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Europa de la resistencia

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En las situaciones políticas de peligro colectivo, como en las dictaduras o en las ocupaciones de un ejército invasor, la lucidez de la mente individual inventa caminos inéditos de salvación colectiva. Pero muy pocas personas se atreven a recorrerlos. La mayoría se resigna, se adapta a las situaciones indignas sin oponer resistencia, con la esperanza de vivir desapercibida o de medrar en la hostilidad contra su propio pueblo.

Se suele creer que las acciones heroicas engendran pensamientos utópicos. Pero la historia nos ofrece numerosos ejemplos que desmienten esta vulgar creencia. Es el realismo de las ideas comunes de libertad e independencia quien engendra el heroísmo de las acciones. Todos los movimientos de resistencia realizaron ideales nobles en la lucha, aunque sus mejores cabezas sospecharon siempre que el retorno a la normalidad los haría parecer ingenuos o desestabilizadores. Esto le sucedió a la resistencia europea contra el nazismo. En el combate contra un mismo enemigo nació la idea de un Estado federal de Europa. Esta idea realista se disolvió luego de la victoria, para no desestabilizar la alianza de EE UU y la URSS de Stalin, bajo el pretexto de que era una quimera.

Cuando Churchill propuso en Zurich (1946) la constitución de una «suerte de Estados Unidos de Europa» no hizo más que consagrar el tipo de unidad política que venía propugnando la resistencia al nazismo, desde el campo de prisioneros en la isla Ventonete (1942) hasta el congreso secreto de Ginebra (1944), adonde acudieron militantes clandestinos de Dinamarca, Francia, Italia, Noruega, Países Bajos, Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Alemania. Ese tipo de unidad, la Unión federal con un gobierno responsable ante el pueblo europeo y un solo ejército, era para ellos la llave maestra de la paz del mundo.

Valerosos jóvenes intelectuales salidos de la resistencia organizaron el Congreso federalista de Montreux en septiembre de 1947, antecedente inmediato del Movimiento Europeo creado en el Congreso de La Haya de 7 de mayo de 1948. Tuve el honor de trabar amistad con uno de ellos, Spinelli, cuando era Comisario del Mercado Común. A él debo información de primera mano sobre las maniobras del Reino Unido para hacer inoperante el Consejo de Europa, en 1949, y las mezquindades nacionalistas del Parlamento francés para no ratificar, el 30 de agosto de 1954, la Comunidad Europea de Defensa, cuyo art. 38 declaraba que el ejército no podía ser más que la herramienta de una política exterior independiente.

Si la resistencia física ofrecida por el mundo exterior (la antitipia de los estoicos) constituye la prueba de su existencia real, con mayor fundamento se puede sostener que la resistencia moral de la voluntad de acción contra la falta de libertad constituye la libertad misma. Los movimientos de resistencia europea contra el nazismo no combatían en nombre de Europa. Era su combate coordinado en distintos pueblos por un mismo fin el que la constituía. Lo que me admira en la experiencia de aquella resistencia no es tanto el heroísmo de las voluntades, que también se dio en los ejércitos antagónicos, como el antídoto intelectual de la federación de Europa que la lucha clandestina generaba para garantía de la paz futura.

Poetas y novelistas han cantado ciertas hazañas aisladas y muchas vidas anónimas sacrificadas en las resistencias de retaguardia. Pero ninguna filosofía política, salvo en algunos aspectos la de Locke, ha basado en la resistencia política el fundamento de las ideas de libertad (o de Europa) que la propia experiencia de la resistencia constituyó como saber. Un antiguo resistente sabe mejor que todos los constitucionalistas lo que es libertad e independencia de Europa. El euroescepticismo y el funcionalismo de la UE no vienen de la resistencia al nazismo, ni del horror a la guerra, sino de la economía de postguerra. Su Constitución no es más que un Estatuto.

*Publicado en el diario La Razón el 7 de julio de 2003. 

Trienio negro para Europa

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Bandera de la OTAN.

La guerra mundial había terminado. Apenas quedaba una familia europea que no llorara a sus muertos ni una gran ciudad que se identificara en sus escombros. Nunca había existido en Europa una mayor igualdad en miseria material y desolación moral. La destrucción había nivelado a ras de suelo los restos reconocibles de la civilización europea.

Ningún pueblo podía afrontar por sí sólo la reconstrucción económica y, mucho menos, la regeneración del sistema político interior y la noción de equilibrio exterior que habían provocado dos tragedias mundiales en una misma generación. Algo extraordinario, algo que antes no se hubiera hecho, se hizo necesario. Dominando las urgencias de las reparaciones, una sola voz dirigida a los poderes públicos resonó, como en 1918, en todos los hogares de Europa: ¡haced lo que sea para que esto jamás se repita!

