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Lo Connotativo

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Durante 36 años y medio, España estuvo notada por la autoridad personal de Franco, y connotada por la represión institucional de la libertad. Ahora, lo notable de España no está en la persona representativa del Estado ni en las instituciones de Gobierno, sino en el «milagroso» proceso de poco más de 4 años y 4 meses que las engendró, en el seno de la dictadura, sin haber sido concebidas por la libertad política. Engendro tan notable que no admitía ser bautizado con nombres de un solo apelativo.

A la apertura liberal del Régimen había que designarla con una voz culta que significara a la vez algo principal, las libertades, y algo secundario, ser otorgadas, discriminadas y limitadas por la dictadura. O sea, con un nombre connotativo. Pues, en nuestro idioma, el verbo «connotar» conserva la dualidad designativa que le dio Guillermo de Occam.

La «Transición» es connotativa de un cambio político desde la dictadura a la «democracia de partidos», donde lo principal son las libertades y lo accesorio el carácter otorgado y limitado de las mismas.

La tarea de definir la Transición consiste, pues, en explicitar las connotaciones que implica y la clase de relación que las une. Dada la subyacencia de la dictadura en el motor y la dirección del cambio político, los historiadores hagiógrafos y agiotistas de la Monarquía huyen del compromiso que supone la definición connotativa de la Transición, mediante el conjunto de notas que la determinan o significan, y no por las descripciones denotativas que solamente la describen o señalan. El método que yo estoy siguiendo, para conocer y comprender la Transición, es parecido, no igual, al de Stuart Mill. Pues, a diferencia de lo que ocurre con los fenómenos naturales, donde el conjunto de sus características necesarias los definen, los fenómenos históricos piden ir, más allá de sus definiciones connotativas, hasta llegar a explicaciones que incluyan y den sentido a sus características no necesarias. Eso distingue la definición de la comprensión. Lo diré mejor con ejemplos.

La mentira en los hechos y la falsedad en el discurso oficial son características necesarias de la Transición. Sin mendacidades, falacias, consenso informativo y pacto de silencios, el proceso de cambio no podría haber sido dirigido desde el Estado, ni ser presentado como una procesión desde la dictadura a la democracia.

El engaño a los gobernados tuvo tanto valor en el proceso, y en su resultado, como la relación de fuerza entre los aferrados al inmovilismo institucional y los partidarios de la libertad. Unos y otros tuvieron que recurrir al fraude, en las formas, y al autoengaño, en las conciencias, para abrazarse en el consenso fundacional del Estado de partidos.

Lo mismo cabe decir de la demagogia institucional en el tema autonómico. Sin Tarradellas y sin café para todos, la Transición no sería lo que ha sido.

La mentira, la falacia, el consenso informativo, el silencio sobre el pasado y la demagogia constituyente de las instituciones, son características necesarias que definen la Transición, junto a las libertades otorgadas con derechos individuales y a la ausencia de libertad política en la determinación del Poder.

No tienen esa categoría definitoria los fenómenos que acompañaron al proceso de cambio político (terrorismo, manifestaciones, paro, liberación sexual, delincuencia) como hechos concomitantes, ni los que lo siguieron después (23-F, corrupción institucional, nacionalismo separatista, GAL, huelgas, privatizaciones) como hechos consecuentes. Pero su conocimiento es indispensable para saber la naturaleza y el valor de la Transición.

Lo denotativo, la describe. Lo connotativo, la define. Lo concomitante, la hace comprender. Lo consecuente, la valora. Sin tal diciplina mental, sin compromiso con la verdad, las historias de la Transición son propagandas hagiográficas de un «milagro» de Rey.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 26 de marzo de 2001.

Lo Denotativo

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Con el nombre «La Transición» se designa la realidad del proceso desencadenado por los fenómenos políticos ocurridos entre el 24 de junio de 1974, día de creación de la Junta Democrática, y el 6 de diciembre de 1978, fecha de ratificación por Referéndum del texto constitucional. Estoy empeñado en la tarea de definir ese proceso histórico. Lo que me obliga a comenzar por la observación de las notas y rasgos que manifestaron la existencia del mismo en la Sociedad y el Estado. Son tan numerosos que no es posible recogerlos en un relato. Cada historiador selecciona los que le parecen más significativos para la explicación del acto final. El que, para ellos, otorga sentido a la serie cronológica. La historia, como reproducción aproximada del pasado, se escribe mirando hacia atrás desde el presente, y no desde atrás hacia el presente. Lo denotativo de la Transición, tras la Constitución que la terminó, no es lo mismo que lo que denotaba, antes de ella, a los hechos que iban caracterizando al proceso como un acontecer en la vida de la libertad o en la de su represión. El conocimiento historiográfico es de rango inferior al que da la experiencia de las acciones decisivas. Mi conocimiento de la primera fase de la Transición, tan seguro en cuanto a los hechos como el de Suárez sobre la segunda, supera al del historiador, por el recurso a la memoria en todo lo que no se hizo público, y por el propósito de buscar el sentido de los fenómenos en el contexto hermenéutico de la dictadura feneciente, y no sólo en el definitivo texto constitucional.

