Adam Smith (foto: surfstyle) El colapso financiero obliga a reparar en la complicidad política o su dolosa imprevisión y en la mansedumbre e impotencia de las sociedades civiles; así como en las tenues líneas divisorias entre las actividades productivas y la economía ficción; en la tendencia a un endeudamiento que resulta devastador; y a la relación de la disminución del consumo masivo con la recesión y la destrucción de empleos. Algunos factores de la crisis pueden rastrearse en la historia de las mentalidades y las convenciones. Hay que remontarse a los últimos decenios del siglo XVII para hallar el origen de la idea moderna del trabajo. Dentro de las tres corrientes de economía política que se suceden por entonces (el mercantilismo evolucionado, la fisiocracia, y la investigación de Adam Smith sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones) nacen y circulan los conceptos de “trabajo productivo” a partir de la teoría del valor-utilidad, de “sociedad ocupada”, y el de trabajo “animado” o subjetivamente motivado del “hombre de pasiones”. En la época de la Ilustración se produce la primera elaboración de una teoría general del consumo que conlleva un nuevo discurso del trabajo ligado a la apología del lujo. El consumo de bienes no estrictamente necesarios se convierte en una motivación económica de primer orden, que además determina una laboriosidad ininterrumpida. Pero también quedan conformadas las virtudes comerciales y profesionales de las sociedades abiertas al capitalismo: las recompensas que se obtienen, más allá del pan, con el sudor de la frente, los ideales de utilidad y búsqueda de la felicidad material, la capacidad de ahorro, la sana ambición… todo ello aureolado de mediocridad. La pasión por el bienestar puede ser considerada la “madre de la servidumbre” cuando forja únicamente “hombres disciplinados y ciudadanos cobardes”. Y por ese camino, según Tocqueville, iban los economistas cuya aspiración era crear individuos no sólo iguales en derechos, sino también en pautas de conducta, consolidando la uniformidad adorada por una publicidad comercial que se dirige al hombre-masa; unos sujetos tan idénticos entre sí como aislados unos de otros, que sólo piden a su gobiernos el mantenimiento del orden y la estabilidad, aunque no incluyan la libertad política.