Si el macedonio Calístenes hubiese nacido en la aerófana y virtuosa época de Urdangarín ¿hubiera muerto casualmente en algún atentado terrorista multitudinario sin resolver? ¿En algún inexplicable accidente de tráfico archivado? ¿En algún Hospital por abstrusa y no intencionada negligencia o error médicos? ¿Por algún fatal accidente de escopeta de caza anónima? ¿O hubiera sobrevivido a su recta e impopular costumbre de decir siempre la verdad y criticar a los indignos aduladores flabelíferos de los poderosos? Quizás ninguna de estas posibilidades. Más que sobrevivir, un oscuro y ominoso silencio ciego sin límites y una indiferencia social hostil como un campo inhóspito de aulagas le podría haber rodeado. Blanca osamenta esteparia de la Century Fox. Como el precedente macedón no hubiera llegado a hacer una gran carrera judicial, ni una gran carrera política, y hubiera sido relegado vitaliciamente al ostracismo.
A diferencia de los demás cortesanos macedones, Calístenes quiso despedirse un día de Alejandro Magno, como siempre, con un beso, en lugar de postrarse como los demás ante él – cumpliendo fielmente el ceremonial de la proskýnesis -, y Alejandro aquel día no consintió que Calístenes le besara, ante lo que éste exclamó: “Me marcho con un beso de menos”. A diferencia de Anaxarco, y de los demás macedones más aduladores y corvinos (kólakes/kórakes), Calístenes se opuso siempre al ritual oriental e indigno de la proskýnesis: “Son muchos los medios de distinguir qué honores son propios del hombre y cuáles han reservado los hombres a los dioses. A los hombres corresponden los elogios; a los dioses, postrarse y arrodillarse ante sus estatuas o betilos. Los hombres libres, al saludarse de dan un beso de amistad; pero si la proskýnesis se reserva a la divinidad como máximo honor es porque se trata de algo que está por encima de nosotros y no nos es lícito ni siquiera tocarlo. Si por encontrarnos tratando este tema en una región bárbara hay que pensar con mentalidad bárbara, creo, Alejandro, que he de pedirte que te acuerdes de Grecia, por cuyo motivo organizaste esta expedición, a fin de anexionar Asia a Grecia. Considera detenidamente lo siguiente: cuando regreses a Grecia, ¿vas a obligar a los griegos, que son los hombres que en mayor aprecio tienen su libertad, a aceptar la proskýnesis, o eximirás de ella a los griegos, manteniéndola como afrentosa obligación para los macedonios? Si como se cuenta, Ciro el hijo de Cambises fue el primer hombre que recibió los honores de la proskýnesis, y esta humillante costumbre permaneció desde entonces entre persas y medos, debes recapacitar en que a este Ciro bien cuerdo lo volvieron los escitas, gente libre aunque pobre, al igual que los otros escitas lo hicieron con Darío; los atenienses y los lacedemonios con Jerjes; Clearco y Jenofonte al frente de sus diez mil hombres con Artajerjes; y tú mismo, Alejandro, lo has hecho con Darío”.
Los Anaxarcos de entonces, lo mismo que hoy los más babosos de los monárquicos españoles – con una muy corta militancia monárquica, por cierto – no podían soportar que quedara impune el elegante sentido de la dignidad de Calístenes, y le implicaron calumniosamente en la conjura de los Pajes, organizada para acabar con la vida de aquel Rey soberbio. Casi todos los historiadores de la Antigüedad Clásica están de acuerdo en que Calístenes jamás hubiera levantado su mano contra la vida de aquel joven Rey, que fue tan amigo suyo durante la adolescencia, y al que como buen amigo sencillamente le decía la verdad, por incómoda que fuese al ya vanidoso Alejandro. Pero el ingrato Alejandro dio fácil crédito a las falsas acusaciones contra Calístenes, sólo por el resentimiento que ya entonces sentía hacia su digna persona, y porque odiaba que Calístenes hubiera sido amigo íntimo de su paje Hermolao, uno de los pajes que habían pretendido matarle. Calístenes fue cargado de grilletes y tuvo que desfilar así ante todo el campamento, muriendo más tarde de enfermedad. Y según Ptolomeo, el hijo de Lago, el diádoco que habría de fundar un reino helenístico que terminaría con la bella Cleopatra, Calístenes fue sometido a tortura y colgado hasta que murió. Un día después, el Rey lloró lágrimas de cocodrilo por su amigo libre, y mandó componer un treno al citaredo Aristónico, treno tan hermoso que nos choca que el propio Aristónico muriese en una batalla dos semanas después luchando contra los escitas dirigidos por Espitámenes.
España, qué duda cabe, siempre ha sido un país de pobres y débiles Aristarcos. Un país en donde las cárceles sólo se pueblan de pobres muertos de hambre, y en el que los jueces y la policía suelen hacer una cuidadosa selección social de la justicia y el castigo. La Historia lo cuenta demasiadas veces. Un pobre ladrón de gallinas o un desgraciado drogadicto con el mono suelen acabar en la cárcel – entre otras cosas porque para ellos está levantada -, pero el rico delincuente suele escapar del castigo con una fianza que ni siquiera debilita su tren de vida. Y si estuviese emparentado con la sangre azul, apenas un huevo manchará su coche. La teoría del escita Anacarsis que visitó la Atenas clásica se ha cumplido siempre en Hispania como una Ley de la Física: Las leyes son redes de tal urdimbre confeccionadas que en ellas caen las moscas pequeñas y sin fuerzas, y escapan de ellas las gordas o moscardones cargados de energía.
Hoy toda España mira al juez Castro: de su ejecutoria sabremos si seguiremos siendo fieles a nuestro destino fatal, el destino de la no libertad. Pero tenemos esperanzas: se dice que Calístenes era sencillo y de vestimenta común…como el juez Castro.
Martin-Miguel Rubio