Lo denotativo en la película de la Transición no es lo mismo que lo denotado en su fotografía constitucional. Aquella explica a ésta por la prevalencia de la última fase consesuada, mecánica y conservadora, sobre la primera etapa, dialéctica y liberadora. Tan integrantes de la Transición han sido las manifestaciones de la libertad de acción política en la Sociedad, impulsadas por la Junta y la Platajunta, como las respuestas defensivas del poder en el Estado para contenerlas o limitarlas. Los historiadores se confunden. La historia preconstitucional, un compendio de la fase consensuada, no es la historia de la Transición. Si se toma como perspectiva de la narración lo que tienen de común ambas fases, el paso de la dictadura a un régimen de libertades, lo denotativo de la Transición está en las acciones de sentido liberador de la Sociedad frente al Estado, mientras que lo connotativo reside en los actos de poder estatal constituyentes de derechos políticos. Si se miran por separado, lo denotativo de la primera fase estuvo en las acciones que tendrían que conquistar la Libertad política en la Sociedad; lo denotativo de la segunda, en los actos tendentes a la determinación del Poder en el Estado. Entre una y otra fase hubo la diferencia intencional que hay entre libertad y derecho.

No es momento ni lugar para relatar los datos denotativos de la Transición desde la perspectiva de la libertad en la Sociedad y del poder en el Estado.

Solo trato, aquí, de llamar la atención sobre el escaso valor que tienen las descripciones denotativas para la comprensión de los fenómenos históricos. No tanto porque siempre han de ser incompletas, como por la circunstancia de que, en el mejor de los casos, describen las denotaciones perceptibles a «toro pasado» del acontecimiento.

Para Juan Buridán (famoso por su asno) denotar era «suponer» y connotar, «apellidar». Definir la Transición no consiste en suponerla con denotaciones, sino en connotarla, en ponerle el apelativo correspondiente a su real naturaleza. Idóneas para clasificar especies, las definiciones denotativas no son aptas para la comprensión de los procesos de cambio que, como el de la Transición, se producen con lentitud y contradicción. La definición debe derivarse de una descripción connotativa. Más intensa, pero menos extensa, que la denotativa.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 22 de marzo de 2001.

Lo Interminable

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Las cosas y las ideas interminables no pueden ser definidas. Por eso andamos a tientas en la comprensión del universo físico y de los nombres universales. A través de su ínfima parte humana, la Naturaleza se comprende a sí misma como universo sin fin. Y el lenguaje de la inteligencia abstracta también abarca lo concreto con nombres universales infinitos. Un fenómeno local y temporal, un caso político particular ocurrido en España entre dos fechas precisas, ha sido bautizado, protocolizado e inscrito en el gran registro de la historia como un universal: la Transición.

Sin querer definirse, pues su determinación sería una negación de lo que dice ser pero no ha sido, la Transición ha devenido un signo de algo admirable, milagroso, que no se puede entender ni comprender. Sin embargo, entre los tipos de definición hay uno, referente a los procesos históricos, especialmente idóneo para la aclaración de signos. El signo de la Transición es universal, pero lo designado constituye un proceso real, de-terminado y de-finible. Su término inicial, la fundación en julio del 74 de la Junta Democrática, consistió en la determinación de una voluntad ciudadana para firmar la libertad política y negar la dictadura. Y ahora necesitamos ver cuál ha sido su término final, para poder definir lo que la Transición ha terminado por afirmar y negar en definitiva. Ésa será su esencia política.

Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el término final («ad quem») de la Transición. Incluso algunos llegan a dudar de que haya terminado. Pero si la miramos como paso a las libertades desde la dictadura, incluidas las autonómicas, sólo existen dos criterios para decidir si el proceso ha terminado y cuándo: el institucional y el real. Según el primero, la Transición terminó, con el Referéndum constitucional, el 6 de diciembre de 1978. Pues lo sucedido desde entonces en materia de libertades, tanto en el Estado como en la Sociedad, ha sido un mero desarrollo orgánico o mecánico de lo previsto en la Constitución.

