MARTÍN-MIGUEL RUBIO.
( A la cantante y actriz Isabel H. Dimas )
Querida y admirada Isabel: Me encantó sobremanera la interpretación excelsa, reconciliadora con lo mejor del hombre, que hiciste de una docena de canciones, acrisoladas ya como joyas de la cultura clásica musical, en el Museo del Vino de Valdepeñas, arregladas y versionadas por el sensible virtuosismo de Fran Montaña. No sólo tu voz cultivada y penetrante como un cuchillo civilizado que nos escarifica la podredumbre del alma es transparente, y llena de matices y registros misteriosos, de cultura arcana, sino que también llegas al corazón con la interpretación hiperestésica y encendida de las mismas, pareciéndolas sentir degarradoramente, con el sino trágico de cada una de ellas, siendo tú misma brasa de sentimiento. Isabel, dríade, napea, oréade o antríade que con la elegancia de un ave zancuda pisaba el suelo tórrido y báquico de Valdepeñas.
Con los pies desnudos, pisando grácil y augusta la tierra, como un bellísimo Anteo femenino nutrido por una energía telúrica, y con tu vestido de pureza de fuego, Diana cantora, te parecías a Zenobia, la hermosa emperatriz de Palmira, viuda de Odenato, que tras salvar a Europa de la eterna barbarie oriental, representada en la bestia humana de Sapor, cantaba prisionera descalza, pero tratada con los miramientos y delicadezas de una auténtica princesa, en la corte del generoso e infortunado Aureliano, poemas tristes de amor martirizado, que hacían llorar a los cortesanos por la sensibilidad y la inocencia virginal que en ellos ponía la infeliz y ya divinizada, entre sus oyentes deliciosamente perturbados, Zenobia. También a nosotros se nos saltaban las lágrimas por la catarsis que también produce la belleza, tanto la que brota de sentimientos alegres, como aquella que mana de los tristes.
Tu arte nos arrebataba a veces llevándonos a los momentos de melancolía, tristeza, amor y tragedia en nuestras vidas. Pero debes saber que el artista no es su arte, y no se puede confundir lo que no es de este mundo, y nos arrebata, del creador o intérprete que pisa el mundo llevando encima las mismas debilidades y miserias que los demás hombres. Por disciplinado que sea el artista, y se consagre como sacerdote a su Musa, el verdadero artista será siempre menos que su arte. Por eso no debemos nunca desilusionarnos con la vida de los artistas, porque lo único que nos enamora, eso que nos ayuda a transcendernos, es su arte. Y es a lo único que tenéis obligación de servir. Tú, admirada Isabel, con ojos de lechuza griega, nos sacaste de nuestras vidas fatalmente mediocres durante noventa minutos, y en ese tiempo breve intuimos que somos desobedientes a nuestro verdadero destino, y que hemos perdido en demasía el camino de la vida humana, impedida nuestra trocha con los innúmeros matorrales de la economía y la plebeyez de la cultura actual.
Aunque los fabricantes del gusto social nos hayan estragado desde hace tiempo el gusto estético propio de cada uno, no haciendo ya ascos ni al arte basura, ni al junk food, tu voz, tu olímpica voz perfecta, tus movimientos, tu aire y la guitarra armoniosa y viva de Fran Montaña, que la toca con ese aire plástico que daba a las guitarras el genial pintor valdepeñero Gregorio Prieto, como el cuerpo de una mujercita gallega, nos han hecho comprobar que nuestros instintos básicos de belleza gozan aún de salud. El arte de lo bello abre avenidas amenas y jubilosas al conocimiento sentimental del mundo y del alma. A diferencia de la mayor parte de los cantantes actuales, meros intérpretes de sonidos sin alma, fantasmagorías de lo insubstancial, tu ofrecimiento artístico no se desliza cuesta abajo hacia las anchas praderas en donde pastan las emociones de las muchedumbres hebetadas, sino que tu rigor académico, técnico y artístico, eliminando las huellas de un trabajo ciclópeo, nos brinda la intuición exquisita de una sencillez sublime en tu mélico canto.
Admirada Isabel de carmelitanos pies: los artistas como tú tienen algo de sacerdote, y es que sólo la religión puede disputarle al arte la primacía espiritual, en tanto que sentimiento poético de la relación de los hombres con la eternidad. A diferencia de la política y de la ciencia, la naturaleza del arte verdadero nunca decepciona, siempre nos consuela y muchas veces nos eleva. Sea épico, dramático, elegíaco o lírico, el hecho de que el arte brote del mundo de los instintos ( tu fuerza telúrica de Anteo femenino ), debería ser motivo suficiente para que éstos quedaran reconciliados con las aspiraciones del espíritu humano a vivir ideales nobles y realizables en otras manifestaciones de la vida racional, dentro de la sociedad.
Me dicen que por tus venas circula aún caudalosa sangre de la familia de Jacinto Benavente, y ello explica muchos acentos de tu estética y, además, intuyo en ti ciertas sombras y luces sublimes. Hay que haber sentido en el alma profundas alegrías vitales y hondos sufrimientos morales, para crear belleza en el arte. La inspiración siempre brota en los genios de la tristeza.
La progresía del momento no perdonó al noble Benavente que no firmara el manifiesto de la envidia española, envidia amarga y asesina de España, contra la concesión del Premio Nobel a Echegaray. Académico, escribió siempre desde una técnica y oficio impecables, cosa que los escritores ignaros – aunque no tanto como ahora – no le perdonaron, hasta que asqueado dejó de escribir en este país de navajas albaceteñas. Tú, adorada artista, resiste siempre a la progresía analfabeta del “gusto es cosa de cada uno”. Tu devoto que besa tu mano.
( A la cantante y actriz Isabel H. Dimas )