El televidente se siente tan atraído por las emanaciones catódicas como una planta por un rayo de luz en una habitación oscura. La audiencia ha convertido a los que se han hecho famosos, únicamente por aparecer en la televisión, en la élite de la vulgaridad; recurriendo a la psicología de masas, no sería difícil explicar que lo que se valora en aquéllos es precisamente que sean tan mediocres como el resto, pudiendo así, los telespectadores, como narcisos contemporáneos, admirarse a sí mismos. En esta usura de la autocomplacencia, no se duda en conceder caprichos a la vanidad y en desatar la libido del yo. La sobria autenticidad no tiene cabida, puesto que todo es exageración y gesticulación de los que son mascarones de proa de sí mismos. La obsesión neurótica por conocer y desvelar la cruda intimidad de unos cuantos personajes de pacotilla es ese derecho al deshonor del que ya decía Dostoievski que estamos siempre seguros, al ofrecérselo a los hombres, de verlos precipitarse hacia él. Pero el hedor de la inmundicia rosácea que desparraman los contenedores televisivos es liviano si lo comparamos con el que despide la manipulación informativa y la obscena propaganda que llevan a cabo los distintos canales al servicio del Régimen. Y ahora, con las anunciadas concentraciones, ya ni siquiera está garantizada la “pluralidad” de voces en un mismo concierto oligárquico del que dan fe esas tertulias donde los participantes, sin liberarse ni un solo instante de su camisa de fuerza ideológica, tratan de probar que la charlatanería es la mitad en el arte de medrar. Con el colapso financiero y la crisis económica haciendo de la necesidad virtud, mastodontes como Telecinco y Cuatro, La Sexta y Antena 3, cuyas direcciones parecían irreconciliables, se han agrupado para acercarse juntos al gran pesebre de la publicidad que les ha instalado graciosamente el señor Rodríguez Zapatero, que, si bien, en un alarde de boba cursilería, dijo que la tierra no pertenece a nadie salvo al viento, no está dispuesto a ser tan generoso con la propiedad e influencia sobre las grandes cadenas de televisión. Los capitostes de La Sexta, señores Roures y Lara, podrían llegar también a un acuerdo respecto a sus cabeceras periodísticas, fusionando la demagogia izquierdista de Público con la demagogia derechista de La Razón. En cuanto al “progresismo” prisaico de Cuatro y el “regresismo” berlusconiano de Telecinco, tampoco puede descartarse una fructífera unión entre El País y El Mundo, o entre Pedro J y Cebrián: tan parecidos en el fondo.