra, devino madre de pueblos y naciones, sin perder la virginidad de su origen fenicio. Madre y Virgen, precursora de Isis y María, Europa se hará intercesora e intermediaria entre la civilización racional de la pagana materia griega y la intransigencia espiritual de la religiosa cultura asiática. Hasta que pudo realizar, con el cristianismo, la síntesis de cultura moral y civilización técnica que sus hermanas oceánidas Asia y África no lograron dar a sus continentes.

La crisis de Iraq ha roto el mito de Europa y desintegrado la síntesis de sus componentes. La potencia marítima y aérea destruye la terrestre. Lo atlántico inunda lo asiático. Lo fenicio se impone a lo griego. Lo virginal esteriliza lo maternal. La aventura suprime la memoria. La seguridad preventiva aniquila la libertad. La guerra instrumenta la venganza.

Nueva «anábasis» macedónica, Occidente invade Oriente. ¿Dónde está secuestrada Europa? Sus hermanos Fénix y Cadmo emprendieron la búsqueda. No la encontraron, pero con el mito de Europa fundaron Cartago y Tebas. ¡Qué maravillosa lección de la mitología a la historia!

*Publicado en el diario La Razón el jueves 24 de julio de 2003. 

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