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Europa como ausencia

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El Rapto de Europa, de Tiziano.

Lo que comenzó como mito griego y realidad fenicia, Europa, continúa siendo, treinta y cinco siglos después, mito político y realidad económica. Aquí parece confirmarse el pensamiento más antiguo: «De donde las cosas sacan su origen, allí también irán a aniquilarse». Heidegger partió de esta sentencia de Anaximandro para preguntarse si la civilización estaba en el crepúsculo de una noche anunciadora de otro alba, más allá de Occidente y Oriente, en el que Europa comenzaría la historia por venir. Pero la UE ejemplariza en sentido contrario el significado de esa sentencia. La ideología de Europa se originó como orientación, en el comercio púnico por el Mediterráneo, y se desvanece hoy en el mercado único de la globalización atlántica. La acción de Europa, su razón de ser, muere siempre que está a punto de nacer.

¿Ha llegado tarde a su cita con la historia universal? ¿No hay lugar para ella, en un mundo gobernado por el club de los 8 Estados nacionales más ricos? ¿Se ha independizado la economía mundial de la política? ¿Hace vacua la transnacionalidad en grandes empresas a la multinacionalidad en grandes Estados? ¿Se ha transformado la disuasión militar en instrumento decisivo de la dominación mercantil? ¿Se ha convertido el armamento más destructivo en el argumento moral de la civilización tecnológica? ¿Retornamos con la postmodernidad a los fundamentos del Imperio romano o a los de Cartago?

Éstas son, a mi modo de ver el mundo, las cuestiones que debe afrontar el pensamiento europeo. Las interesantes reflexiones sobre Europa de Renan, Nietzsche, Burckhardt, Dostoievsky, Kierkegaard, Tolstoi, Sorel, Romain Rolland, Thomas Mann, Jaspers, Valery, Ortega, Eliot, Hazard, Benda, Reynol, Díez del Corral, Siegfried y tantos otros talentos, han de ser revisadas y actualizadas a la luz de los acontecimientos posteriores. La decadencia de Occidente (Spengler, Toynbee) la desmiente EEUU.

La revisión de la idea europea ha de iniciarse en su origen. Pues la enseñanza transmitida por los buscadores de Europa, tras su rapto por los cretenses, no es la de una desgracia familiar que dejó vacía de vida espiritual las tierras de Canaan, sino la de una solución cívica que debía de construirse en Poniente, contra la piratería terrorista, para garantizar la paz en el Mediterráneo. El mito de Europa se realizó con la colonización fenicia de Occidente, desde el Helesponto a las columnas de Hércules. Y después de aquella empresa colonizadora, las acciones europeas no han cesado de crear civilizaciones universales, sin encontrar patria en Europa.

Este despliegue de acciones europeas, sin agotarse en ninguna de ellas, ha constituido el ser y la identidad de Europa. La síntesis greco-romana y hebraico-cristiana explica la religión occidental, pero no completa la definición de Europa. Gleba, Burgos, Estados nacionales y Soberanía de los Príncipes no salen de esa síntesis espiritual. Grecia, Roma, Cristiandad, Renacimiento, Reforma, Contra-reforma, Revolución, Contra-revolución, Romanticismo, Nacionalismo, Racismo, Totalitarismo, Filosofía, Ciencia, Técnica, Arte, Industrialización, Liberalismo y Socialismo han sido genuinos fenómenos europeos, pero ninguno de ellos acción de Europa. La unidad en la diversidad o pluralidad no la distingue del resto del mundo.

El mito del rapto de Europa no responde a un hecho real, pero hace comprender de modo maravilloso la idea de Europa como ausencia. Noción que implica la de posibilidad y necesidad histórica de su presencia. El mito es más fácil de aceptar ahora que en el propio mundo griego. No porque pueblos extra-europeos hayan comprado, robado o imitado las invenciones que hicieron dueñas del mundo a las potencias europeas (Díez del Corral), eso no conlleva ausencia, sino porque la absoluta falta de justicia internacional y su remedio se comprenden de golpe con la elocuente metáfora del secuestro de Europa por EEUU.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 11 de agosto de 2003.

Amor de Francia a EEUU

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El marqués de La Fayette.

La diplomacia disimula el grave deterioro de las relaciones de EE UU con Francia. Pero la realidad es indisimulable. Por diferir de su estrategia para eliminar a Sadam, el imperialismo de Bush trata a Francia con el insolente desprecio que la ambición atlántica de Napoleón manifestó hacia EEUU. Además de faltar a la verdad y desconsiderar al jefe del Estado galo, la Administración Bush ha atentado contra uno de los sentimientos más fuertes que la historia fraguó en el pueblo francés: su admiración, simpatía, gratitud y amistad, casi amor platónico, al pueblo norteamericano.

