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Conferencia esquizofrénica

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Las frases brillantes no suelen expresar cosas verdaderas. Como sucede con los chistes, gustan por la gracia de su inesperada conclusión aunque la lógica de las premisas la deshaga al instante. No sé qué tipo de verdad hay en Marx cuando afirma que si la historia se repite lo hace como farsa. Los hechos reales no puede repetirse en contextos diferentes y la repetición de los imaginarios, arte de la propaganda política, más que a la comedia conduce a la demencia. Hitler lo demostró.
La destrucción de Iraq no ha repetido como farsa la de Afganistán. Pero la reconstrucción imaginaria de aquella nación, al repetirse como fantasía de la que no se hace en ésta, ha congregado en Madrid a la locura gobernante del mundo para celebrar una conferencia de pródigos. Por desgracia para la verdad no se trata de un insulto. ¿Hay otro modo de nombrar la esquizofrenia que produce en la clase dirigente la necesidad de repetir propagandas demagógicas y humanitarias de hechos inhumanos?
La psiquiatría ve síntomas de extravagancia mental en la forma extravagante de vestir. Ante la elegancia europea de Kofi Annan, la anfitriona española inauguró la solemnidad con unos zapatos de reyezuela africana. Para mostrar la alienación en sí misma de la propia conferencia no es necesario psicoanalizar lo que todos ven y pocos confiesan: destrucción, negocio de la reconstrucción; donación, cuota de reparto del botín; administración universal, complicidad de todos en la corrupción del gobierno títere. Basta con citar casos ejemplares de propaganda similar cuya repetición, a partir de la modernidad, llevó a la locura nazi de tomar por real lo imaginario que ella inventaba.
Final de la guerra franco-prusiana (1871): dos mil familias de Alsacia y Lorena abandonan sus hogares para no ser alemanes. Francia entera se conmueve ante tal patriotismo virgiliano. El gobierno las honra y protege. Expropia medio millón de hectáreas y lo reparte en lotes gratuitos. Pero silencia el modo de hacerlo. Esas tierras de cultivo y olivar eran los dos únicos valles de la Kabilia. Los agricultores argelinos y la burguesía intelectual emigraron a la miseria de las ciudades. Guerra europea del 14, antes de entrar en ella EE UU: toda la prensa alemana publica con grandes titulares la gran noticia humanitaria: «Noruegos, salvados». Un submarino alemán, que había hundido un barco mercante en el Báltico, recogió a los náufragos supervivientes. ¿Hay absoluta identidad con el humanitarismo de hundir Iraq en una sangrienta anarquía y salvar con fondos ajenos a los que sobrevivan?
El espíritu de propaganda ha dominado las concentraciones de esquizofrenia en Madrid. Menos mal que a la gubernamental no acudieron los ministros de Rusia, Francia y Alemania y que a la empresarial concurrió el sentido común de no invertir en inseguridad. La de organizaciones no gubernamentales (financiadas por los gobiernos) y la de contestatarios de pancarta son víctimas de su autopropaganda constituyente. Aunque el NO visceral al poder sea simpático y más cercano a la autenticidad moral, está tan alejado del espíritu de verdad como el SÍ por sistema.
Ambas propagandas, aparentemente contrarias, están animadas por un mismo afán de hacer iguales a todos los gobernados. El espíritu de verdad nos hace diferentes en inteligencia del mundo y en calidad de emociones. El de propaganda nos asemeja en la necedad de toda consigna y la ordinariez del gusto. La necesidad de la propaganda requerida para justificar el consenso político ha conducido al envilecimiento del consenso social que sostiene la programación chabacana de las televisiones. Sin dulzuras en los caminos, todo el hormiguero pasta en el estercolero. De su olor no escapa ni el pensamiento convencional ni el académico. Antes de la modernidad, los pueblos tenían los mandos que merecían. Hoy tienen además a sus escritores y artistas.

*Artículo publicado en el diario La Razón el lunes 27 de octubre de 2003.

Europa actual

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Mis reflexiones sobre Europa están orientadas por un criterio político. Nadie puede hacerse una idea de lo que significará para la humanidad la futura personalidad de la UE, sin saber si hoy existe algo interesante al mundo que, siendo propiamente europeo, reclame su presencia en la política mundial. ¿Hay algo común a los países de Europa que no esté presente en los demás continentes, alguna connotación espiritual o material que distinga a los europeos de los no europeos? La respuesta no debe buscarse en el pasado, pues todo lo bueno y lo malo que ha trascendido a escala mundial tuvo su germen y su desarrollo en Europa. Miremos el presente.

