Acontecimiento inaudito por una causa audita. Rebelión corporativa por motivos corporativos. Paro de los secretarios judiciales por solidaridad de cuerpo con una compañera castigada por el poder extrajudicial. Plante de la corporación juzgadora por falta de medios materiales para despachar, en tiempo procesal, los asuntos judiciales. Esto no degrada la justicia, la corporativiza como estamento estatal separado de la sociedad. Ni la más remota relación con el vicio medular de la magistratura: su dependencia de los partidos y del Gobierno. Esto no la indigna y, por tanto, la deprava. Dos cosas degradan la justicia. No separar los poderes estatales y fiar la independencia judicial a la solitaria conciencia del Juez. Pero la separación de poderes no basta para asegurar la independencia juzgadora, en los países que idearon la juris-dicción como fórmula de decir el derecho en nombre de un soberano. No la garantiza porque en las instituciones que encarnan las grandes emociones morales, como las de la fe en la justicia divina o en la humana, acaba prevaleciendo el espíritu de sus tradiciones corporativas, eclesiásticas o judiciales. Y es tradición heredada la que nos hace creer que los jueces son independientes por el hecho de que en el momento del fallo, como en la religión, están a solas con su conciencia. Pocos saben que, en el albor de la modernidad, el nuevo poder les negó incluso la conciencia. La primera ley organizativa de la justicia moderna, ideada por la Asamblea de la Revolución francesa, prohibió a los jueces que interpretaran las leyes. La libertad de conciencia interpretativa la otorgó el Estado, cuando se percató de que la tradición de gentileza hacia lo sagrado, impediría pensar al justiciable que los jueces, como sacerdotes laicos, fueran capaces de prevaricar. Ningún magistrado admitirá que se deprava si deja de tomar una resolución justa en el momento adecuado, o borra indicios de criminalidad en algún colega. Pero, pese a las dilaciones que le permiten las costumbres forenses, o a la disculpa gremial, comprensiva del delito judicial, es un depravado. La prevaricación sólo existe en teoría. La institución judicial es la más baja en los prestigios sociales. El conflicto que la desgarra no es de orden corporativo. Proviene de la confrontación latente, que estallaría con la libertad política, entre los magistrados arribistas, proclives al partido que los promociona, y la pasión por descubrir la verdad en el supuesto de hecho juzgado, que es la genuina fuente de las vocaciones judiciales. florilegio "Si los jueces fueran justos, con ciencia en la prueba y equidad en el fallo, muchas veces el criminal sería inocente, y el culpable nunca sería absuelto."