Este sentimiento comenzó en el momento mismo de la guerra de Independencia de las colonias americanas contra el Imperio Británico. Lo simbolizó el general La Fayette. En la posterior Revolución francesa, un grupo de la Asamblea Constituyente propuso copiar el modelo americano. La admiración se extendió a todas las clases sociales en noviembre de 1917, con la llegada de dos millones de soldados americanos para doblegar el imperialismo alemán en la guerra europea. La simpatía popular cristalizó en junio de 1944, con el desembarco en Normandía. Es tan profunda que no la alteran las emociones nacidas de divergencias políticas. Si la segunda patria de todo ciudadano de la libertad era Francia, la del francés es EE UU.

La campaña de falsedades de la Administración Bush ha repercutido de modo considerable en el consumo de productos franceses, en los viajes de turistas norteamericanos a Francia y en la contratación de sus empresas en los mercados dominados por EEUU. Me he preguntado por qué la respuesta del Gobierno francés ha sido tan débil como incoherente. En lugar de combatir las mentiras con la desnuda verdad de los hechos, que son de orden moral, ha preferido la propaganda de los atractivos materiales de Francia. Pese a la simpatía del público americano por el actor Woody Allen, no me parece digno ni eficaz que Francia acuda a su imagen para pregonar los tópicos de amor y arte en París, a fin de paliar los daños.

Si el agradecimiento a la emocionante generosidad que salvó de la muerte o la esclavitud en el pasado llega al extremo de anteponerse a las pasiones de verdad y justicia, que son compatibles con la generosidad del perdón a futuras acciones dañinas del salvador, entonces tal gratitud, al suprimir la libertad de pensamiento y la justa ponderación del mal sufrido, conduce a la docilidad de la servidumbre doméstica. La moderación de la reacción francesa ante los desmanes de Bush indica que Francia no tiene que perdonarlos porque la incondicionalidad de su gratitud los tolera.

Un español puede ver mejor que un francés, y que cualquier otro pueblo de Europa occidental, la índole intolerable de la humillación de Francia en la crisis de Iraq. Fuimos los primeros europeos a quien EEUU hizo la guerra (1898) y los únicos, a este lado del Atlántico, en sufrir la experiencia de una dictadura que se prolongó en virtud del apoyo de sus gobiernos. La privación de una fase de libertad constituyente después de Franco también la debemos, en gran parte, a la intromisión de Kissinger en nuestros asuntos internos. No tenemos motivo de gratitud, y sí de antipatía, al imperialismo norteamericano. Lo que no impide admirar al pueblo que inventó la democracia representativa y la gestión moderna de la sociedad industrial.

Wilson declaró la guerra a Alemania porque consideró terrorismo de Estado el hundimiento del «Lusitania» por un submarino, y «porque el derecho es más precioso que la paz». El desfile de las tropas americanas en París produjo la mayor emoción de gratitud que ha conocido Francia. Superior incluso a la de su liberación en la siguiente guerra mundial. Jean Albert-Sorel lo dijo en 1958: «EE UU y Francia vivieron entonces horas de grandeza cuyo recuerdo no debe borrarse a ningún lado del Atlántico, sea cual sea la circunstancia en que se encuentren los dos pueblos».

*Publicado en el diario La Razón el jueves 7 de agosto de 2003.

Seguridad versus libertad

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Benjamin Franklin.

Los emigrantes europeos que forjaron el carácter del pueblo estadounidense sacrificaron el instinto de seguridad al deseo de libertad. Abrazaron los riesgos de una aventura peligrosa con la esperanza de encontrar en ella la liberta moral y económica de la que carecían en sus países de origen. Dos fenómenos continuados de dilatación social determinaron la prevalencia de la libertad sobre la seguridad en los valores que engendraron a la nación estadounidense: la intensidad de una inmigración incesante y la movilidad de la frontera hacia el oeste.

En el momento de su independencia, el territorio de EEUU estaba poblado por quinientos mil indios, 700 mil esclavos negros y poco más de tres millones de colonos procedentes del norte protestante de Europa y ocupantes de la zona atlántica de Nueva Inglaterra y Nueva Holanda. La cultura media de sus ciudadanos era la mayor del mundo. Un siglo después contaba con casi cien millones de habitantes, con 25 millones de analfabetos. La arribada de inmigrantes empujó hasta el Pacífico la frontera entre la civilización occidental y la naturaleza virgen. Si la independencia dio libertad política a los comerciantes del este y a los caballeros del sur, la conquista del medio-oeste y del oeste hizo de la libertad de elección una segunda naturaleza de todo el pueblo norteamericano.

No es de extrañar, por ello, que las mejores expresiones de la primacía de la libertad sobre la seguridad provengan de las reflexiones filosóficas y las intuiciones poéticas de aquel «sueño americano», donde todos los blancos tenían la misma condición social y la misma oportunidad de éxito. Las palabras de Benjamin Franklin respondían a ese ideal: «Los que abandonan una libertad esencial por una seguridad mínima y temporal no merecen ni la libertad ni la seguridad». No se trataba de una cuestión de preferencia personal, ni de un amor al riesgo por el riesgo. Era la consecuencia política de la igualdad social. Donde las oportunidades son las mismas para todos, el valor supremo es la libertad. En la desigualdad de condiciones prevalece el deseo de seguridad.

