Antonio García-Trevijano es una de esas figuras notables del pensamiento político español condenadas al ostracismo intelectual. Quizá sea porque en esta España donde existe libertad de expresión sin libertad de pensamiento, los enemigos del “como si” y del “pero es que” no tienen cabida. O tal vez porque hoy no se entienda que la acción política no es fruto del pensamiento sino precisamente todo lo contrario. Y él antes que nada fue acción. Adalid de la frustrada ruptura democrática en oposición tanto a Franco como al
consenso socialdemócrata autonómico, ahora en crisis, su papel protagonista durante la transición no se verá jamás en ningún documental laudatorio de una época elevada a la categoría de Santísima Concordia. Tampoco en las facultades se cita habitualmente su obra escrita, que excede de lo político y lo jurídico para extenderse a la historia y la estética como un todo inseparable.
Sin embargo, a pesar de su apartamiento de la vida pública, algo debía de tener este hombre cuando sólo después de morir, hace ahora un año, se atreven sus enemigos a arremeter contra él públicamente, las más de las veces y para más inri en la prensa rosa. Discusiones hereditarias aparte, con albacea dando declaraciones a los reporteros del corazón y satélites indiscretos que se arrogan una amistad de última hora para airear lo que la intimidad de esa relación aconsejaría callar, D. Antonio estaba acostumbrado a la difamación. Y todo por decir las verdades del barquero, como que en España no hay separación de poderes ni representación en el parlamento.
El PSOE no le perdonó jamás verse señalado como el oportunismo hecho carne y la nada ideológica tanto antes, como durante y después del franquismo. Como respuesta articuló la difamación guineana con Mújica de ariete. Tampoco el PCE, tras llamar traidor a Carrillo en su propia cara. Menos los nacionalistas y la derecha ideológica, vaticinando la descomposición de la conciencia nacional por el natural desarrollo del estado autonómico de partidos. Todos los postulantes del mal llamado derecho a decidir, que en realidad es una aspiración al derecho a la secesión, deberían leer su “Discurso de la República”, cuya presentación llenó el Paraninfo de San Bernardo flanqueado por Anson, José Luis Gutiérrez y Pedro J. Ramírez. También estaban Marcelino Camacho, Antonio Herrero y José Luis Balbín además de otras seiscientas personas. Muchas no pudieron acceder al recinto, que estaba abarrotado.
Y digo todos, porque en el otro lado, en el que se autodenomina constitucionalista, sus argumentos se centran en que sean todos los españoles los que decidan sobre la unidad del sujeto constituyente. Error. Ni aunque entre todos decidiéramos que una parte de España dejara de serlo, cambiaría su realidad como hecho nacional. España existió antes de la constitución, con la dictadura, con la república y con la monarquía. Y existe ahora con la actual partidocracia coronada.
Era el año 1.994 y ya distinguía la diferencia entre hechos de la voluntad, y por tanto decidibles en el terreno de la política, y hechos de la existencia, que nos vienen dados y que no se pueden decidir, sino tomar. A los primeros se les pregunta el cómo. A los segundos el por qué. Y el hecho nacional pertenece a esta última categoría, como la familia o el mismo clima.
Ahora, un año después de su muerte, la superficialidad del tratamiento de su figura es solo reflejo de la frivolidad que preside la política, la prensa y la cátedra. Sin embargo su obra está ahí, como un salvavidas intelectual a las frases hechas y al lenguaje retórico de los partidos. Realizable y contundente. Con la verdad y la lealtad por delante y la libertad como objetivo.
Trevijano no deja indiferente a nadie. O apasiona o se le odia. No se trata de que los que fuimos sus amigos o trabajamos con él profesionalmente y en la acción política le pongamos ahora por las nubes. Fíjense simplemente en quienes fueron sus enemigos. Eso le pone en su justo valor.