El criterio real señala otros términos. Sea el fracaso del golpe de Estado de 23 de febrero del 81, sea la subida del Partido socialista al Gobierno de la Monarquía, sea el retorno al poder gubernamental de los partidarios de Fraga, o bien el día en que el Príncipe Felipe sea Rey. El realismo de esas opiniones se basa en la confusión entre dos cuestiones de distinta naturaleza; el período constituyente de la Transición y la consistencia del Régimen constituido por ella. Desde el punto de vista formal o institucional, como desde una perspectiva real o material, el proceso de Transición de la Dictadura a las libertades terminó con la aprobación de la Constitución Monárquica del Estado de partidos. El proceso duró cuatro años, cuatro meses y once días. Para comprender la naturaleza y dirección del impulso que animó ese período, hay que observarlo en sus dos fases contradictorias. La fase dialéctica, desarrollada desde la creación de la Junta hasta el Referéndum de la Reforma, dio a la Sociedad civil la iniciativa y la dirección del cambio, bajo la estrategia de la ruptura democrática. La oposición protagonizó la teoría y la acción liberadora frente al Estado dictatorial, durante 29 meses. La fase consensual, la que está comprendida entre los dos Referéndum, devolvió al Estado la iniciativa y la dirección del cambio, con la táctica de la Reforma institucional, y suprimió la oposición en el seno de la Sociedad. Pero la Transición, un nombre absoluto que nada connota, necesita ser definida además por sus notas características, para saber si al final prevaleció el sentido liberador de la fase dialéctica, el claro significado conservador de la fase consensual o, tal vez, una mediación entre ambos. O sea, para conocer lo que ha negado y lo que ha afirmado de la libertad política.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 19 de marzo de 2001.

Lo Indefinido

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Pese a la numerosa literatura existente sobre la Transición, éste fenómeno histórico aún no ha sido definido. No porque su esencia sea indefinible o indeterminable, sino porque su nombre es usado como símbolo de cosas, ideas, conceptos, situaciones y fenómenos positivos, pero carentes de límites o de terminación. Convertida así en valor ideológico universal, o sea, en una propaganda, la Transición no permite ser definida o determinada. Pero observada desde fuera de su propia extensión cultural y de su propio idioma simbólico, la idea de cambio implicada en la de Transición puede ser delimitada y, en consecuencia, definida.

Hay que partir de que ese cambio ha consistido en el paso a las libertades públicas desde la Dictadura aunque, al incluir lo definido en la definición, se caiga en una tautología. Pues no se puede llegar a ideas claras y distintas más que partiendo de sus nociones confusas. Todas las definiciones esenciales no dejan de ser tautológicas. Pero eso no significa que sean dispensables en la comprensión de las realidades sociales.

Los principios de la lógica -no contradicción, identidad y tercio excluso- son tautologías indispensables. Lo decisivo es que la primera piedra de la construcción sea indiscutible. Por eso no he metido en juego, para iniciar la comprensión del cambio, la democracia ni la Monarquía. Esa dificultad no se presenta a los que se bastan con definiciones descriptivas y ostensivas, siempre parciales e incompletas, sin poner límites precisos al tiempo de duración del cambio y a la cosa transformada en el proceso de Transición. Y hay que empezar poniéndole límites temporales, pues ellos fijan la dimensión verdadera de lo que ha cambiado.

Los historiadores no están de acuerdo en la fecha inicial de la Transición. Unos la ponen en la muerte de Carrero, otros en la de Franco y otros en la elevación de Suárez a Jefe de Gobierno. Pero si tomamos como criterio el de la iniciativa del cambio hacia las libertades, ninguno de esos tres momentos es significativo. Nada pasó a la muerte de Carrero y de Franco, ni al nombramiento de Suárez, que no estuviera ya pasando. Sólo hay dos patrones para fijar el inicio de la Transición.

El institucional o formal y el real o efectivo. El proceso de cambio institucional hacia las libertades comienza con el Referéndum de la Reforma política de 15 de diciembre de 1976.

Pero aceptar este criterio supone confinar la Transición en el Estado feneciente de la Dictadura, como si la apertura del «espíritu de 12 de febrero» del Gobierno Arias no hubiera existido, y la sociedad no hubiese iniciado, mucho antes, el movimiento ciudadano por las libertades.

Para el patrón real o efectivo, la Transición se inició el día 24 de junio de 1974, con la decisión de los promotores de la unidad de la oposición, reunidos en el Hotel Lis de Lisboa, de anunciar enseguida (ante la negativa de Don Juan a ser actor en la historia de la rebeldía contra la Monarquía de Franco) la creación de la Junta Democrática de España, para convocar y dirigir el movimiento ciudadano por la libertad política. Cosa que hicieron en París y Madrid el 25 de julio de 1974. Antes de esa fecha, la acción de los partidos clandestinos no era determinante de la opinión pública ni de la evolución de la Dictadura.