El terrorismo internacional no es la causa determinante, sino el pretexto justificativo del sacrificio de las libertades a la seguridad, tanto en política represiva interior como en política agresiva exterior. La guerra del Golfo no la provocó el terrorismo. Para obviar el tema de los intereses materiales que hoy dictan la ley internacional, se propaga la opinión superficial de que la raíz del conflicto de la libertad con la seguridad está en el ideario del partido republicano estadounidense.

Las ideas políticas siguen el camino de los instintos primarios. La preocupación por la seguridad, una constante en todos los mamíferos, no la crea la visión del peligro, sino la previsión de los riesgos. Si ésta es errónea por defecto, la libertad se desenvuelve en el terreno de la irresponsabilidad. Si lo es por exceso, el deseo de seguridad se convierte en un sentimiento reaccionario contra la libertad. Esto es lo que sucede ahora. El terrorismo no amenaza las libertades públicas, sino las vidas privadas. La deformación del objetivo terrorista crea la reacción antidemocrática, al modo como la exageración del peligro comunista creó el «macarthysmo».

La naturaleza irreflexiva de las demandas de seguridad, si las situaciones no las requieren, la resaltó, precisamente en la época macarthysta, el candidato republicano a la presidencia, cuando la vieja guardia del partido le presionaba para que centrara su campaña electoral en la necesidad de seguridad interior y exterior. Su respuesta la dejó anonadada: «Si todo lo que los americanos desean es la seguridad, no tienen más que irse a prisión». Era la lógica sencilla de un buen republicano de Kansas que se hizo elegir presidente, con el nombre de Ike Eisenhower, cuando la guerra de Corea deterioraba la Administración demócrata de Truman.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 4 de agosto de 2003.

Etimología de Europa

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Como geografía está definida, como historia se está definiendo, como política está por definir y como palabra no se conoce con exactitud lo que Europa significa. Herodoto creía que ningún mortal lograría descubrir su sentido. Pero todo nombre mitológico deriva de alguna raíz lingüística que estuvo dotada en su génesis de algún significado semántico o fonético. A la mitología se recurre para suplir las lagunas de la investigación etimológica, que sigue avanzando con los métodos objetivos de la ciencia del lenguaje o con las intuiciones subjetivas propias del arte.

Aparte de la raíz céltica «wrab», que significa occidente, dos etimologías clásicas, la semítica y la griega, se disputan la paternidad de la voz Europa.

El origen fenicio de la mitología del rapto hizo creer a los enciclopedistas que Europa deriva de la palabra púnica «uroppa» («cara blanca»). Pero en 1932, el historiador rumano Jorga encontró en la voz semítica «Arib», paralela a «Ereb», el verdadero sentido del término Europa, en tanto que oscuridad del lugar donde el Sol se acuesta frente a la luminosidad de Asia, donde el Sol se levanta. El tenebroso Erebo designaría sin más, como Magreb o Algarve, el sombrío extremo occidente.

Homero emplea varias veces el compuesto «Euruopa» como epíteto de Zeus. El adjetivo «eurus» significa dilatado, ancho. El sustantivo «ops», mirada y, por extensión, cara. El dios Zeus es europeo porque ve lejos. La ninfa fenicia se llama Europa porque su mirada es dilatada y su cara bella. Pero esta sencillez etimológica se complicó cuando el poeta Robert Graves llamó la atención, en 1955, sobre dos hechos que habían pasado desapercibidos. Hera, la esposa de Zeus, portaba el título de «Europia» y el padre de Helen (estirpe de los helenos) era nada menos que Deucalion, el Noé de la mitología griega.

Lo primero podía pasar por una transferencia a Hera, seducida por Zeus transformado en cucú, del título de la Sacerdotisa lunar cabalgando sobre el toro solar, su víctima, puesto que la cara ancha de Europa era sinónimo de luna llena. Pero lo segundo era incompatible con la invasión fenicia de Creta, que es la base histórica del mito. Si el nombre cretense de Europa es Hellotis (misma raíz de sauce y Helena), si Deucalión se salvó del diluvio, con sus hijos, en el arca semilunar que le ordenó construir su padre Prometeo, Europa podría identificarse con el suelo irrigado (sauce) a Occidente que correspondió a Jafet, en la leyenda bíblica, al no ser exiliado al sur esclavo, como Cam, ni premiado con el jardín oriental, como Sem.

