La magnífica actuación del equipo español de futbol en la competición europea, pletórico de la seguridad en sí mismo que procura el talento, cuando combina la técnica en el dominio colectivo de las reglas de juego con la inspiración individual de la gracia, ha hecho disfrutar a todos los españoles de un placer deportivo que nunca antes habían experimentado. Por eso, los comentaristas se lamentaban de que el partido terminara. Preferían seguir viendo la grandeza del espectáculo futbolístico español, aceptando el escaso riesgo de que, jugando de esa manera tan inteligente como armoniosa, España pudiera perder. El disfrute por el buen juego ya era superior al que proporcionaría luego la victoria. Lo excelente en la competición de las habilidades del cuerpo no es ganar, como quiere la hinchada, ni competir, como dice el lema olímpico, sino competir en condiciones idóneas para vencer con limpieza y dignidad, o para aprender a ganar con esmero y humildad. El equipo español no solo se ha esmerado y vencido. Ha enseñado a ganar, sin sacrificar la belleza combinatoria del juego colectivo. Lo que antes estuvo en Holanda o Brasil, el buen futbol, hoy está en España. La alegría de los jugadores, de su entrenador y de los millones de españoles que vieron este singular acontecimiento deportivo, está justificada. Sobre todo porque Alemania fue un digno rival y las aficiones fueron ejemplares en civismo y deportividad. Ningún placer por la victoria está exento de alguna íntima insatisfacción, o algún oculto malestar, si aquella no ha sido merecida, se ha basado en la violencia, en algún error arbitral o la ha decidido el azar, como frente a Italia. De ahí la superioridad moral y mental de la pura alegría por la victoria en aquellos juegos, como el ajedrez o el atletismo, cuyas reglas constitutivas hacen de los jugadores sus propios árbitros y el azar no interviene en el resultado. Incluso en los juegos donjuanescos de la conquista amorosa y las batallas militares, como dijo el vencedor de Napoleón, duque de Wellington, “nada, salvo la derrota es tan melancólico como una victoria”. Pero la profunda melancolía de quedarse sin enemigo, o el leve malestar de no haber encontrado iguales en la competición, no tiene arraigo en los triunfadores de campeonatos periódicos, porque el adversario al que hoy derrotamos puede derrotarnos mañana si los laureles anestesian la voluntad de persistir en la excelencia. florilegio "Las victorias de los partidos estatales, como la del tramposo en el solitario o del que usa cartas marcadas para engañar a otros, se celebran adecuadamente como festines."