Después de esa fecha, absolutamente todo lo que pasó en la sociedad política y en el Estado, en el Gobierno, en los partidos no integrados en la Junta, en la Asamblea de Cataluña, en la opinión pública, en la posición de la Comunidad Europea, las cancillerías extranjeras y las empresas transnacionales, estuvo condicionado o determinado por la Junta.

El «terminus a quo» de la Transición, quiérase o no, es el 24 de junio de 1974. Queda por fijar cuándo terminó. Así podremos definir lo que ha cambiado en el tránsito de la Dictadura a la Monarquía.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 15 de marzo de 2001.

Lo Indescriptible

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Las historias de la transición están llenas de silencios sobre hechos y situaciones, perfectamente descriptibles, cuya difusión perturbaría la idea de que el cambio político ha consistido en el paso premeditado de la Monarquía dictatorial a la democrática. Sería mucho pedir a los historiadores que explicaran las causas particulares de esa voluntad libertadora en conspicuos hombres de la dictadura, y las de esa repentina conversión a la Reforma en partidos que, duraderamente, habían puesto su fe en la Ruptura democrática.

Se les podría exigir que describieran esos fenómenos insólitos. Pero ellos los consideran indescriptibles, en tanto que procesos psíquicos de naturaleza tan inefable como la de las experiencias místicas. Antes que entrar en ese campo, sugeridor de traiciones, perjurios y deslealtades en ambos bandos, los historiadores prefieren que siga cundiendo la espiritual idea del milagro español. En la epifanía de 1977, los Saulos gentiles se convirtieron en Pablos católicos al caer a la realidad del poder, desarzonados de caballos ideológicos que se espantaron del grito popular de libertad. En verdad, esto es indescriptible.

El triunfo ideológico de la historia oficial de la Transición ha sido posible porque los hábitos, de cuarenta años de sustitución de la cultura por la propaganda, terminaron por borrar del idioma las diferencias semánticas que distinguen y separa, en el relato histórico, las actuaciones lingüísticas requeridas para su debida narración, descripción, definición, explicación y justificación. No se trata aquí de la ingenua incultura de las masas dominadas, sino de la sofisticada ignorancia de las clases intelectuales y editoras que crean la opinión dominante.

Esta incultura culta ha hecho de la palabra indescriptible, que solamente denota lo no susceptible de descripción, un sinónimo de lo grandioso o de lo indefinible, o sea, de lo que no tiene límites.

Se entiende que el milagro español causante de la transición sea inexplicable para los historiadores del poder. Pero no porque no sea perfectamente descriptible, o medianamente definible. La descripción ha sido considerada desde antiguo como una definición imperfecta (Petrus Ramus) o «moins exacte» (Port Royal), que no puede darnos un conocimiento de algo, pero sí un saber acerca de algo (William James y Bertrand Russell). Un saber descriptivo que llegó a ser, en Wittgenstein, nada menos que el objetivo de la filosofía. Una disciplina que «no tiene nada que explicar ni deducir, pues todo está a la vista». ¡Qué error reaccionario!

La historia de la Transición no nos proporciona un saber acerca del llamado, precisamente por su indescripción, milagro español. No puede haber un fracaso mayor, un naufragio tan angustioso de la historiografía, si casi un cuarto de siglo después de ocurrido aún se continúa hablando, dentro y fuera de España, del milagro existenciariamente vivido, pero históricamente indescriptible, de que los tiranos se hicieran libertadores, y las víctimas abrazaran a sus verdugos.

Un milagro no sólo indescriptible, caso único en la historia de la milagrería, sino gratuito, como los realizados por la gracia divina, pues ocurrió sin consideración a mezquinas motivaciones del interés personal en los agentes de la gracia, ni al hecho visible de que tan nobilísima conversión espiritual tuvo por consecuencia instantánea el que los unos siguieran en el carro del Estado y los otros se subieran a él.

Si se abstrae de la historia este hecho capital, este reparto entre ambiciones, concebido con el propósito común de eliminar la incertidumbre de la libertad política sobre las pretensiones de ser jefes de la nueva situación, entonces aparece el milagro indescriptible del súbito y maravilloso abrazo de los españoles en, y por fin, la libertad.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 12 de marzo de 2001.