El éxito durante más de quince siglos de la tesis cristiana, la división tripartita del mundo entre los hijos de Noé, se explica por su paralelismo con la trifuncionalidad de los pueblos indoeuropeos. Hombres libres (Sem), soldados (Jafet) y esclavos (Cam). Europa correspondió a Jafet, cuya etimología también significa dilatado, latitud. Campanella interpretó el texto bíblico sobre la dilatación o expansión de Jafet a las tiendas de Sem como «dominación de Europa sobre el mundo árabe». Y Guillermo Postel (siglo XVI) propuso sustituir el nombre de Europa por el de Jafetia.

Las leyendas diluvianas de Noé y Deucalión, al que también una paloma anunció que podía salir del arca, justifican la tripartición desigual del mundo entre sus hijos por criterios de justicia basados en la conducta más o menos decorosa hacia el padre. Por ello, Dumézil considera que la leyenda del Génesis «está más próxima en todo caso de la india (Yayäti y sus hijos) que de la iraní (Ferïdün y sus hijos), pues como ella tiene un trino sólo entre un hijo reflexivo y dos hijos atolondrados, sino entre un hijo que honora a su padre y dos hijos que le faltan al respeto». Estos mitos encarnan la necesidad de sentimientos de culpa en los pueblos occidentales y de inocencia en los orientales. El rapto de Europa y la desnudez genital de Noé también tienen de común la impudicia.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 31 de julio de 2003.

Europa y Asia Menor

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Como si se tratara de una catástrofe ecológica provocada por la propia naturaleza, la guerra de Iraq ha sacado a las calles muchedumbres apasionadas de ira contra el destino árabe o de desolación por la inhumanidad de una potencia incontrolable por los hombres. La historia no había ofrecido antes un espectáculo semejante de movilización universal de la desesperación unida a la desesperanza.

El «No» del mundo gobernado a la guerra gobernante del mundo, sin posibilidad de ofrecer o de apoyar algún esbozo de poder alternativo que garantice un inédito orden mundial de paz, no ha constituido, sin embargo, una manifestación de ingenuo utopismo. Algún rescoldo de esperanza en las virtudes humanistas de la democracia sigue manteniendo en vilo el ánimo cosmopolita de los manifestantes, contra la insolución terrorista, los egoísmos nacionales y la indiferencia hedonista de la postmodernidad. Pero la ciudadanía del mundo impulsa un tipo de paz que, por su naturaleza sentimental, no puede imponer a los Estados ni al fanatismo religioso.

Por recóndito que sea el sitio donde se encuentre secuestrada, la conciencia de la necesidad de Europa como garantía de la paz, ha estado presente, como ausencia, en las mareas de protesta que anegaron las ciudades de la opulencia y la miseria. Sin postes de dirección en las encrucijadas de la historia, corresponde a los exploradores de la posibilidad de un equilibrio mundial sin terror la misión de buscarlo. Todo indica que en el continente de una Europa histórica están contenidos, sin rutas imperiales, los caminos de la paz y, lo que es aún más decisivo, las vías para llegar a garantizarla establemente.

Antes de rastrear un porvenir venturoso en las huellas de la historia querellante, las direcciones de sentido cultural deben buscarse en los mitos fundadores. No porque sean anteriores o causantes de la historia, sino porque bajo los cambios y mutaciones que producen las civilizaciones, nuevos mitos ideológicos recrean la función primordial de los primitivos. Y el mito griego del rapto de Europa aparece enlazado desde su origen al de Hermes, matador de Argus y liberador de la vaca Io, al que Zeus convirtió en el dios Thoth, para que diera leyes y letras a los egipcios, como a su amada Io en la diosa oriental Isis, para que intercediera con mente ilustrada entre los inmortales y los mortales. Occidente y Oriente se unen en esta mitología mediterránea.

En el poema «Idilio» del siglo II a.C., el poeta siciliano Moschos narra el rapto de Europa tal como lo ha visto representado en el arte gráfico anterior a los historiadores griegos. En la canasta de oro donde la virgen Europa recogía flores de la pradera (antes de ser raptada por el toro olímpico), el orfebre Hefaistos había esculpido otro mito: «Zeus roza dulcemente con su mano la vaca hija de Inacos (Io) a la que, cerca del Nilo de las siete bocas, transformó de nuevo de vaca cornuda en mujer. Allí estaba Hermes. A su lado yacía tendido Argus, ornado de ojos rebeldes al sueño y de cuya sangre roja surgía un pájaro orgulloso de su plumaje florido y multicolor».

El rapto de Europa en Asia, para hacerla madre de los hijos griegos de Zeus, vino a compensar el de la vaca Io que Hermes, tras liberarla del panoptes Argus, llevó desde Grecia a la desembocadura del Nilo para que Zeus la pusiera en la cima del firmamento alejandrino. El significado cultural de esta síntesis mitológica se opone a los belicosos mitos ideológicos que identificaron Europa con la cristiandad medieval y, hoy, con la veladura militar que la vincula al Atlántico Norte. En la mitología fundadora, los hijos de Europa reciben de Asia Menor las religiones hebraica, cristiana y musulmana, como los hijos del Nilo y Asia Menor, la razón griega y el pluralismo del multicolor plumaje salido de su sangre. Sin Rusia ni Turquía el mito de Europa carece de sentido funcional para la paz.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 28 de julio de 2003.

