Venezuela se ha convertido en un gran cementerio. No es exageración. Ni es metáfora. Es la macabra realidad que nos consume, lentamente, día a día. Millones de venezolanos no tienen comida, ni dinero para comprarla. Tampoco gozan los privilegios de los enchufados, ni corren con “la suerte” de aquellos a quienes les llegan las migajas en bolsas CLAP. A esto hay que agregar la falta de recursos para comprar medicamentos; unos son muy costosos, y otros ni siquiera existen en el mercado local.
Esta imposibilidad de acceso a medicinas y alimentos es la causa directa del deterioro físico y mental de muchos venezolanos. Cuando el detrimento avanza a un estado casi terminal, no hay otra salida que ir a morir a los hospitales, los cuales se han convertido en antros de hacinamiento e insalubridad.
Quienes tratan de sobrellevar estoicamente estas carencias con rigurosas prácticas de austeridad, tampoco logran evitar la fatalidad. La muerte ronda en Venezuela por todas partes, y te puede emboscar en cualquier esquina como violencia política o violencia criminal. El país ha quedado en manos de bandas armadas que te asesinan por pensar distinto o por no llevar dinero suficiente al momento del “arrebatón”. No hay diferencia.
En el estado chavista la muerte y la tortura son usadas como perversos y eficientes mecanismos de control social. Es la única forma en que una minoría como el chavismo puede mantenerse en el poder en Venezuela, a pesar del rechazo del 80% del país. La violencia y el odio son deliberados y adquieren carácter de política de Estado para mantener chantajeada a toda la sociedad.
No se puede negociar con un régimen que no duda un segundo en sacrificar a su propia población civil para seguir en el poder. La muerte como arma política es el resultado de una voluntad definida que no va a cambiar en una mesa de negociación. Voceros calificados del chavismo lo han dicho una y mil veces. Nunca van a entregar el poder, al menos no por las buenas. Y hay que creerles, porque hasta ahora todas las amenazas las han cumplido. En eso no han sido mentirosos.
Enfrentada a esta situación, la alianza de partidos opositores (MUD) prefiere ignorar la nauseabunda realidad; entiende perfectamente que reconocerla obligaría a tomar acciones que no están dispuestos a asumir. Ignorar la realidad prepara el terreno para seguir por el atajo electoral, y ahora, además, por el de la cohabitación. Así, el discurso opositor —abundante en falacias bienintencionadas— se abraza a la muerte en lugar de combatirla, como si después de ese abrazo quedara alguna esperanza de vida.
Detrás de los llamados a votar sin garantías y a negociar sin objetivos con la dictadura, solo se esconde el afanoso deseo de claudicar la lucha democrática y convivir con el régimen, no de enfrentarlo. Y lo más pernicioso es que esos llamados se hacen para, supuestamente, evitar una guerra en la cual, a pesar de lo que digan estos “opositores”, ya estamos metidos. El monopolio de la violencia lo ejerce el régimen y así continuará a pesar de todas las concesiones que hagan los partidos de la MUD.
Que una u otra alcaldía quede en manos de los burócratas del régimen o de los camuflados de la MUD no hace ninguna diferencia en un país saqueado y al borde del colapso económico. Ni resuelve el diario dilema entre la vida y la muerte. Y lo más grave es que la mafia cívico-militar de poder chavista se mantiene intacta como lo ha estado a lo largo de estos dieciocho años. Mientras la MUD y el régimen continúan en su fiesta electoral, democrática y cívica, Venezuela se sigue desangrando. Esto en realidad parece más un sepelio, donde el gobierno y sus colaboradores ponen la urna y el pueblo los muertos.