Para atreverme a pensar he tenido que sufrir la decepción de no encontrar definición plausible de Europa en los grandes talentos que abordaron el tema desde el final de la guerra franco-prusiana (1871), la que puso fin a la ilusión romántica de los Estados Unidos de Europa, hasta la creación del Mercado Común (1956), la que inauguró la visión económica que ha patrocinado el nacimiento de la UE. Todos esos talentos definieron Europa por su pasado, por algún elemento común en la herencia cultural de todos los pueblos europeos. Pero la pregunta que aún no ha encontrado respuesta es si la transformación de la UE en un Estado europeo dotado de soberanía política, además de satisfacer los deseos de potencia, podría cumplir alguna misión universal positiva que no esté al alcance de EE UU, China, India o cualquier Confederación de otros pueblos no europeos. ¿Para qué sería idónea la unidad política de Europa? ¿Sería un factor de paz general o de nuevos conflictos de rivalidad? ¿Enriquecería o empobrecería la ética y la cultura universal?

He tratado de conectar los mitos y leyendas de la antigüedad, sobre el rapto y la búsqueda de Europa, con la realidad actual de la división política de los Estados europeos, manifestada de forma escandalosa y casi dramática ante la innecesaria guerra de Iraq. Y antes de saber lo que piensan de nosotros europeos los demás pueblos del mundo, recordaré en sucesivos artículos las distintas ideas que se forjaron de Europa los que pensaron sobre su porvenir en la era industrial, desde los historiadores Ranke, Burckhardt y Pirenne a los filósofos del pesimismo o la decadencia de Occidente. Pues esas visiones históricas o proféticas siguen condicionando el pensamiento actual o, mejor dicho, la ausencia de pensamiento, sobre la esencia actual de la cultura europea. Una cuestión ésta que, en definitiva, determinará el destino político, singular o convencional, de la UE.

Si concebimos el problema de la unidad europea en términos especulativos, sin tener en cuenta la dinámica inherente a los impulsos nacionalistas, comprobaremos que todas las aportaciones al europeismo se encuadran en una visión parcial sobre la relación entre cultura y política. Los culturalistas creen que la unidad europea será la fruta madura desprendida de un nuevo árbol cultural (económico), cuyas raíces y tronco común mantendrán verdes las ramas de las culturas nacionales. Los federalistas piensan que no habrá unidad sin un acto creador dependiente de la voluntad política de los Estados o de los pueblos nacionales. Los primeros desprecian el factor político. Los segundos, la dimensión cultural del acto creador de la unidad política.

No se ve cómo podrá realizarse una síntesis práctica donde converjan esas dos estrategias unitarias que hasta ahora han corrido paralelas. Mi reflexión se sitúa en el terreno político antes que en el cultural. Pero se diferencia de la estrategia federalista. La mera unión de lo que hay, Estados de partidos, no es deseable. Una Europa de los partidos carecería del vigor cultural necesario para regenerar la vida espiritual de los europeos y ofrecer al mundo una alternativa de desarrollo humanista y ecológico. Si la Unión no transforma el Estado de partidos en democrático, potenciará los defectos de la Europa actual.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 29 de septiembre de 2003.

El lema de la UE

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Hace poco critiqué aquí la falta de sentido que supone aplicar el lema «Unidos en la diversidad» a la Constitución de la UE. Mi crítica descansaba en el hecho de que esa consigna es aplicable a todas las «universitas» que superan la diversidad en un principio unitario. Fuera del terreno cultural, en el campo estrictamente político, no puede haber «universitas» más que en aquellos Estados que han integrado, bajo una soberanía superior, la diversidad de las soberanías particulares que lo componen. El ejemplo clásico está en el Estado federal. La UE, que es «universitas económica», difícilmente puede constituir una sola comunidad cultural, y en modo alguno una «universitas política».

La unión económica europea es un hecho adquirido. Ése es el principal atractivo de la UE para todos los Estados nacionales que quieren formar parte de ella. No se puede decir lo mismo de la unión cultural. Ningún movimiento nacionalista sin Estado se considera integrado o representado en los valores estatales de la UE. Incluso es muy problemático que la diversidad cultural de las naciones europeas haya encontrado en la UE el camino de su integración en una unidad cultural de orden superior.

La cultura popular sigue siendo nacionalista, y la alta cultura, universalista. Entre ellas no hay una cultura europea intermedia. Pese a la uniformidad cada vez mayor de las costumbres, impuesta por la universalidad del consumo en masa, las telecomunicaciones, las modas y los modos de ocio, aún se puede hablar de cultura francesa, alemana o española a causa de su diferente escala de valores. No existe cultura europea distinta de las culturas nacionales. Una misma civilización se sostiene en culturas tan diversas como la portuguesa y la lituana.

La síntesis cultural europea no la expresan los Estados nacionales, sino la pervivencia de los credos comunes legados por la antigüedad, en gran parte contradictorios, que la formación de las Naciones encarnó en unidades separadas. Cada Nación europea es una micro-Europa cultural y un foco de irradiación de cultura universal. De ahí que todos los intentos de restaurar la unidad de la cultura europea hayan sido antiliberales y reaccionarios. La dramática confusión entre cultura y política ha sido el pecado capital de todos los nacionalismos. La falta de «universitas cultural europea» no es, sin embargo, un hecho lamentable para el mundo ni perjudicial para la unidad política europea. Al contrario. El pluralismo cultural intereuropeo favorece la libertad política colectiva y la comprensión de las culturas extra-europeas.