Rapto de Europa

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El Rapto de Europa, de Rubens.

Todos los mitos protohistóricos y todas las grandes religiones proceden de Asia. Las migraciones indoeuropeas, necesitadas de asentar en nuevos suelos el mundo de sus simbolizaciones, metieron partes de la razón en la fantasía para hacer de los mitos mitologías fundadoras y de las religiones, iglesias. La historia humana se independizó de la historia natural cuando las poblaciones, por causas no del todo conocidas, abandonaron sus nichos natales y colonizaron tierras ignotas. No se sabe por qué ley telúrica las migraciones marcharon de Oriente a Occidente, cuando lo natural hubiera sido buscar, en dirección a la levantada del Sol, las esperanzas de vida con los sustentos del día y, hacia el ocaso, el reposo de la tarde con los temores de la muerte.

Dos mitologías sistemáticas, la griega y la bíblica, justificaron la colonización de la península occidental de Asia por pueblos orientales. No trataré de la distribución por Noé de las tres partes del mundo entre sus hijos, dando a Jafet la misión de procrear esclavos en tierras occidentales. He preferido la belleza poética del mito griego. Mediante un rapto enseguida consentido, la virginal y blanca Europa fue llevada por el enamorado Zeus, transformado en toro, desde una pradera florida en la costa fenicia de Tiro a la isla de Creta, para «hacerla madre de nobles hijos (Minos) portadores, todos, de cetros», de civilización en lugar de barbarie.

El rapto consentido de Europa por América ha renovado dos veces el mito de la mirada occidental de la hija de Agénor. Primero, ante la barbarie soviética. Ahora, ante la terrorista islámica. El mito americano sigue basándose en la dilatada visión de Europa sobre la virtud civilizadora de Occidente (Roma, Carlomagno, Carlos V, Napoleón), pero seduciendo y secuestrando a la ninfa oceánida con cantos atlánticos, desvanecedores de la identidad terrestre que Zeus-toro le reservó en su vertiginosa carrera sobre el mar sin mojarse las pezuñas, y que Europa misma preservó, recogiendo «el pliegue purpurado de su vestido para evitar que lo mojase la ola inmensa de la mar blanqueadora».

Europa era una feminidad robada a Asia para poblar Grecia con descendientes del macho olímpico continental. La máscara de oro encontrada en las ruinas de Micenas (Zeus solar), contemporánea del declive de Creta y de su culto a la Gran Madre, traduce la mutación religiosa que sufrió la civilización marítima del Próximo Oriente al ser llevada desde Creta al indefinido continente griego. Antes de ser geografía o historia, Europa era mitología y etimología de «latus», ancho y latino.

Europa estaba virginalmente inmersa en una intensa vida marítima de piratería y comercio, de conflictos e intercambios. Raptada y fecundada por el dios toro, signo de virilidad sobre la Tierra, devino madre de pueblos y naciones, sin perder la virginidad de su origen fenicio. Madre y Virgen, precursora de Isis y María, Europa se hará intercesora e intermediaria entre la civilización racional de la pagana materia griega y la intransigencia espiritual de la religiosa cultura asiática. Hasta que pudo realizar, con el cristianismo, la síntesis de cultura moral y civilización técnica que sus hermanas oceánidas Asia y África no lograron dar a sus continentes.

La crisis de Iraq ha roto el mito de Europa y desintegrado la síntesis de sus componentes. La potencia marítima y aérea destruye la terrestre. Lo atlántico inunda lo asiático. Lo fenicio se impone a lo griego. Lo virginal esteriliza lo maternal. La aventura suprime la memoria. La seguridad preventiva aniquila la libertad. La guerra instrumenta la venganza.

Nueva «anábasis» macedónica, Occidente invade Oriente. ¿Dónde está secuestrada Europa? Sus hermanos Fénix y Cadmo emprendieron la búsqueda. No la encontraron, pero con el mito de Europa fundaron Cartago y Tebas. ¡Qué maravillosa lección de la mitología a la historia!

*Publicado en el diario La Razón el jueves 24 de julio de 2003. 

Unidos en la diversidad

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Ante la evidencia de que Europa no constituye una unidad política, los intelectuales europeos no cesan en el empeño compensador de definirla como unidad cultural y económica, por medio de algún rasgo de civilización o de mercado que la diferencie del resto del mundo. Tarea llamada al fracaso por la sencilla razón de que todo lo que ha sido genuino en la historia de los países europeos (cristianismo, colonialismo, humanismo, ciencia, técnica, razón de Estado, estética, nacionalismo, industrialización, liberalismo, lucha de clases, partidos de oposición, parlamentarismo, imperialismo, dumping, etc.) se ha universalizado.

