La generosa lluvia de este invierno nos augura una Pascua verdaderamente florida y un año de abundante cosecha que colme las trojes de las buenas gentes del campo. Todos deseamos que al largo ciclo de aridez que hemos sufrido suceda un ciclo en el que las umbríferas doncellas amamanten constantemente la tierra sitibunda, recuperándose veneros y manantiales. De todos modos, bueno sería que si por España vuelve de nuevo la oportunidad de unir las siete grandes cuencas fluviales no se vuelva a dejar pasar, pues convertiría la mayor parte del territorio de España en un verdadero vergel.
Escribimos este artículo en los días previos a la Pascua, fiesta de la libertad por antonomasia, en la que los judíos celebran la liberación de su esclavitud en Egipto, y los cristianos la liberación de la esclavitud del pecado. Antes de la reforma del Rey Josías la Pascua era una fiesta de inicio de la primavera, una fiesta agrícola y ganadera. Los pastores celebraban la Pascua en sí, y los agricultores la fiesta de los Ácimos, que quedarán unidas en una sola fiesta a partir del siglo VII a. C. Con la llegada de la primavera parían las cabras y las ovejas, el ganado menor de los pastores nómadas, y éstos se disponían a transhumar en busca de nuevos pastos. Antes de separarse, se reunían en la noche del plenilunio, aprovechando el descanso de sus ganados en los rediles, y a la luz de la luna llena sacrificaban un cordero con el fin de asegurar la fecundidad de los mismos – ritos similares se detectan aún hoy entre tribus beduinas -.
En los pueblos sedentarios, con la llegada de la primavera y el comienzo de la siega de la cebada, tenía también un rito religioso: la ofrenda de la primicia de la cosecha cuyo fin era impetrar la abundancia de las mieses y la fecundidad de los campos. Durante los siete días siguientes sólo se comía pan sin levadura, hecho con los granos molidos de las espigas recién cortadas. La razón de comer únicamente este pan ácimo puede estar relacionada con antiguas tradiciones que hablaban de influencias maléficas, por lo cual se evitaba utilizar levadura sobrante de la cosecha anterior para hacer fermentar el fruto de la nueva cosecha, o con la idea de que al iniciarse, con la llegada de la primavera, el ciclo de la vida, también el pan, alimento básico del hombre, debería estar elaborado con harina nueva, sin mezcla de nada antiguo.
Los ciclos religiosos siempre se fundan en el ciclo agrícola. La liberación de la Pascua coincide con el despertar libérrimo de la Naturaleza.
La Pascua recordará siempre a los israelitas que fueron esclavos en Egipto y que su Dios los liberó con su mano poderosa de la esclavitud. No podemos olvidar que los judíos llaman a esta fiesta “Zeman Herutenu”, esto es, Fiesta de Nuestra Liberación. En la época de Jesús, en los días que precedían a la fiesta, y sobre todo en la víspera, Jerusalén se convertía en un mercado ruidoso y multicolor, saturados de voces y gentes de los más remotos lugares. En efecto, numerosos judíos y prosélitos llegaban de todos los rincones de Palestina y de los lugares más apartados del mundo conocido, como Babilonia y Media, Siria y Egipto, Chipre, Grecia, Roma… Todas las calles, y en especial las más importantes, se llenaban de puestos y tenderetes. Llegada la hora del mediodía cesaba absolutamente todo trabajo y un aire de fiesta invadía la ciudad y penetraba por todos los poros de la misma. Miles de judíos cruzaban entonces las calles de Jerusalén, en dirección al templo, llevando sobre sus espaldas el cordero o cabrito que habían de sacrificar. Cualquier israelita, generalmente padre de familia, podía sacrificar su propio cordero, pero la sangre de la víctima tenía que ser recogida en su copa por uno de los sacerdotes. Éste la pasaba al sacerdote inmediato y éste al otro, y así sucesivamente, hasta que el más próximo al altar la derramaba de golpe al pie del mismo.
Era la gran fiesta, la fiesta de su propia libertad, y todos sentían cuando llegaba la cena, muy protocolizada por el “Seder”, como si bajo aquella luna hubiesen salido de la pesadilla de una vida esclavizada y se encontraran, como sus antepasados, ante la incógnita del mañana, pero pisando ya la tierra de la libertad. Pues bien, la última cena de Jesús fue también su última Pascua de tradición judía y la primera con que funda la Pascua y la Eucaristía cristianas. La sangre de Jesús es la sangre de nuestro Cordero Pascual, muerto sin que se le quebrase ningún hueso como exige la tradición judía. El Cuerpo de Jesús será también el pan ázimo de los cristianos en su marcha de liberación hacia el Reino de Dios. Antigua fiesta de la primavera, es para cristianos y judíos Fiesta de la Libertad. Libertad frente al despotismo político, libertad frente a la esclavitud a la que nos somete el pecado a cada uno.
Jesús quiso en “la última cena” que ésta significase en adelante el punto de arranque y el núcleo de una nueva historia, de una historia en la que estará implicada toda la humanidad. “He deseado ardientemente comer este cordero pascual con vosotros antes de padecer”. ¿Quién es ese “vosotros”? ¿Sólo los Doce Apóstoles, incluido también “el traidor”? Probablemente también estaban los seguidores y las seguidoras que lo habían acompañado desde Galilea. ¿Cómo no suponer que en esta “extrema cena” deberían haberse encontrado también como comensales su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y la propia María Magdalena, aunque su mesa estuviera separada, como “mesa de las mujeres”? Realmente en esa cena de Pascua estamos todos, y este año volveremos a estarlo.