Ese «lo que sea» restauró la misma clase política irresponsable que creó en Versalles las causas de la guerra y en Munich la claudicación ante Hitler. Ese algo extraordinario comenzó con la restauración del sistema parlamentario de la III República (nombrada IV), cuya imprevisión y debilidad había metido a Francia en dos guerras mundiales. Lo que motivó la dimisión del general De Gaulle en enero de 1946. Ese «lo que sea» restauró, ante Stalin, la táctica contemplativa seguida ante Hitler, hasta que se produjo el golpe de Praga en 1948, con la dimisión del presidente Benes. Lo que motivó la creación de la OTAN y la guerra fría. Ese «lo que sea» terminó el 8 de mayo de 1949 con la restauración, en Bonn, del Estado de partidos de la República de Weimar, cuyo sistema electoral de listas dio el triunfo al partido nazi.

Los grandes errores no provienen de la ignorancia. Entre la dimisión de De Gaulle y la Constitución de Bonn, durante el trienio negro que determinó la desunión de Europa, toda la clase dirigente sabía que ese algo extraordinario se concretaba en la necesidad de crear la unión federal de los Estados europeos. El discurso de Churchill en Zurich (1946) y el Congreso de La Haya (1948) marcaron el movimiento por la unidad supranacional y la independencia de Europa, que el Gobierno británico primero, y el Parlamento francés años después, tuvieron el honor nacionalista de liquidar. Ante aquel entusiasmo federal, hoy se puede certificar lo que ningún historiador dice y yo afirmo. La Guerra Fría no era una necesidad histórica. Stalin no habría dado el golpe de Praga contra un pilar de unión europea. La alternativa de la OTAN dividió en dos a Europa.

Para comprobar la exactitud realista de mi tesis basta leer la confesión de Spaak, secretario general de la OTAN, en su conferencia de Ginebra tras la aprobación del Mercado Común. «Al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial ¬hablo con una sinceridad completa, nada tengo que ocultar¬, la idea europea no resucitó no porque no estuviera viva, sino porque no resucitándola las potencias de Occidente, las potencias europeas trataban de mantener intacta la alianza política con la URSS durante la guerra. Inmediatamente después de ella, las potencias occidentales construyeron su política sobre dos pilares: mantener la alianza con la URSS y basarse sobre la ONU. Esa política, en mi opinión, ha fracasado».

Esto es, pues, lo que confiesa. 1. Después de la guerra la idea de unir a Europa en una federación estaba viva, era posible. 2. No se hizo para no malhumorar al amigo-aliado Stalin, que lo habría tomado como un acto de hostilidad. 3. El veto de la URSS en la ONU impediría resolver un conflicto en los países del Este, en el caso de que intentaran federarse con los Estados Unidos de Europa. 4. El fracaso de esta estrategia, evidenciado en Praga, hizo necesaria la creación de la OTAN. 5. Implícitamente, otra estrategia de firmeza ante Stalin no habría fracasado. 6. La unidad política de Europa fue sacrificada por Truman y Attlee, en el altar de la alianza con Stalin.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 3 de julio de 2003.

Espíritu europeo

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Ginebra.

No hay espíritu sin materia, como no hay alma sin cuerpo. Nunca he comprendido, por ello, el significado de la expresión «espíritu europeo», tan manoseada por los mejores intelectuales del continente desde el final de la guerra mundial. He releído las conferencias y coloquios de los «Rencontres» de Ginebra sobre «El espíritu europeo» (Ediciones Guadarrama, 1957). A medio siglo de distancia, aquellas vagas disertaciones me parecen responder al deseo idealista de purificar la conciencia europea de todo sentimiento bárbaro, como si el nazi-fascismo no hubiera sido un fenómeno popular ocurrido en Europa.

Salvo la tesis realista de Julien Benda (negadora de la conciencia de unidad europea en el plano político y en el espiritual) y las precisiones históricas de Rougemont y J. R. de Salis, la reflexión de los grandes nombres (Merleau-Ponty, Jaspers, Jean Wahl, Guéhenno, Bernanos, etcétera) se redujo a una etérea confusión del espíritu europeo con el espíritu universal del cristianismo o del humanismo militante. Una confusión que ha dejado al pensamiento europeo de la segunda mitad del siglo XX sumido en la parcialidad, la perplejidad y la impotencia.

El primer deber de un intelectual es poner las cosas en su sitio y llamarlas por su nombre. Un hecho capital se impone a la conciencia. Nadie negará la evidencia de que la unidad política o espiritual de Europa no se ha podido realizar porque, incluso en las oportunidades históricas más favorables, la voluntad europea chocó frontalmente con las barreras, hasta ahora infranqueables, de dos enemigos ideales más poderosos que ella: el ideal del mundo y el ideal de la nación, o sea, el humanismo renacentista y el nacionalismo romántico.