La Constitución de la UE se suma a ese inútil empeño, eligiendo como lema de Europa una de las vacuas teorías que han tratado de definirla. «Unidos en la diversidad». La «universitas» no sólo es y sigue siendo característica general de las entidades estatales y culturas nacionales engendradas en el continente europeo, sino que también es denominador común de las comunidades espirituales y unidades soberanas que la historia ha producido en los demás continentes. Lo específico de Europa, la uniformidad sin diversidad, ha sido el totalitarismo.

Toda síntesis cultural es, por definición, un proceso de integración universitaria. Sin superación de lo diverso en un todo unitario no hay «universitas». La consigna «unidos en la diversidad» conviene más a Australia que a Europa. Pues siendo ésta diversa, nunca estuvo unida. ¿EE UU y Rusia no son uniones en la diversidad? ¿Y la India o Brasil? ¿En qué es diferente la europea? ¿Acaso no ha sido sacrificada aquí la unidad en la divinización de la diversidad nacional?

La consigna «unidos en la diversidad» podría ser válida como propósito político, si el texto normativo de la Constitución europea no lo contradijera o anulara, con los derechos de veto individual a las decisiones mayoritarias en cuestiones decisivas para la definición de la personalidad política y social de Europa. ¿Cómo se puede hablar de unidad donde cada miembro estatal tiene el derecho constitucional de evitarla? No es la unidad de cultura ni de civilización, sino de soberanía, lo que define a los Estados Unidos de América. Si su cultura es, en lo esencial, europea, su particular modo de vida convencional se impone a este lado del Atlántico a través de la unificación del consumo, la moda y el arte. Europa se americaniza incluso en el peor aspecto de la política. La democracia que allí se degenera con lo políticamente correcto, aquí la hizo extraña el parlamentarismo y la hace innecesaria el consenso.

Entre todas las teorías de la «unidiversidad» europea, sólo alcanzó un cierto grado de decoro intelectual la del «equilibrio de tensiones». El federalista Denis de Rougemont la distanció de la vaguedad europeísta, dándole un contenido antropológico. En lugar de centrarse en las tensiones nacionalistas que enervaron la noción misma de equilibrio internacional, reflexionó sobre las contradicciones que habían formado la conciencia intelectual y moral del hombre europeo. Su teoría no se refiere, pues, a los precarios equilibrios impuestos por las naciones vencedoras para evitar guerras futuras, como en la Europa de Viena o de Versalles. Aquellas ilusiones se desvanecieron con la guerra franco-prusiana y la segunda guerra mundial. El único equilibrio de tensiones internacionales de poder que ha durado, el del terror nuclear (guerra fría), no fue creación europea.

La consigna «unidos en la diversidad» carece de valor descriptivo de lo que es realmente la UE y de valor normativo de lo que debería ser: una entidad política de carácter soberano e independiente. Falsa como definición cultural de Europa, vacía de imperativo político, vulgar como propaganda de unión económica y administrativa, esa consigna se ajusta como un guante al manual de los eurócratas. Altos funcionarios europeos a las órdenes de gobiernos nacionales.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 21 de julio de 2003.

Identidad de Europa

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El coliseo romano.

A diferencia de la historia de los pueblos asiáticos y africanos, donde la geografía sólo es el continente de las distintas humanidades que contiene, se habla de la historia de los pueblos europeos como si fuera una marcha de las naciones hacia la identificación conjunta de todas ellas, en una sola entidad política, con la geografía de Europa. Dicha entidad unitaria nunca ha existido. Europa carece como tal de historia. Nunca ha sido sujeto de ella. A lo sumo, un punto de referencia posterior a los acontecimientos.

La UE puede ser germen de Europa. Pero sigue siendo abusivo y desorientador identificarla con algo de tipo moral o político que exprese alguna conciencia unitaria del continente europeo. La crisis provocada en los pueblos europeos por la guerra de Iraq, la distinta posición de los Estados nacionales europeos ante las intervenciones militares de EEUU en nuestro hemisferio, no han sido causas, sino efectos, de la actual división de Europa.

Nunca antes se había hecho tan patente como ahora la necesidad histórica de Europa como agente garantizador de la paz y de la legitimidad de todas las culturas. Un objetivo diferente de todos los que tuvieron los proyectos anteriores de unificación que, cuando no respondían al sueño filosófico de una paz perpetua y universal, obedecieron a las ambiciones imperiales de una potencia nacional hegemónica o a la utilidad de afrontar de manera coordinada los esfuerzos para reconstruir lo destruido por la guerra. Desde la perspectiva de la unificación de los Estados europeos, la creación del Mercado Común, antecedente de la UE, supuso un paso atrás respecto de la Comunidad del Carbón y del Acero. La crisis de Iraq replantea, sobre nuevas bases culturales, el problema de la identidad política de Europa.