A la diversidad cultural de Europa no la unirá un elemento común de orden civilizador procedente del pasado. Sin un nuevo factor de unidad, las culturas nacionales seguirán impidiendo o retrasando la formación de una conciencia europea. La guerra de Iraq, como antes la de Kosovo, pusieron de manifiesto que la falta de esta conciencia unitaria constituye ya un escándalo cultural, capaz de movilizar a las masas. Esto significa que el exceso de directivas comunitarias sobre los aspectos organizativos de la Unión Europea no tiene efectos apreciables sobre los aspectos sentimentales y políticos. Sobran eurócratas y faltan hombres de Estado.

Dándole un sentido político, los constituyentes de la UE han tomado el lema de «unidad en la diversidad» de los análisis culturales de Europa. Pero Eliot nos previno en 1948, en emisiones radiadas al pueblo alemán, contra el peligro de confundir política y cultura. La primera debe acometer la organización material europea (mecánica decía Ortega) sobre un principio de unidad espiritual. La segunda, proporcionar ese principio orgánico. La cultura no se construye ni fabrica, como no se construye ni fabrica un árbol. Sólo podemos plantarlo, regarlo y esperar que crezca. Y el árbol de la unidad en la diversidad cultural sólo puede plantarlo y regarlo la unidad de soberanía supranacional.

*Publicado en el diario La razón el jueves 18 de septiembre de 2003.

Europa musical

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La gratuidad de la guerra de Iraq interrumpió bruscamente mis análisis del arte plástico europeo durante la primera mitad del siglo XX. Comprendí enseguida que esta guerra planteaba, como la de Kosovo, el problema de Europa, el de su división política, el de su ausencia como factor de paz en el escenario de los acontecimientos mundiales. Mi reflexión sobre las causas que determinaron el nacimiento del arte abstracto, tan vinculadas a las crisis de los valores estéticos que se manifestaron en la guerra del 14 (dadaísmo) y la revolución rusa (Malevich), me hizo caer en la cuenta de que las vanguardias de la modernidad artística justificaron la abstracción estética del mismo modo que los modernos belicistas la abstracción ética.

En los célebres «Rencontres Internacionales de Ginebra», el filósofo tomista Etienne Gilson afirmó que lo característico de Europa, su connotación esencial, no había sido la liberación del hombre de su servidumbre voluntaria ante el poder, producida con la proclamación revolucionaria de los derechos del ciudadano, sino la liberación del arte de su servidumbre imitativa de la naturaleza, fundada en la disciplina estética de la originalidad, que Kant propuso en su «Crítica del Juicio», Mme. Staël divulgó y Delacroix hizo suya. «El arte no conoce, produce; el arte no imita ni expresa lo dado, lo aumenta». «La primera de las artes, la música, ¿qué imita?» «La pintura y la música están por encima del pensamiento, de ahí su ventaja sobre la literatura».

Aparte de la contradicción que supone apoyar esta tesis europeísta de la liberación del arte en el movimiento literario impulsado por el traductor del norteamericano Edgar Alan Poe (Baudelaire), no era decoroso que el espíritu europeo presumiera de liberador, cuando Europa acababa de ser liberada del fascismo por EE UU y aún humeaban los campos de exterminio. Delacroix podía ser un precioso adelanto del impresionismo, pero no de la pintura abstracta. Además, diez años antes de la conferencia de Gilson, el pintor Pollok había demostrado en París que la abstracción americana se desarrollaba por vías independientes de las europeas.

La presunción europea de la liberación del arte tampoco se justificaba con la musicalidad de la filosofía (Leibniz), de la matemática, de la poesía, de un cuadro (orfismo) o de un ruido. No se puede definir Europa por su conciencia musical. Ontológicamente no es distinta de la americana, la asiática o la africana. ¿Acaso es la única que todo el mundo puede comprender? ¿Inventó Europa la música como lenguaje universal? Esa cuestión también fue pobremente debatida en los «Rencontres» de Ginebra.

Elegir el «Himno a la Alegría» de la novena sinfonía de Beethoven como símbolo de Europa está justificado porque es representativo de una de las más altas cumbres europeas del arte universal, pero no porque la música clásica y romántica sea la etapa definitiva de la conciencia musical, en tanto que expresión de sentimientos innatos, como sostuvo Ansermet en aquellos «Rencontres». Ese musicólogo, discípulo de Husserl, despreciaba la función de la razón en la creación de estructuras musicales. Pero las de Rameau son tributarias de la física cartesiana, como las de Monteverdi de la copernicana, y sin embargo crean verdaderas emociones musicales. Y si Debussy se liberó de las técnicas clásicas y románticas, no dejó por ello que su música se determinara exclusivamente por la razón o la teoría.