La grandiosidad moral del primero (Erasmo, Kant, presidente Wilson) abortó el nacimiento del patriotismo europeo en aras del cosmopolitismo. Los ciudadanos del mundo, para sentirse como tales, no necesitan transitar por la ciudadanía europea. Todo el pensamiento utópico saltó en el vacío, desde lo local que condenaba a lo universal que soñaba. El camino hacia la paz perpetua no tiene necesidad de estación europea. Mientras que la unidad política de Europa no sea imaginada como garantía de la paz mundial, el cosmopolitismo será su enemigo en la esfera del pensamiento y de la ética. ¿Para qué crear un rival de EE UU que cree nuevos conflictos? ¿No es mejor regenerar el Imperio mediante un movimiento mundial, ya iniciado, que introduzca el humanismo-humanitarista en la globalización? ¿No se han manifestado también las masas, en Salónica, contra la UE?

El segundo enemigo de Europa, el nacionalismo, tiene mayor potencia operativa que el cosmopolitismo porque está encarnado en los propios gobiernos de la UE. El «alma nacional» y el «espíritu del pueblo» (que una Europa sin cuerpo unido no puede tener), fueron creaciones políticas de la filosofía romántica y del historicismo cultural que condujeron a las dos guerras mundiales. Y desde entonces, los países europeos no han cambiado de sentimientos nacionales en el mismo sentido ni al mismo ritmo. La posición ante Estados Unidos, a propósito de la guerra de Iraq, ha marcado las profundas diferencias que separan al centro de la periferia.

Los Estados de Europa Central (Francia, Alemania, Benelux), superando egoísmos y temores tradicionales, se han inclinado hacia la independencia exterior de la UE, donde aspiran a ser potencias hegemónicas. Los Estados periféricos (Reino Unido, España, Portugal, Italia, Polonia, Lituania, etcétera), encantados de jugar un papel subalterno en los asuntos mundiales, ponen su seguridad en manos de la jefatura prebendaria de un Imperio, antes que confiarla a la independencia de una Europa unida, bajo la hegemonía franco-alemana entre Estados iguales. Como el cosmopolita Voltaire ante el golpe absolutista de Maupeou (1771), prefieren ser cola de león imperial que cabeza de par «entre ratas de su misma especie».

*Publicado en el diario La Razón el lunes del 30 de junio de 2003.

Preámbulo ridículo

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La Constitución de EEUU.

Al poner un Preámbulo al texto constitucional, la Convención que redactó el proyecto de Constitución de la UE ha dado un paso equivocado. Lo mejor que pueden hacer los Gobiernos es suprimirlo por completo. No porque su contenido declarativo sea polémico, incompleto y erróneo, como efectivamente lo es desde cualquier posición cultural que se lo examine, sino porque además de innecesario, es contraproducente. Crea un problema donde no lo hay.

Las Constituciones no necesitan estar precedidas de declaraciones de principios ideológicos, históricos, científicos o culturales que, por su propia naturaleza, están excluidos del ámbito de las determinaciones normativas emanables de una libertad constituyente. Civilización greco-romana, costumbres germánico-eslavas, religión católica, feudalismo, Estados de los Príncipes, cristianismo, colonización de otros mundos, Naciones de los pueblos, filosofía, ciencia, arte, técnica, mercado, comunicaciones, guerras, revoluciones, restauraciones, libertades, represiones, miedos colectivos e ilusiones sociales son elementos que, en mayor o menor medida, han formado o conformado el actual espíritu europeo. Una síntesis histórica que ni siquiera la libertad constituyente, no digamos este ridículo Preámbulo, puede definir o alterar.

Ante tal evidencia, que ninguna persona culta puede desconocer, no se comprende por qué los redactores de textos constitucionales continúan creyéndose obligados a presidirlos con declaraciones de principios universales o exposiciones de motivos solemnes, sin valor preceptivo y sin utilidad para la aplicación de las normas constitucionales. La única explicación posible está en la imitación servil de dos antecedentes históricos. Una imitación basada en la ignorancia de las razones singulares que justificaron la inclusión de la Declaración de Independencia en la segunda Constitución de los EE UU y la de los Derechos del hombre en la primera Constitución francesa.

La Constitución de los 13 Estados confederados, la parlamentaria de 1777, y la Constitución de los EE UU, la federal-presidencialista de 1787, no incluyeron declaración alguna de principios universales. El pueblo aprobó el desnudo texto normativo que se sometió a votación. Pero una vez ratificado, los padres de la patria quisieron honrarlo y legitimarlo, en el acto de su publicación, con la inclusión previa de la Declaración de Independencia de 4 de julio de 1776, la bandera de los derechos naturales que enroló a los colonos en la guerra victoriosa contra Gran Bretaña.