El sentido geográfico orientador de las civilizaciones fenicia y griega, el rapto de Europa y su búsqueda por el Mediterráneo, se fue perdiendo poco a poco con las ideas imperiales de Roma, Bizancio, las Cruzadas y el Sacro Imperio, hasta que una empresa atlántica de España, el descubrimiento de América, rompió la identidad cultural entre la geografía y la historia de Europa, haciendo imposible que en este solar común se generara un nacionalismo europeo común. Y el actual atlantismo militar de EE UU ha roto la incipiente formación de una conciencia unitaria en las anacrónicas rivalidades europeas. Lo que nos hace recordar que la búsqueda de Europa, comenzada en el siglo XV antes de Cristo, aún no ha terminado. Si la hubiéramos encontrado, si la UE fuera Europa, esas invasiones occidentales de nuestros vecinos orientales, no se habrían realizado.

Historiadores y filósofos han rellenado con ilusiones religiosas y culturales el vacío o la irracionalidad de lo sucedido en la historia real, sin Europa, en comparación con lo que podría haber sucedido estando ella como potencia en el escenario de los acontecimientos. Este método imaginativo ha originado grandes relatos de hechos nacionales y profundos pensamientos intuitivos que, sin responder a la veracidad de las ciencias, han constituido, sin embargo, el núcleo de los valores éticos y culturales de la civilización europea.

No es posible saber todavía si la crisis producida en la conciencia europea por la guerra de Iraq, es un síntoma de decadencia de los impulsos nacionales hacia la construcción de los Estados Unidos de Europa, o si sólo manifiesta la tendencia de las naciones inseguras a retornar por inercia a su punto de partida egoísta, a los Estados Desunidos de Europa, cuando son sometidas a experiencias nuevas que las sobrepasan, y esperan encontrar seguridad fuera de ellas mismas y de la comunidad de inseguridades en que se ven envueltas. Para despejar esta duda, publicaré una serie de artículos sobre la identidad política de Europa, deslindándola de los mitos, antiguos y modernos, que en lugar de definirla y procurarla la confundieron con identidades religiosas o culturales.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 17 de julio de 2003.

Europa romántica

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Carlos Luis Napoleón Bonaparte (Napoleón III).

El conocimiento de la historia de la Unión Europea es muy deficiente en las universidades y en los medios de comunicación. Para comprender lo que significa la Constitución de la UE, para que los europeos puedan ratificarla o rechazarla a sabiendas de lo que hacen, sería necesario poner a su alcance no sólo el significado de la unión económica y monetaria que la fundamenta y justifica, sino lo que esa Constitución representa para el frustrado movimiento histórico hacia la unidad política de Europa.

En ninguna parte está escrito, salvo en el pensamiento marxista, que la determinación económica unitaria conducirá por sí misma a la superdeterminación política de una nueva entidad independiente. El momento constituyente de la UE está coincidiendo con las mayores manifestaciones de su división política. Este contradictorio fenómeno guarda profundas analogías con lo que sucedió en Europa durante los veinte años que transcurrieron entre la subida al poder de Napoleón III (1851) y la guerra franco-prusiana (1871).

Aquel período romántico hizo compatible una zona de libre cambio con los nacionalismos de liberación, consagrados con las unificaciones de Italia y Alemania. Entonces surgió el ideal de los «Estados Unidos de Europa». Esta expresión, formulada durante las revoluciones de 1848 y difundida por el propio Luis Napoleón, no se refería a la unión de los Príncipes o los Estados, sino a la federación de las Naciones. La unificación mercantil de Europa, en un contexto de división nacionalista, encontró su doctrina económica en Adam Smith, su iniciativa gubernamental en Richard Cobden, su planificación sistemática en Michel Chevalier, su ideología política en Mazzini y su propagandista en Hugo.

A principios de 1860 se bajaron drásticamente las tarifas aduaneras entre Inglaterra y Francia. Salvo Rusia, todos los países, incluso Alemania (Zollverein), abandonaron el proteccionismo. La libre circulación de mercancías, personas y capitales, junto a la libertad de establecimiento de empresas, hicieron de Europa casi una zona de libre cambio. En 1865, Francia, Bélgica, Suiza e Italia crearon la «Unión monetaria latina», a la que se adhirieron Hungría y Austria. El franco francés era la referencia de las monedas nacionales en España, Grecia, Serbia, Rumania y Finlandia. Pero Bismarck, para dotarse de una potente industria militar, suprimió el Zollverein, creó el marco alemán y adoptó el «Sistema nacional» de la política económica propugnada por Fréderic List, contra el «Sistema cosmopolita» de la Riqueza de las Naciones de Adam Smith.

