En el año 529 San Benito fija su residencia en Montecassino, donde se retoma la enseñanza de Platón, Aristóteles y Demócrito, se recita de nuevo la poesía de Virgilio y Ovidio, y se recuperan los trazos de la geometría antigua. El ora et labora del convento benedictino constituyó una bendita salvación de lo que nos constituye. Sobre los hombros de uno de los santos más eficaces de la cristiandad, vuelven a roturarse con azadas medievales las culturas griega y latina, para acabar componiendo el rostro de la modernidad occidental. Asimismo, la Iglesia adoptó la distinción establecida por los romanos entre autoridad y poder, reclamando para sí misma la antigua autoridad del Senado, y dejando el poder –que en el Imperio Romano, lejos de estar en manos del pueblo, era monopolizado por las distintas familias imperiales- a los príncipes terrenales. “Dos son las cosas por las que se gobierna sobre todo este mundo: la sagrada autoridad de los papas y el poder real”, escribía un sumo pontífice al emperador Anastasio I. Abandonando con frecuencia la perspectiva de la fe, el “funcionamiento” del cristianismo no se ha correspondido con el de una religión stricto sensu, sino que se ha desarrollado como ideología o interpretación parcial de la realidad, moral o principio de convivencia, o bien, instrumento de poder e institución pedagógica. Incluso se ha presentado con los rasgos de cierto humanismo, capaz de entablar un diálogo que se antoja imposible sin un sustrato común de ideas-creencias. Gramsci pensaba que una de las condiciones necesarias para el triunfo absoluto del marxismo consistía en la erradicación del cristianismo. Y en palabras del propio Marx: “El ateísmo es el humanismo mediatizado por la supresión de la religión, el comunismo es el humanismo mediatizado por la supresión de la propiedad privada”. Si la alienación religiosa tuvo el mismo origen que la económica, el único modo de acabar con la religión estribaría en lograr la libertad absoluta del hombre respecto de sus determinaciones materiales. La profecía de una sociedad sin clases sustituía el más allá por un indefinido “más tarde”. Kierkegaard, para quien la antinomia y la paradoja son criterios de lo religioso, no cesó de reclamar el tercer sacrificio exigido por Ignacio de Loyola, que es el que más alegra a Dios: el del Intelecto. A propósito de la fe, San Ignacio dice: “para no extraviarnos nunca, debemos estar siempre prontos a creer negro lo que yo veo blanco, si la iglesia jerárquica lo define así”. No podemos considerar a Cristo un revolucionario, ni tampoco un rebelde, puesto que predica la aceptación del mundo tal como es, negándose a incrementar su dolor pero consintiendo en sufrir el mal que contiene.