En el caso francés, antes de entrar en el debate de los preceptos constitucionales, La Fayette propuso a la Asamblea una declaración de los derechos naturales del individuo semejante a la americana. Su proyecto fue rechazado en virtud de la distinta causa y la diferente finalidad de las dos revoluciones. Malouet vio allí una sociedad de iguales que podía tomar al hombre en el seno de la naturaleza para declarar la igualdad de derechos, y aquí, una sociedad de desiguales que debía marcar los justos límites de la libertad natural. Para eludir la circunstancia histórica, Sieyès propuso unas premisas generales de las que se deducirían lógicamente los preceptos particulares de la Constitución. Ese modo metafísico de extraer de la razón abstracta la concreta ordenación de una Monarquía constitucional, tuvo que suspenderse el 26 de agosto ante la urgencia de organizar los poderes del Estado. Pero las máximas aprobadas hasta entonces se incorporaron a la Constitución como Declaración (incompleta) de derechos del hombre.

La Constitución de la UE no trae su causa de acontecimiento alguno que le haya dado una independencia que honorar, y es irrisorio pensar que sus preceptos sean consecuencias lógicas de unos principios universales de orden moral. Nada justifica, salvo la ignorancia, que el texto normativo esté precedido de un pedante Preámbulo, declarativo de no se sabe qué.

*Publicado en el diario La Razón el 26 de junio de 2003.

Constitución de Europa

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Constitución de EEUU.

Todo lo que no es producido por la libertad política de los pueblos nace marcado con signos de servidumbre. Se comprende que algo tan difícil de lograr como la unidad política de Europa, en un conjunto de poblaciones dominadas por sentimiento nacionalistas y egoísmos de los Estados, haya tenido que ser iniciado con procesos estatales de unificación de la economía y la legislación civil. Se comprende que los agentes exclusivos de esta unificación previa del mercado y del estatuto de las personas hayan tenido que ser los Estados. Pese a la lentitud del proceso y a las injusticias que necesariamente produce el consenso transaccional entre poderosos, se debe reconocer que la creación del Mercado Común, el euro y la legislación comunitaria ha sido un éxito.

El error comienza cuando se olvida que el método del paso a paso y del consenso de los Estados solo pretendía conducir a la población europea a una situación de homogeneidad económica y civil que le permitiera dar el salto cualitativo hacia su unidad política. Ninguno de los fundadores del camino de la integración económica europea pensó que la meta última, los Estados Unidos de Europa (como decía Jean Monet), pudiera ser alcanzada con el mismo método del consenso de los Gobiernos. Para que el producto final fuera independiente y democrático, en algún momento el protagonismo de los Estados debía ceder el paso al de los ciudadanos, es decir, a la libertad política constituyente.

Ese cambio de método todavía no se ha producido ni hay visos de que se produzca en el futuro. Eso ocurre con frecuencia. La insistencia en el método que ha conducido al triunfo en una batalla particular suele acarrear la pérdida de la guerra. El proyecto de Constitución de la UE, sometido a la decisión de los Gobiernos de los 25 Estados miembros, no ha sido elaborado en un procedimiento democrático, ni su contenido está regido por la regla de la democracia formal. Su texto tampoco se propone la Constitución de los Estados Unidos de Europa. En el mejor de los casos constituye lo ya constituido.

La regla de la unanimidad en materia de Seguridad y Defensa, el veto de cualquiera de los Estados miembros, hace imposible el nacimiento de cualquier forma de Estado Europeo (asociado, confederado, federado) que afirme su independencia y personalidad en la política mundial. Con esta carencia fundamental, la disputa por el número de votos de cada Estado en el Consejo de Ministros resulta intrascendente. Todos quieren formar minorías de bloqueo. Nadie, mayorías de acción independiente.

La ratificación por los ciudadanos de la Constitución que aprueben los Gobiernos, su legitimación popular, no la hará democrática si su contenido normativo no es democrático. En teoría es posible que una dictadura o una oligarquía sean las fuerzas constituyentes de una Constitución democrática que las elimine. Pero es imposible que la soberanía popular haga democrática, por el simple hecho de aprobarla, una Constitución que no esté presidida, sin excepciones, por la regla de mayorías y minorías. Donde hay regla de unanimidad, sea en materia de familia, seguridad social o política internacional, no habrá democracia ni Europa independiente. Y el superministro de Asuntos Exteriores seguirá siendo un enano político.

La población europea es hoy más homogénea que la de EE UU, cuando dejó de ser una Confederación parlamentaria de 13 Estados y aprobó la Constitución presidencial y democrática promovida por Hamilton, Madison y Jay desde «El Federalista». Más de tres cuartos de siglo después, los candidatos a la Presidencia aún hacían su campaña electoral en 16 idiomas diferentes, entre una docena de creencias religiosas. Lincoln presidió un Estado sin Banco Central, un dólar dependiente de la libra esterlina, una estructura social en el Norte incompatible con la del Sur y una cultura moral dividida entre el liberalismo humanista y el patriarcado señorial.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 23 de junio de 2003.

