Burke fue el primero en defender la legitimidad de las agrupaciones parlamentarias de diputados afines. Los partidos políticos nacieron como fracciones de la sociedad política constituida en Parlamento. Los votantes eran ajenos a semejantes asociaciones. La extensión del sufragio como derecho, la división de la sociedad en clases y la movilización de los ciudadanos para entablar luchas sociales, transformaron la primigenia naturaleza estatal de los partidos. Al trasladar el centro de gravedad desde la cámara parlamentaria a la sociedad civil se convirtieron en partidos societarios de masas. La financiación de los militantes les permitió la independencia necesaria para desempeñar su vocación transformadora del Estado, conforme a su imagen ideológica. La mitigación y desaparición de la lucha de clases, la concepción del sufragio como deber y la financiación pública, han hecho retroceder a los partidos a su primitiva condición estatal. Así, los componentes del bloque constitucional de la partidocracia perpetúan en España, tras la dictadura, la función de señorío del Estado sobre una sociedad tutelada. Reducidos a centros oficiosos de selección de personal burocrático y de gobierno, dejan de ser instituciones civilmente necesarias. Resulta imposible que una formación política que no sea independiente del Estado pueda impedir el abuso y la corrupción del PSOE, el PP, satélites ministeriales, y nacionalismos periféricos, cuyo sostenimiento con fondos públicos es causa y efecto de subordinación de la sociedad civil a la oligarquía de partidos. En un llamamiento a todos los grupos de la Cámara para que apoyen solicitar al Gobierno que suspenda la subida del impuesto sobre el valor añadido, la portavoz del PP en el Congreso ha exhortado a la diputadumbre a votar “en conciencia y según sus consideraciones”. Dejando a un lado la desvergonzada inutilidad de semejante petición (todos los que aceptan ser estabulados en una lista saben que tal cosa supone una constante abdicación de la personalidad) doña Soraya Sáenz de Santamaría, si por un milagro de conversión liberal, fuese coherente con la prédica de eliminar los impuestos más gravosos, reclamaría inmediatamente acabar con la dotación del Estado a su propio partido. La modernidad de este Régimen ha consistido en suprimir los tributos feudales a la Iglesia para establecerlos a favor de los señoríos políticos.