Lo Inconsistente

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Ninguna de las historias de la Transición que se han difundido llega a ser consistente. Ni en el relato de los hechos, ni en la descripción de lo fáctico, ni en la definición de los fenómenos, ni en la explicación de los mismos, ni en su justificación. El relato es fantasioso. La descripción, incompleta. La definición, ilimitada. La explicación, efectista, la justificación, falaz. No son narraciones eficaces para el conocimiento procesal del cambio operado con la conversión de la Monarquía Dictatorial en la actual, que es la esencia de la Transición. Ninguna resiste la prueba de su consistencia. Y entiendo aquí por consistencia la cualidad de un discurso que basa la esencia de algo histórico en lo que ese algo «consiste».

Las historias sobre la Transición son inconsistentes, no porque sea inconsistente la realidad del sistema de poder, cuya génesis y desenvoltura tratan de narrar, sino porque todas ellas obedecen a la necesidad de justificarlo en lo que no consiste. Puras apologías del poder. Mala ideología. Hasta el punto de que si la Transición consistiera en lo que de ella dicen sus historiadores, la Monarquía habría sido víctima temprana de la inconsistencia delatada en su historiografía.

No es consistente situar la crisis de gobierno de junio de 1976, y el nombramiento de Adolfo Suárez en un contexto de ruptura con el «espíritu de 12 de febrero» de Carlos Arias, sin dar valor a las presiones de la Embajada de Estados Unidos, sobre el Rey, para que otro franquista más audaz abriera las puertas al partidismo político, sin los tapujos asociacionistas de Arias, pero dentro siempre de sus mismos límites ante el PC -Kissinger temía que, en caso de triunfo de la Ruptura, adquiriera en España la misma hegemonía que en Portugal-; y sin dar trascendencia a la gestión paralela de la socialdemocracia alemana (Willy Brandt) con González para que el PSOE, financiado por ella, participara en las elecciones antes de legalizar al PC, y abandonara la ruptura democrática. Acuerdo que se produjo en abril de 1976.

No es consistente situar la nueva frontera colaboracionista de la oposición, frente a los planes reformistas de la dictadura, en el pacto con Suárez de 11 de enero de 1977, sin dar valor histórico a la decisión del PSOE de pasar por la ventanilla de Arias, manifestada a la Platajunta, en mi despacho, una semana antes de la crisis gubernamental de junio de 1976.

No es consistente fijar en enero de 1977 el cambio de estrategia de los partidos ilegales, respecto a su participación en unas elecciones bajo la legalidad franquista, sin dar importancia a las declaraciones de Gil Robles, durante la segunda mitad de 1976, pidiendo elecciones cuanto antes. Ni atribuir a González la iniciativa de pactar la Reforma de la Dictadura con Suárez, sin valorar su entrevista con Fraga, ministro del Interior de Arias, en el chalet del Viso de los suegros de Boyer, donde le manifestó el acuerdo del PSOE para presentarse a elecciones bajo el «espíritu de 12 de febrero», si se convocaban con una ley electoral de sistema proporcional, aunque no estuviera legalizado el PC ni los otros partidos comunistas o republicanos.

No es, en fin, consistente atribuir a Torcuato Fernández Miranda, por el lado del Régimen, y a González por el de la oposición, una visión anticipada del proceso de la Transición, puesto que tanto la operación Tarradellas como la legalización del PC fueron las dos improvisaciones de Suárez que definieron la esencia íntima del cambio político.

Ni es consistente dar al pueblo papel alguno en el poder constituyente que se arrogaron, contra la legalidad, los jefes de los partidos con representación significativa, tras las elecciones generales bajo la Monarquía Dictatorial, puesto que fue una decisión secreta, de la que tuvieron conocimiento los diputados, y la opinión pública, por la filtración que obtuvo el excelente periodista Pedro Altares.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 8 de marzo de 2001.

Lo Falaz

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Felipe Gonzalez levanta el puño en un mitin electoral en 1977, en el estadio de fútbol General Moscardo de Usera, en Madrid.

Los hechos y los enunciados son falsos cuando no corresponden a la realidad, no porque sean falaces. Decir, por ejemplo, que las libertades constitucionales fueron conquistadas por el pueblo es una mentira, pero no una falacia. Para que haya falacia tiene que haber apariencia de argumento. Decir que la Monarquía fue elegida por los españoles porque refrendaron la Constitución monárquica, eso sí es una falacia, no una mentira. Y una falacia categorial. Pues el sofisma consiste aquí en unir, con una conjunción causal, dos categorías de diferente realidad moral: el acto de elegir, que presupone propia libertad de elección, entre varias opciones elegibles, y el acto de refrendar, donde se suplanta la libertad de elección con la libre conformidad a una decisión ajena que no permite otra opción. El discurso público de la transición, a fin de tapar la mentira de que a la dictadura sucedió la democracia, se ha tenido que construir con una serie concatenada de falacias, sin permitirse una sola concesión a la expresión de lo verdadero. En este sentido, la palabra que invade el espacio público actual es tan falsa como la de la Dictadura. Pero no lo parece a causa del crédito que le otorga, dentro y fuera de España, el discurso convencional del poder extranjero.

