Rapto de las sabinas. Anónimo. Siglo XVII.

Y que no hay manera de defenderse, ¿eh? Que ante ella estamos completamente vendidos. Que un día te ponen una multa de aparcamiento de esas injustas, que es ver el papelito de lejos y pensar «no tiene pinta de propaganda esto, no…», y lo coges con manos temblorosas y efectivamente, menuda multa que te han clavado. Pero es que además no tenían por qué. Y haces un barrido calle arriba, calle abajo a ver si encuentras al controlador de turno que, por muy uniformado que vaya, ni es autoridad ni nada, pero ojo, que potestad para imponer sanciones administrativas en base a su criterio parece que sí que tiene. Y te acercas a él sonriente y educada e intentas explicarle las válidas razones por las que tiene que retirar la multa. Pero nada; sin mirarte siquiera, mientras continúa su ronda poniendo multas bajo los limpiaparabrisas (qué arte tienen, eso sí; que no sabes si a final de mes le pagan en función del papel gastado o trabajó antes para una empresa de ésas de «compramos tu coche», que te empapelan un barrio entero en un visto y no visto) te contesta, a regañadientes ante tu insistencia, que la multa ya está puesta y que si quieres la anules por un módico precio.

Y tú miras la multa y resulta que no es anulable. Por lo menos eso te salva del dilema moral; ¿Anulas sabiendo que la multa es injusta y te quitas de líos o te resistes ahora y siempre? Pero que no es el caso, porque no puedes anularla. De qué depende, no lo sé. ¿El color del coche, matrícula par o impar, soleado o nublado, café solo o con leche?

Para leches la mala que se te queda después del encuentro. Pero no pasa nada. ¡La multa es injusta! Recurrámosla. Y al final lo consigues, claro, después de pelearte con la web de turno que, por supuesto, al ser una página relacionada con el sector público, está en manos de subcontratas privadas que no sé yo de dónde sacan a los informáticos, o el poquito empeño que le ponen, o si se trata de alguna broma muy privada y muy retorcida, pero el caso es que falla más que una escopeta de feria. Mucha paciencia, numerosos intentos y algunas palabras malsonantes después, consigues mandar el recurso. Respiras satisfecha. Por fin se hace el silencio…

Para silencios, el administrativo. Que un par de meses después ya ni te acordabas del periplo, que parece que no, pero una tiene otras cosas en las que pensar. Y un día abriendo el buzón te encuentras con una carta, y así, en grande, por si acaso no te has puesto las gafas, te informan de que tienes que pagar. Y luego en pequeñito la posibilidad de recurso de alzada. Te alzas indignada y vuelves a armarte de paciencia para poner el recurso. Que presentas argumentos, documentación (vigila el formato y el tamaño, que no todo vale), razones de peso, lenguaje jurídico…, que te faltan la fe de bautismo y sangre de virgen, pero como tampoco se lo vas a mandar a San José, pues eso te lo saltas. Y lo mandas un par de días después con tu ordenador nuevo, ya que el otro te lo has cargado en un arranque de desesperación. Satisfacción. Recursos peor sustentados, argumentados y presentados he visto yo en el Tribunal Constitucional.

Y vuelta a tu vida, y a olvidar casi por completo el incidente. La fuerza de la razón, la justicia, la sensatez, están contigo y lo has demostrado con creces. Y vuelta a mirar en el buzón un día cualquiera meses más tarde para toparte con otra carta, en la que te rechazan el recurso así porque sí, sin justificación alguna. ¿Pero por qué? ¿Cómo es posible? ¡Si tengo razón! ¡Si el recurso era impecable! Lo argumenté, lo documenté, no dejé nada al azar.

Para azarosa la empresa en la que te has embarcado. Porque a estas alturas esto es ya una cruzada personal, de tal calibre que ríase usted de los templarios en Tierra Santa. Ni el Capitán Trueno, vamos.

