Si las instituciones se derivan de una entidad situada fuera y por encima de la sociedad, ésta queda reducida a la heteronomía y envuelta en un proceso de clausura frente al cambio y el cuestionamiento. ¿Quiénes osarán desafiar las leyes cuando es Dios el que las ha impuesto? ¿Cómo se puede concebir que sean injustas cuando la justicia no es más que otra de las caras de la divinidad? Ante esta fuente primaria del poder instituyente, la población queda relegada a un papel secundario y subordinado. Pero de la bendita separación de Iglesia y Estado -y por tanto, de la desaparición de las sanciones religiosas de la política que todavía imperan en la mayoría de los países musulmanes- no se deduce que la religión haya de tener exclusivamente un carácter privado. Las iglesias, mezquitas y sinagogas son espacios donde los creyentes se reúnen. Sólo los regímenes tiránicos prohibirían el funcionamiento público de la esfera religiosa. Por eso, más que el resultado del referéndum acerca de la construcción de alminares, conturba el hecho de que en Suiza se haya planteado tal cosa. Sorprende menos que el tosco demagogo que preside Francia, haya dicho que los minaretes son ostentosos en una “tierra de libertad” donde los musulmanes han de evitar las provocaciones y practicar su culto discretamente. Con un chauvinismo que lo acerca a Maurras y Le Pen, Sarkozy justifica la reacción helvética apelando al profundo sufrimiento de la pérdida de identidad nacional que supondría un número excesivo de almuédanos convocando a los fieles en las horas de oración. Si por un lado tenemos a los beatos del multiculturalismo y a los promotores de disparatadas alianzas de civilizaciones, por el otro, abundan los que se empeñan, con renovado espíritu de cruzada, en atizar el fuego de la guerra santa, como si fuese inevitable el choque con un Islam que estaría condenado a no evolucionar jamás, y cuya cruda opresión de las mujeres y odio por los cristianos y judíos (ahora, el imperialismo y el sionismo) resultarían imperecederos. Pero esta visión esencialista de una realidad heterogénea y compleja, que niega a los árabes, (presentados como irredentos fanáticos o tipos ideales de estatismo, es decir, sin potencialidad alguna) la posibilidad del cambio histórico, no es más que ese orientalismo o sistema de ficciones ideológicas, con un mal disimulado racismo, que Edward W. Said puso de relieve. No se vuelve uno hacia Dios sino para obtener lo imposible, utilizando esa clase de lenguaje universal que es la religión. Para lo posible, los hombres han de bastarse a sí mismos, organizando la acción de la libertad colectiva y la superación de los abusos del poder. El islamismo no es incompatible con la democracia, ni tampoco lo es el catolicismo, aunque se pueda pensar lo contrario atendiendo a la historia de España.