Cierta idea de Europa

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Políticos y gobernantes de la desunión de Europa dicen tener «una cierta idea de Europa». Quienes creen que la están uniendo confiesan pues que no tienen «una idea cierta de Europa». Tener cierta idea de algo es una incertidumbre de la imaginación o una vaga noticia de aquello que no se ha examinado o experimentado directamente. Nadie que diga tener una cierta idea de Europa, como yo podría decirlo por ejemplo de la nación árabe, puede comunicar a otros la imagen sensible o el concepto intelectual que la preside. Así es de incierta la opinión pública de los países europeos respecto de Europa. No sabe lo que esta idea ha podido ser en el pasado, lo que representa en el presente ni, en consecuencia, lo que será en el futuro.

Un excelente historiador alemán, Gollwitzer, distingue entre la representación de Europa (Europabild) y el concepto de Europa (Europagedanke). Aunque no sea científica, pues en la imagen de toda empresa política subyace un concepto intelectual del propósito que la guía, sin embargo tal distinción tiene una gran utilidad metódica para separar, en la Historia de la idea de Europa, lo que debemos a los hombres de acción política y a los hombres de pensamiento especulativo. Por grandes que hayan sido éstos, su influencia en la formación de la idea de Europa ha sido mucho menor que la de aquellos. Napoleón ha trascendido más que Kant.

De otro lado, por interesante que sea el conocimiento de las acciones europeas emprendidas por los monarcas de la cristiandad o del «Ancien Régime» (Carlomagno, Carlos V, Podiebrad de Bohemia), y aunque la posibilidad de una Europa dinástica estuvo al alcance de Luis XIV cuando sentó en el trono de España a su sobrino Felipe V, lo que nos importa conocer a los europeos actuales son las ideas de Europa que se intentaron realizar a partir de la Revolución Francesa y las causas de sus fracasos. Necesitamos saber si la Europa de la UE es algo inédito que puede ser logrado paso a paso, o si arrastra alguno de los lastres o errores de las distintas Europas que antes, pudiendo ser, no se realizaron.

Por imaginativo y práctico que fuera el talento de Jean Monet, sus planes unitarios de la comunidad europea occidental no se aplicaron a un solar cultural, baldío de prejuicios y sentimientos políticos, sobre el que pudiera edificarse de nueva planta una parte sustancial de Europa. No contemplaron la posibilidad histórica de que los rusos y demás pueblos del este europeo dejaran de ser soviéticos antes de que Europa Occidental realizara su unidad política. Este hecho decisivo hace imposible que una UE sin Rusia sea o pueda ser la representación política de Europa.

Si Francia, Bélgica, Alemania y Rusia adoptan una posición antagónica a la del Reino Unido, España y Polonia, en cuestión tan importante como la de Iraq; si la globalización del mercado, perseguida por los 7 países más ricos, se antepone a la unificación de todo el europeo; si los Estados buscan seguridad nacional absoluta o dominación hegemónica, mientras sus poblaciones quieren la paz en la igualdad internacional; resulta evidente que Europa, aunque 25 de sus miembros se doten de una Constitución administrativa, permanecerá políticamente dividida, sin idea cierta de ella misma y sin papel a jugar con dignidad en el mundo.

La guerra de Iraq ha sonado como desagradable aldabonazo en las cerradas puertas de la conciencia europea. Dada la ignorancia general de gobernantes y gobernados respecto de las ideas ciertas de Europa que han jalonado los caminos de su historia moderna, resulta chocante que los medios de comunicación no dediquen espacios adecuados a este tema capital, en vísperas de la Constitución de la UE, para que la reflexión sobre las causas de los fracasos anteriores humanice y democratice unos saberes eurocráticos, que hasta ahora circulan al margen de la sabiduría política y de los sentimientos populares.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 19 de junio de 2003.

Europa de la libertad

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El rey Luis XVI de Francia.

Ningún otro momento de la humanidad había sido más lúcido ni más hermoso. Nada lo ha igualado después. Aquel acontecimiento, conmovedor de la historia europea, no parecía obra de los hombres. Poblaciones enteras, con idiomas diferentes, religiones distintas, historias particulares, pensamientos universales y acciones locales, se encontraron transportadas de repente, por una ola de entusiasmo, a la cima de una sola espiritualidad política y se descubrieron como iguales en la libertad.

Desde esa cumbre sentimental, despejada de ideas brumosas que ofuscaran el juicio de su natural sencillez, los pueblos europeos vieron donde se escondía la matriz de su desdichado pasado y por dónde se iniciaba el camino del venturoso porvenir. Al comprender la causa ajena de su servidumbre, se liberaron de ella, confraternizaron y se federaron. El acontecimiento llenó de esperanza los hogares europeos, y de espanto las Cortes de los Monarcas. La idea clara surgió el 12 de julio de 1791 y se derogó el 18 de Brumario de 1799. La Europa sentida como patria de la libertad se estuvo realizando durante 8 años, 4 meses y 6 días.

