Sr. Jiménez, reduccionista hermenéutico (foto: jmlage) Es curioso cómo los entregados a la pasión de conservar el entorno político, no importa si mediante el elogio o la crítica, oscilan entre dos posiciones intelectuales que se corresponden con sendas corrientes filosóficas que cabalgaron el paso entre los siglos XIX y XX: la fenomenológica y la hermenéutica. La primera consideraba que la pureza de la teoría daba acceso a la realidad (tomada como conciencia), sin intromisión de simbolismos o representaciones de los objetos de reflexión. La segunda decía imposible aplicar los métodos propios de las ciencias exactas a las sociales y consideraba destino de su discurso a las propias interpretaciones de los hechos. Si confiamos en la reducción fenomenológica a la hora de comprender la realidad del Estado español, su estructura institucional, las técnicas de gobierno, las declaraciones de los dirigentes y los resultados de sus acciones, pensando que constituyen en sí mismos discursos lógicos, objetos incausados de la conciencia, estamos declarando que el análisis no es medio sino fin y dando carta blanca a quienes mandan. En ese caso, por ejemplo, el señor Rodríguez Zapatero reinaría por toda la eternidad. Si, por el contrario, reducimos los hechos a su interpretación, es difícil que las teorías políticas sean algo más que los intereses que las estimulan a nacer y mantenerse en pie. Bajo ese prisma, cómo no negar que generen nuevos acontecimientos o expliquen aquellos que no habían sido revelados por anteriores análisis, es decir, que guarden en sí mismas la fuerza motriz de los hechos naturales; justificamos así la renuncia a mejorar las condiciones de vida de la Humanidad y tachamos de subversión el pensamiento especulativo. Entonces, por ejemplo, la tecnología militar debería ser maestra única de la infancia. Ambas extravagancias intelectuales anulan la acción libre per se, y perpetúan la servidumbre política. Cabe preguntarse cómo se deshace el círculo vicioso que supondría la combinación política de estos reduccionismos interesados. Si no conocemos a ciencia cierta el rumbo y la distancia a la costa, debemos dejarnos llevar por la marea; esto, filosóficamente hablando, significa rendirse ante la tozudez de la materia y no cejar en el empeño de conocer. En política, quiere decir aprender de los hechos, teorizar y someter a crítica todo lo creado.