Durante meses, la orden ministerial de ayudas al cine cuya ejecución fue frenada en Bruselas por la plataforma “Cineastas contra la orden” ha propiciado un debate entre los propios profesionales del ramo en el cual la posición tenida por “independiente” defendía -con más coherencia de la que sus propios representantes creen- una liberalización mercantil vigilada por el Estado de la creación cinematográfica. Es decir, en aras de una presumida valoración del talento y el mérito, aceptaban el aumento de subvenciones para los pequeños proyectos (adjudicadas por un comité político-administrativo) y la necesidad de un mínimo de ventas realizadas para las grandes producciones que la orden recoge. Las películas que no entran en una u otra categoría quedan en franco desamparo.   Es cierto que el cine español, salvo hermosas excepciones, carece de calidad. Pero el criterio de la calidad objetiva de las obras no permite finiquitar el debate sobre el tratamiento que la cinematografía debe recibir por parte del Estado. El arte puede embellecer al Estado y sus cosas, pero el Estado no debería poner nunca sus manazas sobre el arte, aunque ni siquiera es seguro que alguien hable o quiera hablar aquí de arte y no de, en le mejor de los casos, oficio y, en el peor, entretenimiento. Es vergonzoso que pequeños sindicatos para-gubernamentales de directores, guionistas y productores hayan copado el favor del ministerio de turno y la atención de los medios de comunicación, los críticos y el dirigido público; es ridículo que aquellos cineastas que han podido evitar pertenecer a esa canalla, bendigan (por mucho que deseen reformarlo) un sistema de arbitrario reparto de premios políticos sólo porque, en el fondo, no pueden dejar de apreciar aquello que los ha engendrado a ellos mismos aunque sólo sea como rareza (o precisamente por eso).   Las mejores películas, como lo hace todo arte, dejan una sensación de victoria. La victoria del bien, de la justicia, del amor, de la lealtad, de la compasión, del esfuerzo eficaz, de la utilidad. ¿Qué sensación puede dejar un cine cuyos realizadores son incapaces de ir más allá del arte que recrea lo familiar para entrar en el que expresa y acaso forja lo definitivo? No hay victoria en la actividad que no acusa la falta de libertad para crear o que no crea para demandarla o mientras le abre caminos.   La servidumbre política (y no la filiación política) de los directores de cine españoles cierra las puertas al arte y los condena a la artesanía, pero ya que nuestra tradición cinematográfica no permite la existencia de un número significativo de verdaderos artesanos, los cineastas españoles harían bien en aceptar pertenecer a sólo dos categorías no excluyentes entre sí: iconos de la raquítica industria o funcionarios del Estado.

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