La buena nueva empezó cuando Luis XVI ratificó el texto de la primera Constitución europea: «La Nación francesa renuncia a emprender guerra alguna para hacer conquistas y no empleará sus fuerzas contra la libertad de pueblo alguno». Tan pronto como se divulgó esta «declaración de paz al mundo», garantizada con el Decreto de «acordar fraternidad y socorro a todos los pueblos que quieran recobrar su libertad, encargando al poder ejecutivo dar a los generales las órdenes necesarias para socorrerlos y defender a los ciudadanos que sean vejados por causa de la libertad», todas las poblaciones europeas quisieron ser francesas.

Los habitantes del enclave papal de Avignon piden, los primeros, la anexión. Los Reyes preparan la guerra contra Francia. Brisot cursa instrucciones al cuerpo diplomático: «Decid a las potencias extranjeras que nosotros respetaremos sus leyes y constituciones, pero queremos que la nuestra sea respetada. Decidles que, si los Príncipes de Alemania continúan favoreciendo los preparativos contra Francia, nosotros llevaremos a sus casas no hierro y fuego, sino libertad». Declarada la guerra preventiva al Rey de Bohemia y Hungría, piden la anexión a Francia, en plebiscitos, manifestaciones y asambleas, todos los pueblos que la circundan (Saboya, Niza, Lieja, Bélgica, Renania). El pánico invade las Cortes. La patria estaba en los espacios ganados para la libertad. Con la victoria de Valmy nació el patriotismo europeo.

En casi toda Europa se constituyen sociedades y grupos de patriotas de Francia. Incluso en Inglaterra, a juicio de Burke, una cuarta parte de la clase política se afrancesa. En Italia pululan agrupaciones filiales de la Revolución. El poeta Alfieri las canta. Polonia adopta el modelo constitucional francés. La Asamblea legislativa concede la ciudadanía a los símbolos humanos de la libertad (Priestley, Bentham, Klopstock, Schiller, Pestalozzi, Washington, Hamilton, Madison, Paine). La voz de Isnard expresa el momento estelar de la humanidad: «Digamos a Europa que si los gabinetes comprometen a los Reyes en una guerra contra los pueblos, nosotros comprometeremos a los pueblos en una guerra contra los tiranos».

La ola de patriotismo europeo crecía o decrecía al ritmo de las batallas. La traición de Dumouriez en Bélgica moderó el entusiasmo. Las victorias de Moreau en Alemania y de Bonaparte en Italia lo llevaron al delirio. Repúblicas hermanas en Batavia (Holanda), Helvecia (Suiza), Italia del norte, Liguria, Roma. El Directorio, que había hecho de los ideales revolucionarios un expediente y de los generales en misión unos recaudadores, preparó el 18 de brumario, la dictadura europea de Napoleón. La Europa de la libertad acabó. Pero existió. ¿Puede crear patriotismo europeo la Constitución administrativa y mercantil de Giscard?

*Publicado en el diario La Razón el lunes 16 de junio de 2003.

Tumba lituana de Europa

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Vilna, la capital de Lituania.

En Vilna se ha honorado la triste historia de la Gran Armada. Allí se ha descubierto un yacimiento de 20.000 cadáveres de soldados europeos enterrados hace 191 años. Lituania y Francia se han unido en la memoria de aquella empresa antieuropea. La UE tenía que haber presidido la ceremonia fúnebre. La mitad de aquel formidable ejército de Napoleón, que en 1812 franqueó el Niémen para conquistar Moscú, estaba compuesta de soldados y oficiales alemanes, austríacos, prusianos, polacos, suizos, italianos, balcánicos, españoles y portugueses.

La concentración de tantos cadáveres en un espacio tan reducido indica que la mayoría de las bajas de aquel ejército de 600 mil hombres no la produjo la enfermedad o la congelación, como ha establecido la legendaria derrota de Napoleón por el «General Frío». Este descubrimiento viene a confirmar la tesis del historiador soviético Eugenio Tarlé. El desastre de la retirada de la «Grande Armée» lo causó, en tierras rusas y bálticas, la sublevación popular del incipiente nacionalismo y, en tierras germánicas, la coalición de ejércitos enemigos. Derrota que se tapó con el inocente manto de la nieve, para mantener intacto el mito de que Napoleón era invencible en campo de batalla. Hasta que se desvaneció en Waterloo.

A partir de este macabro hallazgo, Lituania puede construir la historia de su lucha por la independencia nacional al modo de España. Que ya no estaría sola en lo que el ministro del Foreign Office, Canning, consideró la muestra de «un patriotismo, una obstinación, un celo y una perseverancia superior a todo lo que habían ofrecido hasta entonces los otros pueblos de Europa». Aunque la resistencia lituana tuvo que ser más astuta y más feroz que la española, si pudo sorprender al mejor ejército del mundo y perpetrar tal masacre en un cuerpo invasor que se estaba retirando.

