Bandera de IU (foto: comcinco) La desvergüenza intelectual de los promotores del despotismo político alcanza niveles insidiosos cuando abordan el asunto de la representación política. Al igual que con las formas de gobierno, un eclecticismo imposible, como petición de principio, bloquea el razonamiento sobre los sistemas electorales. En el mundo felizmente democrático, unos se inclinan por lo proporcional y otros por lo mayoritario, con ventajas e inconvenientes auscultados por los especialistas en politología infusa. La homologación democrática de ambos sistemas electorales es una escarnecedora falsedad. La representación política de los ciudadanos sólo es posible a través de circunscripciones uninominales. Una irreflexiva o descuidada tendencia a la justicia suele conducir a gentes de buena fe y mala cabeza, al automatismo de adherirse a lo que los demás (los más tenaces, astutos o influyentes) quieran hacer pasar por inapelable. Al decantarse por un régimen electoral proporcional, muchos creen obedecer a ese sentido primario o instintivo de justicia que informa sus opiniones. Sugestionados por la apariencia de la justicia, consideran digno de todo encomio que se produzca el mayor grado de proporcionalidad entre el número de votos obtenidos y los premios, en forma de escaños, concedidos a los partidos. Un equitativo reparto que sería una bonita ilusión, si no fuese pasto de la demagogia y la incultura de la democracia. El Sr. Llamazares cree que es un fraude lo que le cuesta un escaño a Izquierda Unida, y se lamenta ante el Sr. Zapatero de que están dejando a un millón de personas fuera del pacto constitucional. Esa querencia por una traslación exacta de la voluntad general al sagrado recinto de la soberanía popular proviene del panteísmo político de Rousseau, un enemigo declarado de la representación política. Los diputados trompetean su mística unión con el cuerpo electoral, su consagración como representantes de todos los españoles, es decir, de ninguno. La impronta que la deificada proporcionalidad deja en tales representantes es una fidelidad lacayuna a los jefes y aparatos de unos partidos que promocionan la dependencia acrítica e inescrupulosa de sus agentes parlamentarios; lejos de correspondencia alguna, ni exacta ni aproximada, con la ciudadanía, mera comparsería de súbditos votantes.