Con motivo de la charlotada criminal de la Bastilla (la visión de la cabeza del gobernador Launay ensartada en una pica estremeció a Saint-Just, un asesino exquisito), el duque de La Rochefoucauld despertó en Versalles a Luis XVI:
–¿Es una revuelta? –quiso saber el rey.
–No, sire. Es una revolución.
Un jefe comunista y un jefe separatista deciden hoy los impuestos de España en una cárcel… española. ¿Es la Revolución? No, es “la conquista del Estado”, y sin pegar un solo tiro. Lo de Carrillo pasando por la ventanilla (“concordia y café para todos”) de Suárez es lo de Pablemos pasando por el top manta (“fuerza intrínseca”, “granito engrasado”) de Sánchez: “paz social” a cambio de prebendas estatales, pues en el Estado de Partidos, donde todo es mentira menos lo malo, los comunistas son un partido tan estatal y prebendario como el de los liberales, con los contribuyentes liberales obligados a pagar el momio de los comunistas y los contribuyentes comunistas obligados a pagar el momio de los liberales, quienes, por cierto, nunca dicen “comunistas”, por parecerles cosa de fachas, sino “populistas”: si van de malotes, critican el “populismo”, y si van de buenotes, elogian el “Estado de Derecho”, tautología que nada significa.
Este supremacismo del Estado lo predicó mucho y bien Ramiro Ledesma, a quien todos parecen acogerse:
–Corresponde al Estado la realización de todos los valores de índole política, cultural y económica que dentro de este pueblo haya. Defendemos, por tanto, un panestatismo, un Estado que consiga todas las eficacias. Al hablar de supremacía del Estado se quiere decir que el Estado es el máximo valor político.
¿Algún chirrido, al contrastar esta ideología con la realidad que tenemos delante? Oirán que, aquí, todos los pactos son “de Estado”. Y los desayunos, almuerzos, cenas, bodas, funerales… ¡Hasta el hampa es de Estado! Y los abogados, claro, que en vez de abrir un bufete en la calle sientan plaza… en el Consejo de Estado.

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