Como el rosario de sofismas de la Transición es interminable, no puedo hacer más que reducirlo aquí a sus tipos fundamentales de falacia. En el artículo anterior traté de la falacia naturalista, la que deduce un «debe» moral de un «es» fáctico, para fundar en ese paso en falso todos los oportunismos. La falsedad contraria la produce la falacia idealista, o sea, la que deduce un «es» de un «debe». Lo que «debe ser» está siendo, es o será. La vemos en la base de la filosofía de Fichte. Aunque no en estado puro. Pues en ella, la esforzada hazaña del yo autoactivo tiene que mediar para que el «debe» pueda pasar al «es». Es ejemplo típico de tal falacia, en el discurso de la Transición, el razonamiento sobre la separación de poderes en general, y la independencia judicial en particular: si la conciencia del magistrado «debe» ser libre para sentenciar, la función judicial «es» independiente. Este contumaz absurdo, anclado en la tradición de cortesía hacia los operadores en conciencia (sacerdotes y jueces), no cede ante las evidencias que lo contradicen a diario.

El discurso de la Transición se basa además en la falacia llamada genética, pues deriva la excelencia de la Reforma de las dotes del Rey y Suárez, o el vigor de la teoría constitucional, de la inteligencia y previsión de los padres fundadores, sin mirar al contenido normativo de las Leyes políticas. La falacia genética llegó a su apogeo en el caótico discurso del gobierno socialista. Lo falaz consistió en deducir la justicia o bondad de los actos de gobierno, no de su sentido objetivo ni de sus consecuencias previsibles, sino de la cualidad justiciera o bondadosa que los demás, o incluso el propio actor, atribuían al agente del mismo: «todas las decisiones de este gobierno son justas y progresistas porque las tomamos nosotros, que somos socialistas». La retórica de Felipe González fue tan carismática para las masas ignorantes, y tan adecuada al cinismo demagógico de las clases especulativas, porque nunca salió de esta falacia genética.

Quedan, por fin, las falacias más abundantes en nuestra cultura, los sofismas formales, los que produce el razonamiento vulgar cuando afirma, como premisa, el consecuente que se debe demostrar (esto es democracia, luego hay libertad de expresión y separación de poderes), o niega, como conclusión, el antecedente del que se debe partir (el terrorismo carece de causa política, luego es criminalidad vulgar). Como hongos a la umbría de rancia arboleda, las falacias de la transición, que nunca se cometen contra lo establecido, brotan en opiniones que nacen a la sombra del poder.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 5 de marzo de 2001.

Lo Injustificable 2

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Como hecho histórico, la Transición es un fenómeno verdadero. Pero su historia oficial es completamente falsa. Falta en ella el postulado de correspondencia con lo ocurrido en la realidad. Cuando Luis XVI huyó hasta Varennes, donde fue reconocido y detenido, la Asamblea Constituyente decretó por razones de Estado que había sido secuestrado. La mentira oficial se estableció, dentro y fuera de Francia, como un hecho incontrovertible. Esa injustificable atrocidad contra la lógica de la verdad provocó la verdadera Revolución. En los finales de la Guerra Fría, un tiempo de vigor universal de la mentira, los españoles salían de la dictadura sin saber siquiera cuál era y dónde estaba el camino manso, por el primer atajo que la policía les permitió recorrer. El atajo de los partidos de la Autoridad. El atajo del Estado de partidos estatales ideado para la Guerra Fría. La verdad yace en los archivos del Departamento de Estado, en los de la Cancillería alemana, en las memorias reprimidas de los actores de la Reforma. Las libertades constitucionales no son resultado de una conquista popular, sino de una concesión del Estado dictatorial, impuesta por potencias extranjeras para evitar el triunfo de la libertad política y la democracia en España. Es natural que esas potencias pusieran luego por las nubes a su propia obra oligárquica.