La dodecafonía de Shoenberg, la disonancia y la música experimental, codificadoras de sonidos y no de instintos, traducen la crisis moral de la conciencia occidental, del mismo modo que la codificación de los colores para la pintura abstracta, de los materiales del arte de objetos para el mercado o de las bombas inteligentes para las guerras «reflexivas». Los modernos pentagramistas ponen sonidos de fondo terrorista a las guerras abstractas de las partituras «pentagonistas».

*Publicado en el diario La Razón el lunes 15 de septiembre de 2003.

Vieja y nueva Europa

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Bush llama a Francia, Alemania y Bélgica «Vieja Europa». En un país que adora la juventud y la innovación no hay peor calificativo. Viejo es lo que ya no sirve. Lo joven y nuevo de Europa está en el Reino Unido, España y Polonia. Para Bush no es viejo lo que se le opone en todo, sino lo que sólo coincide al 50 por ciento con su política belicista. Lo moderno está en la incondicional adhesión a la guerra preventiva contra regímenes sospechosos de albergar terroristas o armas de destrucción masiva. Que el peligro sea real o imaginario es de orden secundario. La imaginación del mal aterroriza más que el mal mismo. La guerra anticipada contra amenazas imaginarias se justifica en la necesidad de una seguridad absoluta que incluye, en primer término, la tranquilidad de la imaginación.

Lo moderno no es ir al combate por un «casus belli» evidente. Eso era lo antiguo y está al alcance de los idiotas que, como dijo Homero, necesitan instruirse por el acontecimiento. Lo meritorio está en el aborto de peligros indefinidos, es decir, en matar y morir anticipadamente a un daño temido. Si temes la calvicie, lo inteligente es raparse siempre al cero para no quedar nunca calvo. El patriotismo encuentra en el temor a enemigos invisibles, alcanzables en hogares ilimitados, el motivo de su restauración emotiva en una época racional de globalización cosmopolita.

Cuando los estados insultan o alaban, el modo de hacerlo traduce el grado de inteligencia y sensibilidad de sus elites, con mayor precisión que la estadística de intelectuales o artistas de mérito. EE UU está a la cabeza del mundo en ciencia, tecnología y ciertos sectores de las humanidades, pero también en vulgaridad, incultura y estupidez de sus gobiernos republicanos. Salvo en cuestiones de dinero y mercado, éstos ignoran hasta el sentido de las palabras. No saben, por ejemplo, que lo viejo se opone a lo joven antes que a lo nuevo, porque la experiencia de la vida antecede a la de las instituciones. Que lo antiguo se opone a lo moderno no porque haya perdido vitalidad, sino porque no contiene novedad. Que lo tradicional se opone a la innovación porque la inercia es refractaria al pensamiento. Y que lo clásico no se opone a lo revolucionario porque no hay verdadera revolución sin clasicismo.

«Vieja Europa», «Nueva Europa», «Joven Europa» son expresiones acuñadas por estadistas, historiadores y filósofos para designar el equilibrio entre las potencias europeas, bajo el «Ancien Régime», bajo la Revolución francesa o la napoleónica, y bajo la irrupción de los nacionalismos en las revoluciones de 1848 o en las reacciones totalitarias del siglo XX.

La «Nueva Europa de los pueblos», promovida por la Revolución y adulterada por Napoleón con nepotismo de tronos familiares, fue derogada en el Congreso de Viena (1815) mediante la Restauración de la «Vieja Europa de los Reyes legítimos». La «Joven Europa de las Naciones» nació de la unificación de Italia y Alemania, después de que Mazzini transformara el romanticismo filosófico y literario alemán en movimiento político nacionalista, fundando el «Pacto de la Joven Europa» (1834), entre la «Joven Alemania», la «Joven Polonia», la «Joven Italia», la «Joven Suiza», la «Joven Francia» y la «Joven Austria».

La «Nueva Europa de los Estados», donde aparece por primera vez Checoslovaquia y reaparece Polonia tras 123 años de eclipse total, junto con los pequeños Estados Bálticos, fue patrocinada en Versalles (1919) por el presidente Wilson con la garantía de la Sociedad de Naciones. Bush ignora que las expresiones «Joven Europa y Nueva Europa» han llegado frescas a nuestra memoria por ser las consagradas en el III Reich y el Estado Total Fascista. Y la UE, al no ser unión de pueblos ni de naciones, reconoce a sus estados miembro la misma modernidad. Llamar «Vieja Europa» al eje franco-alemán, origen de la UE, sólo tiene el valor de una vejación gratuita.

*Publicado en el diario La razón el lunes 8 de septiempre de 2003.

Europa, ¿nación internacional?

