Si la soledad del uno o del grupo gobernante fuese hermética, la ausencia de potencia sería absoluta y el gobierno perdería su fundamento. Incluso los tiranos necesitan de una comunidad política mínima que sirva de substrato a su ser. Y no hay comunidad sin renovación física de los contactos y estabilización ritual de los lazos de unión. A falta de libertad organizativa, todos los integrantes -gobernantes y gobernados- de los regímenes despóticos tienden a compensar y estabilizar la convivencia bastarda con favores materiales que compran las voluntades y ceremonias in-formativas que encauzan las conciencias. Es la corrupción política. Si la corrupción así vista es discursiva, en España se puede hablar de dos corrupciones distintas o de dos fases dentro de lo que García-Trevijano ha denominado “corrupción constitutiva”. Necesitados de nutrición social, son los representantes del Estado quienes toman la iniciativa para establecer comunicaciones esporádicas y secretas con la sociedad civil. Esta acción se corresponde con la prepotencia histórica de la que habla Toynbee: tentada por el botín, la parte activa de la sociedad huye hacia adelante para apuntalar un acuerdo entre antiguos y nuevos poderosos que marca el principio de su propia degeneración. Aparece entonces el mercadeo de prebendas estatales. La prebenda es la puerta de atrás por la cual el Estado sin control compra la vitalidad de la sociedad civil. He aquí la corrupción política propiamente dicha, pues en virtud del oportunismo de los aspirantes a entrar o permanecer en la clase dominante, esta se “socializa” mínimamente. Con el paso del tiempo es la sociedad civil la que necesita purificar su vileza y para hacerlo se adentra un paso más en la corrupción. Se trata ahora de corrupción esencialmente moral encarnada en una gran farsa que consagra, por una parte, la confraternización entre la minoría privilegiada y el Estado y, por otra, la ilegitimidad no sólo democrática sino propiamente política de las instituciones a las que este arreglo dio lugar. Ante la sociedad expectante, los dirigentes nacionales se vanaglorian de su proeza civilizadora demonizando a aquellos que día a día engrosan el número (ridículo comparado al real) de acusados por enriquecimiento ilícito. Toynbee llamó a esta fase histórica “idolización”. Llega entonces, imparable, la resurrección de la carne y la memoria de los Fragas, Pujoles, Suárez, Carrillos, González, Aznares y Garzones que, ungidos de veneración mediática, simbolizan el espanto y la furia de toda la población. La ceremonia limpia la reputación de los venerables corruptos que, junto al régimen que fortalecieron, son definitivamente reconocidos en la posición que ahora ocupan; y la ingesta de esa carroña moral conduce a la catarsis que la nueva minoría activa anhela y la gran masa aplaude.