Ninguna persona sensata espera que de la sesión del G-20+2 salga una decisión de los Estados reunidos, que cambie el modo de producción capitalista, para hacerlo volver a sus principios originales o para adaptarlo a los nuevos tiempos, como suponía aquella célebre y fantasiosa demagogia de monseñor Sarkozy, para la refundición santificadora del capitalismo. También es ilusorio que tan esperada reunión washingtoniana llegue a constituir un gobierno mundial de las finanzas públicas, que no ofrece más expectativa que la nominal de ser bautizado, por el gerente del FMI, con la voz portuguesa “gobernanza”, indicativa de la labor de una gobernanta casera o doméstica. La experiencia enseña que una reunión de este tipo acuerda otra reunión del mismo tipo, y que el consenso sólo puede crear otro consenso. Pero sin el nuevo Presidente de EE.UU., sólo caben consensos transitorios de regulación del sistema financiero y de calificación de solvencias, estatalización parcial del capital bancario, sin rescate de activos dañados, y ahorros simbólicos en remuneraciones a ejecutivos. En 1989, el economista británico John Williamson definió el “consenso de Washington” como un modo común de pensar la acción concreta de los organismos financieros internacionales, sedentes en esa capital, bajo el supuesto indiscutible de que el capitalismo liberal, en abstracto, sin intervención directa del Estado, dicta la mejor regla general de actuación financiera en el mundo entero, sea cual sea el nivel de bienestar o desarrollo económico. Ese consenso mental, en el que nunca participaron los pueblos emergentes o empobrecidos, ha quebrado con el estallido liberal de las burbujas inmobiliarias y financieras en los países más ricos del mundo. La regulación del mercado contradice la libertad de mercado. Todos buscan con ansiedad un nuevo “consenso de Washington”. Pero entre el liberalismo doctrinario de Bush, las improvisaciones oportunistas de los gobiernos de la UE y el pragmatismo interventor de China, India, Brasil y Rusia, no hay más principio de mediación que el ofrecido, para la coyuntura depresiva de los años 30, por la teoría keynesiana del déficit presupuestario para la creación de empleo mediante inversiones públicas. El dilema del G-20, más España y Holanda, está en salvar Wall Street, motivo por el que ha sido convocado, o salvar la industria de Chicago, abocada a la bancarrota y al desempleo de millones de trabajadores. florilegio "La demagogia de los gobernantes irresponsables genera expectativas tan irreales que ni siquiera causan ya frustración en los ilusos gobernados."