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Los europeos no tienen conciencia de tener una nacionalidad común, pero saben que, a través de sus estados, forman parte de una vaga comunidad de orden cultural y de tipo internacional. La debilidad de este saber intuitivo deriva de la inconcreción espiritual del objeto que lo inspira, o sea, de la incapacidad del objeto europeo para generar sentimientos afectivos. Por eso es imposible hablar de Nación europea con arreglo al patrón de las naciones europeas. Lo cual no quiere decir que la historia, el conjunto de factores que la determinan, no pueda producir otro tipo de formaciones equivalentes como, por ejemplo, el que dio conciencia de unidad cultural (y en los momentos de peligro también política) a los distintos estados-ciudad en la antigua Grecia.

La guerra franco-prusiana y el aplastamiento de la Comuna de París (1871) quebraron el movimiento unitario de Europa, impulsado por el romanticismo literario y el nacionalismo liberador. Ante el desastre de los ideales europeos del 48, influyentes voces trataron de renovarlos en dirección federal (Renan y Victor Hugo, el indesmayable afrancesador del espíritu europeo) o confederal. Por su directa relación con lo aquí tratado, interesa conocer que la propuesta de confederación europea se basó en la idea de «nación internacional» (un aparente contrasentido), debida al redactor del código civil de Zúrich y célebre profesor de derecho internacional en Heidelberg, Johann Caspar Bluntschli. El creador del concepto moderno de «partido liberal».

«La nacionalidad suiza posee al más alto grado un carácter internacional. Las partes de que se compone están ligadas de modo indisoluble a otras grandes naciones (Alemania, Francia, Italia, Austria), con las que forman una comunidad de cultura que determina su vida espiritual. Por esta razón, la nacionalidad política suiza conserva un carácter internacional en el ámbito de las relaciones culturales. La verdadera nacionalidad se confunde con la comunidad cultural. Por eso, Suiza ha emitido y realizado ideas y principios que son, para el conjunto de los estados europeos, una fuente de prosperidad y desarrollo destinada a asegurar la paz en Europa».

¿Dónde está el error de esta contradictoria idea? En la falsedad de su concepto básico y en la ignorancia de su hecho determinante. O sea, en la confusión romántica de nacionalidad política y comunidad cultural, y en el olvido de que la paz suiza no proviene de su internacionalidad cultural, sino de la neutralidad e inviolabilidad garantizadas por las grandes potencias «en interés de toda Europa» (Actas de reconocimiento de 1814 y 1815).

La internacionalidad no puede ser elemento constitutivo de la estructura interna de la Nación sin destruirla. Por referirse a las relaciones exteriores, la internacionalidad se opone a la autarquía o, incluso, a la autonomía de las naciones. La idea de progreso siempre ha estado vinculada a la internacionalidad del comercio y las finanzas, es decir, a la acción exterior de las naciones. Nunca a su constitución interna. Cuando su acción externa alcanza a todo el mundo, la internacionalidad se convierte en mundialidad, en globalidad. La nacionalidad estadounidense, derivada de la estructura federal del Estado, no es internacional. Como tampoco lo es la suiza. Pero ambas son agentes de la globalización actual.

Tampoco es pertinente la expresión «cultura internacional». Los factores esenciales de la cultura formativa (religión, ciencia, pensamiento abstracto, tecnología, arte, derecho) no son internacionales sino universales. La cultura popular, basada en lo ritual, no puede rebasar los ámbitos locales donde los ritos tienen significado simbólico. Y la cultura de masas, gracias al cine y la televisión, también ha devenido universal. Se habló de «estilo gótico internacional», como ahora de «abstracto internacional», cuando se barruntaba el renacimiento de lo universal.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 4 de septiembre de 2003.

Bush no es líder de Europa

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George W. Bush, expresidente de EEUU.

Desde hace más de medio siglo Estados Unidos no mantiene con los países europeos, ni con la UE, una relación internacional de igualdad. Cuando se esbozó alguna importante divergencia europea respecto de las directrices de la Administración USA, el conflicto no se resolvió con un compromiso de transacción bilateral, como sucedió a veces con su adversario soviético, sino con un allanamiento de su incondicional amiga, Europa Occidental.

Una cosa es la incuestionable hegemonía mundial de EEUU como hecho determinado por la relación de fuerza internacional, y otra muy distinta que los Gobiernos europeos la vean, con relación a ellos, como un derecho americano a decidir el porvenir de Europa, es decir, como si tal derecho fuera la última expresión de la historia universal y nada pudiera hacerse para transformarlo en una relación cooperativa de amistosa igualdad. El exacerbado dominio de la Administración Bush sobre los Estados europeos no expresa leyes ocultas de la historia. Se ha producido de modo voluntario porque, a uno y otro lado del Atlántico, se antepone la cuestión de la seguridad absoluta a la de la libertad. Hemos de recordar, sin embargo, que la historia de Europa aún no ha comenzado.

