Con la obsesión mediática por la crisis económica y con la esperanza puesta en los acuerdos de la UE con los EEUU para superarla, no se ha dado importancia capital al acercamiento moral y político del Presidente Obama al Presidente de la República rusa, para adoptar conjuntamente, como principio, el completo desarme nuclear de ambas potencias. Tampoco se le da significado europeo a la petición rusa de entrar en la OTAN, como si sólo fuera una operación de propaganda para desvirtuarla de sentido actual. Este Diario considera que Rusia forma parte de Europa y que la UE no alzará la plenitud de su potencia hasta que la integre en su seno, pese a las dificultades que hoy parecen imposibles de vencer, y que en un futuro no muy lejano se habrán desvanecido. La gran dificultad que se opone a la unificación europea no es de carácter económico ni estatal, sino de orden geográfico y político. Hay un problema de límites espaciales, de fronteras de Europa con Asia. Y otra cuestión, de orden cultural, más decisiva: la definición del espíritu europeo en tanto que algo distinto, pero integrado, en la idiosincrasia particular de cada una de las naciones de Europa. Llama la atención la gran simpatía que despierta en nosotros el pueblo ruso y la fácil comprensión de su compleja literatura, así como que sea Rusia el país que más ediciones ha publicado del Quijote. Muchos observadores han creído ver en ello una similitud de psicologías populares. Pero esto no seria explicable sin una causa profunda que las hubiera asemejado. Se pueden encontrar lejanos fundamentos de la comprensión mutua en el paralelismo de la singularidad que marcó el destino ruso con la que determinó el porvenir de la cultura luso-española. La Gran Rusia y la Península Ibérica fueron los únicos territorios europeos que, por su vecindad a otros continentes diferentes, no solo tuvieron la oportunidad histórica de decidir no ser europeos, sino que cuando rechazaron esa posibilidad ya habían asimilado los elementos asiáticos o africanos que, durante siglos de dominación tártara o árabe, se infiltraron en las lenguas y costumbres de sus previas culturas europeas. La Rusia de Kiev era occidental. Y Cuando la Rusia moscovita se libera de los tártaros miró a Europa a través de la cerradura de Bizancio. El monje Filoteo, en una carta a Iván III, marcó el destino occidental de Moscú como “Tercera Roma”. Al mesianismo ruso de regeneración de la civilización occidental lo hicieron perdurar Pedro El Grande, el Zar Alejandro en el Congreso de Viena, la alucinante visión de Dostoievski ante un cuadro de Claude Loraine en el Museo de Dresde y los tanques soviéticos en la primavera de Praga. Un tipo de mesianismo excéntrico que se encarnó en el eslavismo, la ortodoxia eclesiástica, el socialismo estatal y, ahora, en la codirección del proceso de globalización mundial, para que Rusia pudiera devenir europea.