La noticia del enterramiento de tantos europeos juntos, por una causa que no era la suya, me ha recordado a Iván Karamazov cuando partía hacia Europa: ¿Sé bien que voy a un cementerio, pero al más querido de todos los cementerios! Porque lo que murió en Moscú y se enterró en Lituania era nada menos que el patriotismo europeo de la libertad. La Revolución francesa lo trajo al mundo y la ambición personal de Napoleón lo yuguló cuando aún era infante. El genio de las batallas no invadió Rusia con un propósito francés o europeo. El bastardo motivo de su temeraria expedición se lo confesó a Las Casas el 6 de noviembre de 1815: «Necesitaba vencer en Moscú porque Rusia todavía posee la rara ventaja de tener un gobierno civilizado y pueblos bárbaros».

Si el propósito de Napoleón hubiese sido hacer de Europa, como dijo en el Memorial de Santa Helena, «un solo y mismo cuerpo de nación» o «una confederación de los grandes pueblos», no habría roto la paz de Tilsit (1807) con el Zar, que le permitió crear el Gran Ducado de Varsovia a costa de Prusia y la antigua Lituania. Europa era demasiado pequeña para el espíritu de conquista de quien soñó la dominación de Asia a partir de San Juan de Acre, de África, a partir de Egipto, y de América, a partir de Canadá y Nueva York. Su paranoia «bushiana» consta en el Memorial.

No fue Bonaparte quien ideó una nueva Europa de los pueblos que sustituyera a la de los Reyes. Fue la Europa revolucionaria de la libertad la que, engañada por el Cónsul de Francia, lo hizo Emperador del continente. Tan anterior y superior era el espíritu europeo a los quince años de dominio de Napoleón, que hasta sus cuatro vencedores tuvieron que enviar plenipotenciarios al Congreso de Châtillon para «tratar la paz con Francia en nombre de Europa» (Protocolo de 5/2/1814).

La pequeña Lituania enterró la posibilidad de independencia de una Europa uniformada por Napoleón. Si quiere, puede volver a sepultar mañana cualquier otra veleidad independentista de la Europa mercantil de los 25. Bastará que use su derecho de veto.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 12 de junio de 2003.

Espíritu de San Petersburgo

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San Petersburgo (Rusia).

El tercer centenario de esta imposible ciudad francesa lo está celebrando todo el mundo industrializado como si la acabase de construir Pedro el Grande. La «intelligentzia» rusa ha sentido la necesidad de impulsar y actualizar el simbolismo cultural europeo y la voluntad política europea de la epopeya zarista de San Petersburgo. La inmensa Rusia, liberada del despotismo de sus invasores mongoles y tártaros, quiso hacer patente a comienzos del XVIII, como hizo el Reino de España después de la Reconquista, que el único destino de un pueblo cristiano estaba en Europa. San Petersburgo devuelve ahora a toda la nación rusa, una vez liberada del despotismo colectivista, el sueño europeo que la concibió y construyó.

El profundo mensaje de San Petersburgo lo sintió Dostoievsky al pisar suelo europeo en Dresde y contemplar el cuadro de Claude Loraine, «La edad de oro». Lo relata en «El Adolescente». Soñó que un sol cercano a su ocaso iluminaba todavía el primer día de humanidad europea. Un sueño sin el que los pueblos no quieren vivir ni pueden morir. Lo despertó un triste doblar de campanas por Europa. Sabía que el viejo mundo europeo pasaría, pero un representante del alto pensamiento ruso, como él, no lo podía admitir. Y se vio a sí mismo siendo el único europeo en Europa. Un francés puede servir la humanidad permaneciendo francés. Lo mismo le sucede a un alemán o un inglés. Pero solo un ruso ha recibido la facultad de ser más ruso cuanto más europeo llegue a ser. «Esa es la esencia de la distinción nacional que nos separa de los demás pueblos».

Se conocen las razones estratégicas (militares y comerciales) de la construcción de esa ciudad en terrenos pantanosos que separaban Rusia del mar Báltico, pero ni esas utilidades ni el capricho de un rudo zar, fascinado como Fausto por la marítima Holanda, explican que se la dotara de tanta grandiosidad urbana, belleza arquitectónica y boato palaciego. La razón de San Petersburgo, de orden más espiritual que político, responde a la necesidad de distinción europea que atormentaba, y sigue atormentando, a la complejidad del alma eslava y occidental de Rusia.

La conmemoración de aquel milagro de civilización técnica y estética, realizado con modos bárbaros, despierta ahora, con libertades ciudadanas, la conciencia occidental de que Rusia ya no es, para los rusos y los demás europeos, el problema que se suponía irresoluble en el equilibrio de los Estados nacionales, sino precisamente la solución cultural que puede resolver la difícil cuestión de la unidad de Europa. Lo decisivo no es la forma política de buscarla, sino el modo cultural de lograrla y asegurarla.
La llamada «edad de oro» de Brézhnev, alcanzada por los rusos con los groseros vicios del despotismo, no es desde luego la que vislumbró Dostoievsky, con las virtudes del humanismo europeo, en el paisaje dorado de Claude Loraine. Pero tampoco los alemanes y los italianos de hoy son la escoria moral de las tiranías que los degradaron. Y tan anacrónico sería esperar que la libertad de costumbres vuelva a generar la contradictoria psicología del pueblo ruso, la que nos dio a conocer su gran literatura, como identificar a los españoles actuales con los caracteres y comportamientos descritos por nuestro gran Pérez Galdós.