Salvo guerras y alianzas, los historiadores no ponían los episodios nacionales dentro de los contextos extranjeros que los hacían comprensibles. Para dotar a los hechos locales de sentido universal, Hegel inventó la filosofía de la historia, en tanto que proceso de realización de la idea de libertad en tres fases sucesivas. La historiografía dejó de contar catetismos del orgullo nacional para articular arbitrarias síntesis idealistas de progreso, decadencia o eterno retorno. Pocos historiadores han respetado estas dos evidencias: 1. Europa nunca ha sido sujeto de la historia. 2. El devenir de los países europeos, desde la Revolución Francesa, ha sido determinado por la alternancia de potencias hegemónicas (Francia, Rusia, Alemania, EE UU) y no por una idea de unidad política europea.

No obstante, debemos comparar la situación actual con las del pasado, donde la idea de Europa tuvo mayor influencia, para aclarar la clase de hegemonía que EE UU ejerce sobre la UE. Pues el «seguidismo» de los pueblos europeos a una potencia mayor puede obedecer a una constante histórica que los arrastra a la servidumbre voluntaria, o a la aceptación de un liderazgo ideológico foráneo, que sea reputado tan infalible en la interpretación del interés de Europa como el que tuvo el Papado medieval en defensa de la Cristiandad, respecto de reyes y emperadores.

Parece evidente que la hegemonía del presidente Bush sobre Europa no es comparable a ninguna de las que tuvieron sucesivamente en el siglo XIX Napoleón, el zar Alejandro o Bismarck. Pero tampoco se parece al liderazgo humanista de un presidente Wilson que, «dirigiéndose a los pueblos por encima de las cabezas de sus gobernantes», buscó la garantía de la paz europea en una Sociedad de Naciones. Wilson no era el idiota personaje que se imaginó Keynes en noviembre de 1919. Mantoux lo demostró en «La Paz calumniada» (1946). Hay que esperar a Eisenhower para que el Partido Republicano inaugure el tipo de hegemonía sobre Europa que Bush quiere transformar ahora en jefatura prebendaria.

El esquema mental de Bush es muy simple. La fuerza destructiva de EEUU es muy superior a la de cualquier otra potencia. Los enemigos de EEUU son enemigos del mundo. La vieja Europa (Francia, Alemania) no comprende el peligro universal del terrorismo. Quien nos ayude en la destrucción de sus albergues participará en el negocio de la reconstrucción. La joven Europa (Reino Unido, España, Polonia) ha hecho suya tal simpleza. Con prebendas se constituyen jefaturas y no liderazgos. Por eso, Bush divide Europa en dos zonas de influencia: la vieja, de hegemonía atlántica, y la nueva, de jefatura tejana.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 28 de agosto de 2003.

Las dos Europas

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El Rapto de Europa, de Marten de Vos.

Mediante el mito de Europa, la espiritualidad asiática se hizo materialidad griega. A diferencia del legendario rapto troyano de Helena, propiciado por una cultura de canto a la belleza y a la guerra, el de Europa por Zeus sólo pudo concebirse en tiempos protohistóricos, donde la ley del mar y las costas era el saqueo, el rapto de mujeres y la piratería. Herodoto y San Jerónimo dieron una interpretación realista al mito. La hija del Rey de Tiro fue secuestrada por un barco cretense con cabeza de toro en el mascarón de proa. La metáfora trasladaba a Zeus la creencia cananea de que el padre de Jehová, el dios de los hebreos, tenía la costumbre de transfigurarse en toro para raptar doncellas en las riberas de Canaan.

Las acciones emprendidas por los hijos del Rey de Tiro para buscar a Europa condujeron al asentamiento de lo que luego sería Cartago, al cambio de nombre de las tierras de Canaan por el de Fenicia y, perdida la esperanza de encontrar la hermana raptada, a la fundación de Tebas. Los dos héroes de la búsqueda de Europa, empresa que motivó la exploración, descubrimiento y colonización de toda la costa mediterránea, fueron Phoenix y Cadmo.
El primero denunciaba con su nombre el origen eritreo (mar rojo) de sus ancestros vinculados a Adam, que como Phoenix significa rojo. Su expedición marchó hacia occidente por la costa sur del Mediterráneo. Atravesó Libia, colonizó las riberas tunicias, donde bautizó con su nombre a los Punici (de Phoenix) que fundarían Cartago, y regresó a su patria cananea para consagrarla con la voz Fenicia, en honor y gloria de su hazaña africana. En nombre de Europa, pero no mediante su agencia, la civilización fenicia sentó las bases de la paz en la función estabilizadora y vinculante del comercio. Retornando a la vía original de la civilización mediterránea, la UE ha seguido la estrategia unitaria de la paz púnica comerciante y no la de la paz romana legionaria.

