Con su idea de “fuerza moral” Willian Lovett organizó en 1831 la “National Union” reivindicando el sufragio universal y la democracia política, incluidos más tarde en los seis puntos de la “Carta del Pueblo”, que fue el programa del movimiento cartista hasta 1848, además de constituir la primera acción unitaria de unos sindicatos que no necesitaron “luz exterior” o conciencia revolucionaria de fuera. Deseaban estar directamente representados en el Parlamento, presentándose a las elecciones con sus propios candidatos obreros. Mientras la ley no lo permitió, dieron su apoyo al partido librecambista de Sturge y a su proyecto de “reconciliación entre las clases medias y las clases laboriosas”. Del movimiento cartista (concretamente de Bronterre) tomó Marx las fórmulas de su manifiesto. Y fue precisamente del marxismo, de donde salieron las dos organizaciones sindicales del continente que han dado su apoyo confiado a los partidos socialista y comunista. El sindicato anarquista, prudoniano y blanquista, fue aniquilado en la Comuna de París de 1871 por el mismo hombre, Thiers, que provocó su primera represión en Lyon y París en 1834, apenas nacido. A diferencia del sindicalismo inglés, el francés era artesanal, romántico y antimaquinista. Francia estaba más atrasada industrialmente. Pero ambos sindicalismos surgen al mismo tiempo, ya que la insurrección popular que cambió la dinastía borbónica por la orleanista en 1830 (y que fue burlada en sus esperanzas democráticas por los Thiers, Guizot y compañía) coincidió con las campañas políticas en Inglaterra contra la ley electoral de 1832 y contra la reforma de la ley de pobres de 1834, que dieron el poder a la burguesía inglesa y dejaron a la clase obrera sin la reglamentación parroquial de asistencia. Donde hay libertades y conflicto social, es decir, salarios, beneficios, intereses de categorías profesionales, etc., surgen los sindicatos, pero si éstos no son reivindicativos, se desnaturalizan y corrompen al abrigo de las subvenciones, siendo sus pobres actuaciones (última manifestación) ridiculizadas por la prensa del régimen: “tigres de papel” (El Mundo) “respuesta emocional” (El País). Si los sindicatos, con su ínfimo nivel de afiliación, son calificados de obsoletos y anquilosados, qué decir de la anacrónica Cámara legislativa donde los partidos estatales aposentan a sus funcionarios. Desde ella, el acartonado José Bono recuerda a las organizaciones sindicales que las leyes las hace el Parlamento, o lo que es lo mismo para quien rechaza la separación de poderes: las dicta el Ejecutivo desde el Banco Azul.