A pesar de la profunda mutación del modo tradicional de ser ruso, realizada durante sesenta y siete años de sovietismo, los sueños de grandeza espiritual que motivaron el triunfo de la locura sobre la naturaleza en San Petersburgo, continuaron en los proyectos tecnológicos de la arquitectonia y la ingeniería revolucionarias para hacer de Moscú la urbe futurista de la Tercera Roma, y de Novosibirsk la libre ciudad de los sabios. La esperanza de alcanzar algún día la independencia de los Estados Unidos de Europa, ante los de América, sólo podrá ser realizada cuando el espíritu de San Petersburgo se incorpore a la materia económica y burocrática de la UE.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 5 de junio de 2003.

El Vaticano protesta

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El Vaticano.

El proyecto de Constitución de Europa contiene declaraciones no normativas sobre elementos histórico-culturales que, según la Convención presidida por Giscard, conformaron el espíritu europeo y los criterios políticos que crearon la UE. La inclusión de enunciados parciales, que no son materia constituyente, dará lugar a confusas polémicas demagógicas sobre asuntos que sólo deben ser establecidos por la real historia de los hechos y la imparcialidad de las ciencias sociales.

Tiene plena razón el Vaticano. Es ofensivo a la verdad que el Preámbulo de la Constitución hable de «herencias religiosas» en lugar del cristianismo. Sobre todo porque el legado greco-romano, al que también se refiere, ha llegado hasta nosotros, salvo la ciencia, a través de su absorción por el cristianismo primero y por las Iglesias (ortodoxa, católica, reformadas) después. Pasa lo mismo con la mención a la filosofía de las Luces, sin incluir al marxismo. El socialismo ha sido un factor tan importante como el cristiano en la concreción de la «justicia social» existente, y el primer impulso hacia la unidad europea, el Plan Marshall, no discriminó inicialmente entre la Europa occidental y la socialista. Un hecho éste que la propaganda de la guerra fría borró de la historia y que la Constitución de Europa no puede ignorar sin caer en el ridículo de las falsedades solemnes.

El general Marshall, destinado en China para contener el comunismo en Asia, llegó al convencimiento de que tal objetivo estaba irremisiblemente perdido. En enero de 1947 fue nombrado secretario del Departamento de Estado para que hiciera posible en Europa lo que había sido imposible en China. El 5 de junio de 1947 expuso su Plan en la histórica conferencia de Harvard. La idea básica partía de un error ideológico (la miseria engendra comunismo) y de tres datos empíricos: 1°. Toda Europa, incluida la URSS, estaba destruida y arruinada. 2°. Sólo EE UU, enriquecido por la guerra, podía ayudar a reconstruirla y restablecer su industria y su mercado. 3°. Una gran inversión de capital y tecnología industrial en toda Europa era la mejor arma para activar la economía norteamericana y combatir el paro.

Stalin rechazó la ayuda ofrecida a la URSS y las democracias populares. En consecuencia, el Plan se limitó a Europa occidental, salvo la Península ibérica. Por motivos de racionalidad económica y coordinación administrativa, Marshall puso como condición previa que, para recibir la ayuda, todos los Estados beneficiarios debían concertarse entre sí creando organismos unitarios. La unidad europea la impuso EE UU.

Pero en febrero de 1948 se produjo el golpe comunista de Checoslovaquia. Y el Plan Marshall, puesto en marcha en abril, superpuso a su objetivo económico (presuponía la unidad e independencia de Europa occidental) la contención de la URSS (implicaba la división y dependencia de los Estados beneficiarios). La propuesta de Bidault, en julio del 48, de una asamblea europea con poderes supranacionales, la transformó Gran Bretaña en una delegación de ministros, el Consejo de Europa, con una asamblea consultiva.

La reivindicación del Sarre por la República Federal, creada en septiembre de 1949, motivó que el Plan Schuman resolviera el conflicto creando un órgano de unidad europea, con poder supranacional, en el sector del carbón y el acero (CECA). Este método fracasó en materia de Defensa. EE UU y el Reino Unido favorecieron en cuestiones internas la unidad que no toleraban en temas militares y exteriores. El Tratado de Roma tuvo que dar un paso atrás en poderes supranacionales para que se aprobara el Mercado Común. La UE está marcada por este origen. El preámbulo de su Constitución solo debería exponer los motivos de que, por el derecho a veto de cada miembro (Malta por ejemplo), Europa tenga que depender de EE UU en política exterior y no dotarse de un ejército común.

*Publicado en el diario La Razón el 2 de junio de 2003.

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