Es inevitable la referencia que esas dos palabras tienen con la op.44 de Sibelius, el músico finlandés, que en el último tercio de su vida se sumió en el silencio y el alejamiento después de haber saboreado, lejos de su tierra y de sus gentes, el triunfo que todo artista desea no solo como tributo a su vanidad sino como prueba de su talento manifestado en sus obras. La evocación que aquí hago de la obra de Sibelius tiene dos explicaciones: una, la de que este artículo ha sido inspirado mientras escuchaba su “Vals triste” (que, por cierto, recomiendo escuchar una vez concluida la lectura de este artículo), y otra, la de que la emoción interior que me producía la escucha de esta obra ha conectado mi alma con el sentimiento de desde hace tiempo me embarga por la situación del mundo.

En esta obra de Sibelius he visto reflejado el llanto, sobre todo en el devenir pausado y profundo de uno de sus principales instrumentos: el contrabajo. Me imaginaba interiormente como si en mi mente se hubiera abierto una gotera que hiciera deslizar mis lágrimas hasta la tarima del fondo de mi alma donde un recipiente sordamente sonoro recibiera el golpeteo entrecortado de su caída sucesiva. El apoyo del contrabajo al desarrollo de la melodía es como un lagrimón parcamente repetido que hace retumbar las fibras más delicadas del corazón. Bum, bum, bum…

Esa gotera interior no es otra cosa que la herida que se ha abierto en el cuerpo de la humanidad (del que todos formamos parte) con la violencia que sufren pueblos enteros (Siria, Irak, Afganistán,…por ejemplo), con el dolor de tantas personas ignoradas y despreciadas (los presos abrasados de la cárcel en llamas de Honduras), o con los miles y miles de personas abandonadas a su suerte en medio de sucesivas hambrunas (Somalia, y demás países del centro de África). Lugares donde la crisis no es la crisis económica, sino la crisis del modelo de humanidad que llevamos tantos años viviendo.

La melodía del mundo ya no la marcan los violines de la prosperidad, sino la laboriosidad oculta de los contrabajos. El mercado se sostiene en gran parte con el trabajo profundo de los trabajadores del tercer mundo que no demandan un salario de primer mundo. La competencia se consigue o se mantiene muchas veces a base del abaratamiento de costes, en perjuicio de miles de brazos casi gratuitos de jóvenes y niños que nunca verán el progreso en sus vidas. Por cada injusticia que se produce en el mundo cae un lagrimón al ritmo de contrabajo. La danza del primer mundo (en crisis) se desliza de puntillas sobre los soportes que le ofrece el “bum, bum” del contrabajo del sur.

Hay formas y formas del mirar hacia el mundo. No todas las ventanas de la casa dan al mismo paisaje. Y no se puede confundir unos horizontes con otros. A veces lo más fácil es dirigir la atención hacia los violines que llevan la melodía; pero cuando se contempla la obra en conjunto se aprecia dónde están los pilares de la realidad: en los contrabajos.

Hoy toca mirar hacia lo hondo. Y el fondo lo marca el contrabajo anónimo y discreto. Como el raíl inmóvil –indispensable- que sustenta la circulación del tren de alta velocidad.

Puede parecer una simpleza. Pero si el arte no viene a salvarnos de nuestras inquietudes y nuestras angustias… dónde encontrar el manantial de la emoción. Hoy el contrabajo del vals triste me ha puesto en contacto –cadenciosamente lloroso- con mis congéneres que sufren en otros puntos del planeta azul. Y doy gracias porque en ese rincón frío de Europa, en la Finlandia (rusa en tiempos de Sibelius), la sensibilidad haya dado lugar a una creación artística capaz de emocionar a cualquier ser humano ante la desgracia ajena.

Y por qué no soñar con que, como en los dos últimos compases del Vals Triste, la escena de la historia quede totalmente dominada por los violines, porque las lágrimas del contrabajo hayan sido enjugadas por el pañuelo níveo de la justicia.

Fotografía del “Monumento a Sibelius” por Hattie Wilcox

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