La idea romántica de Europa, iniciada por filósofos alemanes, italianos, franceses y polacos, concibió la federación de los pueblos nacionales como una estación intermedia entre la Nación y la Humanidad. El concepto clave era la «transfiguración» de las naciones en cuerpos sustanciales de una sola humanidad, mediante la transformación de los nacionalismos en nacionalidades. Por su contenido utópico mereció el canto de los mejores poetas de aquel tiempo, desde Heine y Lamartine a Victor Hugo, a la vez que el desprecio de los practicantes de la «Realpolitik», inaugurada por Bismarck y juzgada entonces como muestra de cinismo.

La guerra franco-prusiana, motivada en última instancia por la intransigencia de la emperatriz Eugenia de Montijo respecto a la cuestión española (veto francés a un rey alemán, finalmente sería el italiano Amadeo de Saboya), impuso la razón política del Estado nacional sobre la razón romántica de la conciencia europea. De aquella época idealista e industriosa queda el testimonio del Canal de Suez y el recuerdo de la primera República española (1873), la que se inspiró en el principio federalista de Proudhon (asumido por Pí y Margall), cuando este principio había sido abandonado en toda Europa, salvo en la Confederación de los cantones helvéticos.

*Publicado en el diario La razón el lunes 14 de julio de 2003.

Europa, sin pies ni cabeza

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La guerra de Iraq ha puesto de manifiesto que la conciencia económica de Europa, plenamente consolidada con el euro, aún no ha conseguido elevarse a conciencia política europea en sus gobernantes. Ha bastado la desafinada flauta del pastor tejano de Occidente, alertando contra el asomo de independencia de Francia, Bélgica y Alemania en política exterior, respecto de la fijada por EE UU, para que las ovejas europeas decidan constituirse definitivamente como rebaño unido en el redil norteamericano.

El proyecto oficial de Constitución de Europa consagra el veto de cualquiera de los 25 Estados miembros, para hacer imposible que la Unión adopte una posición común, en política internacional, diferente a la de EE UU. La Constitución de la definitiva dependencia exterior de Europa es lo que se esperaba de estos Estados de partidos pseudo-democráticos, donde la conciencia política de los gobernantes jamás puede coincidir por sistema con la de los gobernados. El descrédito político de la UE aumentará en la misma proporción que su éxito económico. En materia de uniones estatales siempre se retrocede cuando no se avanza.

La conciencia europea de Francia, Bélgica y Alemania ha sido anulada por la de vinculación al Imperio occidental en los demás Estados asociados. Aunque las causas y las circunstancias históricas sean tan distintas, un fenómeno parecido sucedió hace más de mil años, en el albor de la conciencia europea de Francia, Germania y Lombardía (la que forjó el Reino carolingio), cuando la unidad se diezmó en la Europa de las Iglesias del imperio romano-occidental, opuesto al romano-helenístico de Bizancio. Lo occidental prevalió, como ahora, sobre lo europeo. A pesar de que, también como ahora, grandes y pequeños países se unieran para hacer obras económicas comunes, con división internacional del trabajo, como la del célebre puente de Mayence (Mainz) sobre el Rin.

Esta pobre y subordinada Constitución de Europa no podrá llevar en su Preámbulo el legendario epigrama que figuraba bordado en el manto estrellado del emperador Enrique II, el piadoso príncipe sostenido por los soldados que «la madre Europa había enviado a Italia para ayudarlo» en su huida de la peste de 1202: «Oh tú, honor de Europa, César Enrique dichoso. Que Aquel que reina en eternidad aumente tu imperio». Cuando murió aquel emperador, devenido santo, un poeta renano cantó la nostalgia carolingia de la unidad europea perdida, en su famosa elegía «Llora Europa ya decapitada». Al menos ahora no habrá decapitación futura. Europa se constituye como un feto de inmensa barriga, sin pies ni cabeza.
Nace sin pies, o sea, sin capacidad de locomoción en todas direcciones, pues sólo podrá reptar y engordar a la sombra occidental del Imperio americano. Nace sin cerebro, como «monstruo de múltiples cabezas» soberanas, en expresión de Dante, pues carece de órgano de pensamiento capaz de transformar la conciencia intelectual de la existencia de Europa en propósito de acción propiamente europea. Sin conciencia cultural de su identidad política y sin propósito moral unitario, que ya sería acción en la esfera del pensamiento, no es posible la formación, en el doblegado cuerpo multicerebral de Europa, de una voluntad política común que alise sus pliegues nacionalistas y lo enderezca.

La Constitución de Europa no constituye algo nuevo que pueda afectar a la vida de los ciudadanos europeos. No es democrática ni antidemocrática. Simplemente no es una Constitución. Las materias de que trata no son constituyentes del Poder político en la sociedad europea. Consagra la división existente. En el mundo internacional, considera a los Estados europeos como éstos a los partidos estatales en el mundo nacional. Avanza en la Administración conjunta de los recursos europeos. Retrocede en las esperanzas razonables de paz, puestas en un equilibrio interno de las potencias europeas asentado en las bayonetas del Imperio.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 10 de julio de 2003.

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