La expedición de Cadmo tuvo mayor trascendencia para el porvenir de Europa. En su larga odisea tardó en comprender que lo decisivo para su búsqueda no era encontrar el ideal de su hermana, perdido en una mar de piratas, sino construirlo de nueva planta, como ciudad de poder y letras, con materiales autóctonos distintos de los fenicios. Tras fracasar en Rodas y Tracia, consultó al oráculo de Delfos y éste le aconsejó que abandonara la búsqueda de Europa, siguiera el caminar de una vaca hasta su extenuación y allí construyera una ciudad. Compró una vaca con luna blanca en cada costado, la siguió por toda Beocia y donde cayó muerta erigió Tebas.

El primer historiador que mencionó a Europa como entidad geográfica, Hesiodo, nació y vivió en Beocia. Etimológicamente, Europa significa cara ancha, sinónimo de luna llena. Europia es título de la diosa lunar que cabalga sobre el toro solar. La Astarté de Sidon que el pueblo filisteo llevó de Creta a Palestina, con el nombre de Ester, en el siglo XII antes de C. La vaca fecundada por Zeus portaba en su vientre dos gemelas. La Europa ideal, la asiática (extenuada por el parto de la Europa real, la tebana) ascendió a la ciudad de Dios, y su gemela fundó la ciudad terrestre, dando letras y leyes a los griegos. Según Victor Bérard (1930), Cadmo introdujo el alfabeto fenicio en Grecia.

La Europa ideal ha prevalecido sobre la Europa real. La fecundidad política de ésta, hasta ahora indefinida, fundó ciudades, imperios y civilizaciones que se desarrollaron y desaparecieron, mientras que la función universal de la Europa del espíritu permanece. ¿De cuál de esas dos europas, la política o la ilustrada, es más tributaria la humanidad? ¿Qué quedan hoy de las invenciones políticas y estructuras sociales de Tebas, Atenas, Roma, Carolingia y Antiguo Régimen? ¿Qué representan al lado de la poesía épica de Homero y la filosofía natural de Tales de Mileto, por citar solo las primeras inspiraciones del espíritu europeo en Jonia?

*Publicado en el diario La Razón el jueves 21 de agosto de 2003.

El mito de Occidente

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No hay palabra en todo el vocabulario mundial que sea más usada y menos comprendida que la voz Occidente. Desde su primitivo significado geográfico, relativo al lugar de ocaso del sol, la historia la ha ido cargando de múltiples sentidos culturales y políticos, incluso contradictorios, sin dejarla perder ninguno de ellos. La acumulación de significaciones la hizo y sigue haciéndola adecuada para expresar ideas indefinidas, referentes todas ellas a la conciencia o la inconsciencia de la superioridad moral de una parte de la humanidad respecto al resto del mundo.

No fueron los pueblos orientales quienes calificaron de occidentales a los situados a su poniente. Lo Occidental se hace nombre sustantivo que se sostiene a sí mismo, en tanto que expresión permanente y completa de un orgullo histórico de carácter espiritual o racista. El orgullo de pertenecer a Europa, a la cristiandad, al imperio, a la civilización, a la sociedad industrial, al atlantismo, al mundo libre, a una forma avanzada de vida material, a la modernidad. Esto permite que Turquía, Israel, Japón, Corea del Sur, Singapur, Australia, Nueva Zelanda o África del Sur formen parte integrante de Occidente.

Los mitos fundadores, sobre todo los de carácter orgánico, se diferencian netamente de las fábulas, las leyendas y las ideologías. Sólo ellos, con la simple voz que los nombra, pueden darse una concreción de sentido histórico operativo, incluso con su propia negación. Así ocurre en la expresión «ocaso de occidente» (ocaso del ocaso). No es la noche ni la nada, sino la real o supuesta decadencia del mito, sin que ninguna fuerza oriental lo amenace, como en la expansión árabe o turca, lo obscurezca con nubes de anarquía, como Atila o Gengis Kan, ni lo ponga en vías totalitarias, como Stalin y Hitler.

Inmune al paso del tiempo, de las costumbres y de las ideas, el mito de Occidente saca su fuerza de sí mismo. No teniendo historia particular, porta y comporta historias universales. No siendo una civilización costumbrista, crea y recrea civilizaciones técnicas. No partiendo de una ideología de la naturaleza, produce y reproduce ideologías políticas. No estando determinado por una cultura religiosa, constituye y reconstituye culturas morales. Careciendo de territorio y de recursos acordes a su ambición universal, no cesa de conquistar espacios, fuentes de energía y poblaciones. Todo lo que se resiste a la occidentalización es, por eso mismo, bárbaro o atrasado. La función del mito de Occidente produce y mantiene un orden mundial basado en una supremacía militar incontestable.

Como mito de orden moderno, la conciencia de Occidente palidece ante dos temores salidos de su propio seno. La memoria de su pasado lo enlaza a la unidad de la cristiandad medieval de la que procede. La voluntad de mercado único lo une a culturas orientales. Miedo por tanto a no ser moderno ni occidental. Pero el mito orgánico tiene virtudes vitales que no permiten los juegos de la razón y la coherencia. Lo que toma vida del mito no piensa en ello. Y a lo que da vida el mito no tiene otra conciencia que oponer. Esa es, precisamente, la función orgánica e integradora del pensamiento actual de Occidente. Su pensamiento único consiste en el modo de pensar lo mismo no pensando lo que piensa.

