El drama de las ilusiones reformistas consiste en que el verbo democratizar está en el vocabulario, pero la acción que designa no existe ni puede existir en la realidad, tanto si pretende llegar a la democracia formal o política desde la legalidad de un régimen de poder no democrático, como si trata de instaurar la democracia material o social en instituciones no integradas por la naturaleza de su función en la sustancia de lo político. Tal imposibilidad determina el inexorable fracaso de los dos espectros fantasmales que crea la insatisfacción gobernada, si no hay democracia en la forma de gobierno, o sea, cuando no existe libertad de acción política. En viejos castilletes enlucidos de azul o rojo, dos fantasmas arrastran cadenas de inquietud para despabilar sueños reformistas o afanes de democracia participativa, con los que democratizar lo indemocratizable. Partidocracias estatales y estructuras jerarquizadas por su función (empresa, enseñanza, policía, burocracia…). Dos factores producen la inanidad de todos los proyectos reformistas. Uno procede de la naturaleza formal de la democracia política. Sus reglas no son sólo imperativas, sino constitutivas del juego. El intento de ajedrezar el juego de damas no es acción más absurda que la de querer democratizar la partidocracia. Al jugar en su terreno y con sus reglas, los reformistas le hacen el juego, la refuerzan, sin contar con las ventajas de la corrupción y de la posibilidad de comerse por decreto electoral las fichas del adversario. Con buenas intenciones, los reformistas despliegan tácticas tan infantiles y contradictorias que se condenan al fracaso o, si tienen éxito parcial, a ser bisagras del bipartidismo que querían reformar. Lo que prospera no es la extensión de las motivaciones reformistas o regeneradoras, nacidas de la incomprensión de la naturaza irreformable del Régimen que las crea, sino la ambición de poder subalterno de quienes las promueven y propagan para participar en la partidocracia con voz propia. El segundo factor del fracaso deriva de la necesidad del movimiento reformista de desarrollarse con las supervivientes energías sociales que, sin libertad política, crearon la forma no democrática de gobierno. Argumentada por Lenin en su polémica con Rosa Luxemburgo (Reforma o Revolución), se entiende bien la razón de la debilidad energética de los partidos reformistas. La Reforma ha de extraer sus energías del propio sistema que desea reformar, al creer que éste se ha desviado de su curso o ha caído en abusos corruptores de su finalidad. La reforma, tan ciega como impotente, quiere depurarlo con las energías residuales y nostálgicas del mismo consenso antidemocrático que lo fundó. florilegio "La reforma aumenta la entropía del sistema, la libertad crea negantropías."