Y tronando te vas al ayuntamiento, porque ya no te queda otra, porque si la montaña no va a Mahoma… es eso o meter tu dinero bajo el colchón y declararte en quiebra para que no te lo saquen de la cuenta, que hemos entrado en vía de apremio y encima te cobran intereses por robarte. Y en el ayuntamiento ni caso; claro que para cuando te toca el turno…, ¡bueno el turno!; para cuando te atiende la única auxiliar administrativo que queda en medio de la larga fila de mostradores vacíos (menos mal que me entrené buscando a Wally) resulta que tienes que coger número como en la pescadería para que te atiendan. Así que vuelta a empezar. Que digo yo, tantas opciones en función de cuál vaya a ser tu gestión para que luego sólo haya una ventanilla operativa. Que parece que la pandemia sólo les afecta del lado del administrado, que aquí hay más gente que en la guerra, unos se han hecho novios y todo esperando turno, ahora veo que cambian el que tenían para pedir licencia matrimonial. No sé si aconsejarles que pidan también para la partida de nacimiento ya que están, que si no cuando les atiendan tienen que ponerse a la cola otra vez, con el crío que les va a dar tiempo a tener.

Y está muy bien lo del teletrabajo, claro, pero siempre que las gestiones las puedas realizar de forma telemática. Porque si no, se forma allí un cuello de botella que ni la M-30 los lunes por la mañana.

Para botella, la que tiene pinta de querer beberse la pobre administrativa que sacó la pajita más corta y le tocó presencialidad. Que para cuando te llega el turno ya no sabes para qué te sirve el número, si es que casi ni se ve, descolorido como está por el sudor, que lo has tenido aferrado en la mano tanto tiempo que ya no sabes si era la entrada del cine o vas a pedir cuarto y mitad de merluza.

Si es que te da pena la mujer, qué culpa tendrá. Le toca ser el punching ball de una caterva de injuriados ciudadanos que no tienen otra cara visible en la administración. Su única defensa ante tanta concentración de energía negativa es entrar en modo zen, pasar de todo y de todos para lograr salir incólume una jornada más. Si es que hasta empatizas, llevas tantas horas que el bedel te conoce por tu nombre. A pesar de que sabes que es una empresa perdida, lo intentas. Te sientes hasta agradecida de poder hablar con un ser humano por fin. Explicas, sueltas un chascarrillo, te pones de los nervios, amenazas, luego suplicas…, pero ni por esas. Tratas con la esfinge. Lo único que hace es echar balones fuera. Que parece que estás viendo un partido de tenis, qué juego de muñeca que tienen para pasarse la pelota unos a otros. Tráfico, la Administración, un tío que tengo en Alcalá…

Parece que ni ellos me entienden a mí, ni yo les entiendo a ellos; estamos en paz. Este partido queda en tablas. Aún me queda la opción de meterme en otro berenjenal y denunciar por enriquecimiento injusto a la Administración. O no. Porque cuando la montaña se desploma sobre Mahoma, al pobre infeliz no le queda más remedio que apartarse, o perecer sepultado.

1 COMENTARIO

  1. La violencia del Estado, con o sin Hobbes, se excusa en la servidumbre; la mayor parte de las veces voluntaria, pero en otras pocas en la injusticia.
    He padecido en dos ocasiones tal abuso. En la primera por mala aplicación del Código de Circulación. Correspondía sancionar con falta leve y se empeñaron, y me quitaron, el importe de falta grave. Ni el denunciante, ni el negociado de sanciones, ni el alcalde tuvieron a bien leer mi recurso.
    La segunda por clara y manifiesta chulería y prevaricación del agente, que incorporándose desde un carril secundario, me denuncia por conducción temeraria, adelantando por la derecha y la izquierda, con grave peligro para otros usuarios. Recurso, nuevo recurso, queja al director de Tráfico… Nada. Cien mil pesetas de multa, retirada del carnet y la pena de pedir favores, taxis, tiempo y una indefensión total.

    Sí, nadie atiende las razones, justas y oportunas, de clamar contra la permanente tiranía de unos servidores del Estado que delinquen contra la libertad y la justicia de los gobernados

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