Si miramos los hechos inventados por la propaganda a la luz de los mejores argumentos que los justifican, pasamos de la mentira a la falacia. Los dos argumentos de los partidos de oposición a la dictadura, a favor de la Reforma, son contradictorios entre sí: era lo único que se podía hacer y lo mejor para la libertad. Si era lo único, sobraba lo mejor. Por esa evidente contradicción no se emplearon al mismo tiempo. Hasta la llegada al gobierno de los socialistas, la Reforma era justificable por ser lo único posible en la situación fáctica a comienzos del 77. Después, la Reforma se justificó por haber sido lo mejor para establecer la democracia. Aparte de su contradicción y analizados por separado, los dos argumentos son falaces. El primero incurre en lo que se llama «falacia genética o naturalista». El segundo, en lo que la filosofía lógica denomina «falacia del consecuente». Me ocuparé ahora de la primera. Consiste en derivar un «debe» moral de un «es» fáctico, una prescripción normativa de una pura descripción de hecho. Lo que inevitablemente lleva a confundir lo explicable con lo justificable. La situación fáctica explica la Reforma como hecho de poder, pero no la justifica como norma política.

El primero que llamó la atención sobre la falacia naturalista fue Hume: «Me sorprende que en vez de las usuales cópulas es y no es se conecten proposiciones mediante un debe o no debe. El cambio es imperceptible, pero de enorme importancia. Como este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es menester que se tome nota de ello y se explique y que, a la vez, se dé razón de lo que parece del todo inconcebible, es decir, de cómo esta nueva relación (prescriptiva de conductas) puede deducirse de otras (descriptivas de hechos) enteramente distintas de ella».

En la falacia naturalista está toda la consistencia de la ética situacionista y del oportunismo político. La participación en la Reforma autoritaria y liberal de la Dictadura no era lo único que podían hacer los demócratas. La situación de hecho les permitía la libertad creadora que encierra el No.

La negación del modo estatal de hacer la Reforma oligárquica, implicaba necesariamente la afirmación del modo civil de hacer la Ruptura democrática. Lo injustificable era que de una situación fáctica de poder, de un «es» en la relación de fuerzas, se derivase una conclusión ética, un «deber» de participar en la Reforma.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 1 de marzo de 2001.

Lo Injustificable 1

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Después de haber puesto en escena semanal, durante los veinte primeros meses de este periódico, el contexto sentimental de la Transición a la luz de las pasiones que la sostienen, ahora, en esta nueva serie de artículos sobre los presupuestos culturales de toda sociedad, estoy tratando de reconstruir el contexto de la mentalidad colectiva donde triunfó la Reforma y fracasó la Ruptura.

Martín-Miguel Rubio, en su acertado artículo sobre «La Transición de Polibio» (LA RAZÓN, 4/11/2000), ha definido bien cuál es mi actual propósito. Pues lo que trato de hacer aquí es, precisamente, la historia pragmática de la Transición, revelando hechos silenciados y valores inconfesados, contra las historias legendarias y apologéticas que pretenden justificarla con mitos ilusos y falsos argumentos morales.

Toda reconstrucción histórica, sea de una novedad política o de un hallazgo científico, es una empresa de justificación de una teoría. Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre lo que sucede con los descubrimientos de la ciencia natural -donde los factores psicológicos y sociales pueden ser explicativos de los inventos, pero en modo alguno justificativos de su validez normativa-, y lo que ocurre en las innovaciones políticas, donde la génesis de la novedad constitucional sigue siendo determinante de la validez moral o legitimidad de la teoría vigente.

El postulado de correspondencia entre lo experimentado y lo que de ello se relata, puede ser verificado en la ciencia porque, a pesar de que el contexto de justificación, donde opera la mente del historiador o del epistemólogo, es diferente del contexto de descubrimiento, donde nació la teoría, ésta se puede reconstruir lógicamente.

Pero este método de justificación de teorías no es aplicable a la historia de las costumbres ni a las invenciones políticas. Pues en la acción humana, los hechos son refractarios a la posibilidad de su reconstrucción por medio de la lógica. Lo cual no significa que todos los aspectos de la historia política sean injustificables por la razón, pero sí quiere decir que la justificación racional, lo justificable, se reduce en ella a los razonamientos morales derivados de los nudos hechos. Por eso el historiador ha de enfrentarse a los dos clásicos adversarios de la verdad con distintas armas.

Para refutar las mentiras del poder sobre los hechos que lo elevaron al Estado, consagradas por la propaganda de los medios de comunicación, el historiador sólo puede esgrimir los hechos verdaderos que las contradicen. Sin acudir a valores racionales o culturales que impliquen ideas de «deber», para no incurrir en lo que se llama «falacia naturalista», que explicaré en próximo artículo.

En cambio, para refutar las «falacias formales» en los razonamientos que justifican el sistema, el historiador tiene que emplear, como cualquier otro ciudadano inteligente y honesto, la consistencia de la lógica y las sugestiones invencibles de las evidencias morales.