Como mito de poder, Occidente siempre ha tenido tiara de Providencia y cetro de imperio, inquisición cultural y policía urbana, medios de propagación y ejércitos de invasión. La tradición hebraica le enseñó que Dios no protege por igual a todas las naciones. Y siempre ha sabido localizar a un satánico enemigo que legitimara sus benditas instituciones y sus terroríficas acciones. No habría mito de Occidente sin necesidad de Defensa de Occidente. La OTAN encarna el mito en estado puro. Pacificado en el interior, Occidente regresa a sus fundamentos originales para reprimir, con invasiones provechosas, el terrorismo islámico.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 18 de agosto de 2003.

La leyenda europea

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La atribución de la cualidad de europeos a los habitantes de una cierta parte del mundo fue muy tardía. Ni la ciudad griega ni la urbe romana se consideraron europeas. Aunque Hipócrates había distinguido Asia de Europa por el distinto temperamento y carácter de sus pueblos, Aristóteles trató a los griegos como raza diferente de la asiática y la europea, y el anticristiano Celso continuó separando a los europeos de los asiáticos, los libios, los helenos y los bárbaros.

Hay que esperar a la «crónica mozárabe» (año 754) de la batalla de Poitiers, debida a Isidoro de Badajoz o de Béjar, para encontrar la primera referencia a una acción europea. Al final de los siete días de batalla, los soldados de Carlos Martel, reclutados desde Aquitania a Germania, ocuparon las tiendas árabes, las pillaron y regresaron a sus países al norte de los Pirineos y los Alpes. El fracaso de una simple correría de Abderramán, en tierras galas, pudo transformar el mito pagano y geográfico de Europa en el mito cristiano e histórico de Occidente, gracias a la vieja profecía bíblica y al nuevo equipamiento de los caballeros europeos que derrotaron a la hasta entonces invencible caballería árabe.

El texto de Isidoro es sospechoso. Coincide casi a la letra con el Génesis: «Que Dios extienda las posesiones de Jafet, que habite en las tiendas de Sem y que Canaan sea su esclavo». Desde Bossuet a De Maistre, el origen jafetiano de Europa se tuvo por un dogma. Aunque Voltaire ridiculizó esta creencia, la fortaleza del mito bíblico marcó, con tintes de caballerosidad, la supremacía militar y moral de Europa, desde Poitiers hasta la invención en el siglo XX de los carros blindados.

Pese a que la superioridad de los europeos de Poitiers fuera la de una nueva equitación cristiana con estribo y lanza, sobre la montura árabe de asiento natural y cimitarra, los vencedores regresaron a sus respectivos países revestidos de una aureola espiritual de caballeros ideales. Allí nació la ideología de los señores protectores de la fe, de damas y de huérfanos, con la que cruzadas y libros de caballería llenaron la imaginación medieval de los pueblos de Europa central. El uso del estribo asiático permitió la incorporación al ejército de caballos grandes y caballeros de armadura. Dos novedades que facilitaron a Occidente la conquista, con escasos efectivos, del continente americano. Pero la historiografía ha probado que Poitiers no fue causa, sino efecto, del retroceso del islam. La crisis de la expansión árabe comenzó con la derrota de la flota musulmana ante Bizancio, baten el año 718.

La herencia ideológica de Poitiers, con Francia y Alemania integrando el cuerpo europeo, delimitó las fronteras caballerescas del eclesiástico imperio carolingio, único «reino de Europa», y las de su tripartición en los «reinos europeos» de los hijos de Carlomagno, a quien su yerno, el poeta Angilberto llamó «padre de Europa». El carácter sacerdotal del imperio franco-germánico, con el aumento del poder temporal de los obispos, alejó la idea europea del mito materialista de Occidente, acercándola al del místico Oriente. El gran jurista del imperio carolingio, Alcuino, definió Europa como «continente de la fe». Lo que permitió localizar a Occidente en el lugar de factura de la historia universal.

La leyenda ideológica de Poitiers unió el viejo mito bíblico de Europa al nuevo mito de Occidente, en tanto que producto espiritual de la cristiandad. Carlomagno invirtió el sentido del imperio occidental de Roma. Las parroquias y los Concilios de obispos orientales hicieron de Occidente el hogar de una universalidad religiosa, de doctrina y acción. No deja de ser una ironía de la historia que, siglos después, este reducido espacio de espiritualidad europea fuera el mismo que, junto con el del papado, diera nacimiento al puro materialismo del Mercado Común, creado por los seis Estados firmantes del Tratado de Roma de 1957.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 14 de agosto de 2003.

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