Lo peor no ha sido el precio pagado, ni que parte de este precio se haya detraído de fondos públicos para atender necesidades vitales de pueblos pobres. Tampoco lo ha sido el sarcasmo de que ese dinero se haya pegado abigarradamente al techo de una sala dedicada a los Derechos Humanos. Todo eso se olvidaría con el paso del tiempo si lo realizado fuera una obra de arte, y no una obra de artesonado plástico sin el menor asomo de genialidad en el amasijo expresado, ni en la técnica de dominio industrial del innoble material utilizado. Los elogios del Rey y del Presidente del Gobierno al cotizado escayolista -debidos a la necesidad de justificar la motivación del comitente de un trabajo ajeno a la razón estética-, se unen a la absurda creencia oficial de que el arte no tiene precio, en una época donde el arte se valora y cotiza por el rango del artefactor en el mercado. El buen arte siempre contiene alguna representación del mundo. Si éste se hace pedazos -con actos inhumanos para combatir el terrorismo, genocidios o millones de parados traídos por el imperio global de las finanzas-, ese sería el momento donde los artistas, que en defecto de genio al menos se indignaran, encontrarían inspiración sublime para reconstruir lo roto en la realidad social con materiales extraídos de su alma insatisfecha del mundo. Pero los artistas de hoy, “cuanto menos talento tienen más contentos están de sí mismos” (Erasmo), y cuanto más pagados son por el mercado más satisfechos están de la sociedad que los encumbra. Son artistas de Estado. A un mundo cruel sin sentido de la humanidad corresponde ciertamente una estética de lo horroroso y de lo absurdo, que sólo podría ser expresada con la belleza de la fealdad que el artista condena. Pero el arte actual, sin representar más absurdidad que la de sí mismo, no puede expresar la bella sinceridad de las emociones naturales. Sin intuiciones de la vida, los artistas plásticos se hacen artefactores de lo grande sin grandiosidad. La nueva razón de su arte, como la vieja razón de Estado, se justifica por el secreto de una estética que sólo ellos comprenden. El secreto de la belleza lo encuentran en la belleza del secreto, y el poder de su arte, en el de los Secretarios de Estado que lo subvencionan. El conceptualismo artesanal repite la fealdad del mundo, sin intuir el que podría sustituirlo, ni las formas estéticas que podrían minarlo. Las emociones extravagantes que despierta sacuden el conformismo de las mentes, pero dejan intacto el de los corazones. Ese ha sido el pecado capital del modernitarismo artístico. florilegio "El arte se hace artesanía de Mercado como la política secretaría de Estado."