A causa de la represión política de la difusión de la verdad y del carácter mitológico y demagógico de las mentiras, éstas son más difíciles de destruir que las falacias. Por eso, aunque tenga autoridad para denunciar las mentiras, por mi condición de autor de la acción política que se opuso a la Reforma en el inicio de la Transición, estoy desvelando la verdad de este hecho histórico poco a poco, a medida que destruyo cada falacia argumental, y no a la manera sistemática del historiador profesional.

De este modo puedo ir amparando la credibilidad histórica de mis descripciones fácticas, en la falta de credibilidad de los hechos causantes de las falacias argumentales del discurso oficial.

En la historia política sólo es justificable lo razonable, es decir, lo que es susceptible de ser sometido al juicio de la razón. Verdaderos o falsos, los hechos no son cuestionables por la razón lógica.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 26 de febrero de 2001.

El «aquí y ahora»

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La moda literaria del existencialismo popularizó, en la segunda mitad de la década de los cuarenta, la expresión «aquí y ahora» en todo discurso con pretensiones de realismo y concreción. Su uso indiscriminado durante la guerra fría la convirtió, como cláusula de estilo, en estribillo ideológico de la «Realpolitik» y del pragmatismo vulgar. Cuando se empezaba diciendo «aquí y ahora» se sabía que a renglón seguido vendría una justificación de lo que, en sí mismo, es a todas luces injustificable.

El «aquí y ahora» de la situación española a comienzos de 1977 justificó la traición de los partidos ilegales a la causa de la libertad y la democracia. El «aquí y ahora» de 1978 se constitucionalizó en un eterno presente inmóvil. Éste es el atentado al futuro de la libertad creadora que se comete en todas las llamadas éticas ocasionalistas, oportunistas o situacionistas.

El «aquí» no se usa como adverbio neutramente descriptivo de un lugar físico o de una situación dada, sino como modo indicativo o prescriptivo de la idiosincrasia conformista de un pueblo o de una generación.

El «ahora» no designa un instante en la sucesión temporal, ni un momento fugaz de la situación, sino un tiempo indeterminado que permite anular el futuro y conservar el pasado haciendo perdurar la contingencia presente.

Si las circunstancias del momento nos impiden ser, aquí y ahora, verídicos y justos, decidiremos como lo mejor ser falsos e injustos para siempre. Ese fue el punto de arranque inicial de la Reforma y el sentido final de la Constitución.

La Transición española ha consistido en un súbito tránsito político y cultural desde el «aquí y ahora» que pasa al «aquí y ahora» que permanece. Lo explicará con claridad acudiendo a los orígenes filosóficos de esta expresión.

La locución adverbial «aquí y ahora» se acuñó, con pretensiones metafísicas, en la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel. El ahora, que deja de serlo al instante siguiente, se conserva como algo negativo que, al ser conocido y verdadero, se convierte en un «ahora universal», en una fase del devenir entre el ser y la nada.

La inserción de la eternidad en el tiempo, a través del fluyente «ahora», llevó a Kierkegaard a ver en el «momento» algo semejante al «presente eterno» de Unamuno. Lo que «pasa quedando y se queda pasando». Cuestión capital para los megáricos modernos que identifican actualidad y realidad mediante la negación de la posibilidad, y para las nociones existenciales de autenticidad o inautenticidad de la vida personal. El «ahora» inauténtico es aquel que pasa y tiende al presente, como en las distracciones. Sólo es auténtico el «ahora» que se anticipa al futuro haciéndolo presente, como en los proyectos vitales que ponen su fundamento último en la libertad (Heidegger). Salvo en esta presencia del futuro de la existencia auténtica, las filosofías del «ahora» son ideologías frívolas o reaccionarias, basadas en una concepción pesimista de las posibilidades morales de la naturaleza humana.

El «aquí y ahora» del 77 y 78 español, completamente distinto del «aquí y ahora» del 2000, era un presente inauténtico, totalmente determinado por el pasado de la dictadura, que tuvo miedo de un futuro de libertad y que ha desembocado, como era de esperar, en un «aquí y ahora» de permanente distracción.

Juego y chiste como suprema expresión de la vida inauténtica. Incluso el terrorismo se vive como espectáculo. Dar permanencia real al «aquí y ahora», que son adverbios de lugar y tiempo (y no acciones o entidades), carece por completo de sentido.

Sin embargo, eso es lo que dictó, sin libertad constituyente, la Constitución del 78. Hizo eterno su presente «aquí y ahora», como la dictadura el suyo con los Principios Eternos del Movimiento. El «aquí y ahora» prescribe la eternidad de situaciones injustas.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 22 de febrero de 2001.

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