Hoy, en el muro virtual de una persona a la cual no conozco pero que se encuentra entre mis contactos del Caralibro, leí esta sencilla y directa pregunta, que encabeza este texto, lanzada al aire de las redes sociales, y me hizo expresar la siguiente reflexión.
En esta pregunta es clave la comprensión del significado de la palabra “confianza”. La confianza es una palabra cuyo origen etimológico proviene de la fe, del hecho de creer algo o en alguien, sin pruebas basadas en hechos fe-hacientes, y sometido a la indeterminación inevitable de un futuro incierto.
Es habitual tener fe en las cuestiones trascendentes y trascendentales, y además en las personas próximas y conocidas cuya trayectoria vital conocemos a través de la inmediatez de la cercanía, y que nos permite valorar positiva o negativamente su valía. Por lo tanto, aplicar la palabra “confianza” a las personas desconocidas, lejanas y con las que no nos une ningún tipo de parentesco o vecindad es algo que únicamente una persona imprudente podría hacer.
En España, a ninguna de las personas de la mal llamada “clase política” (que no es tal, porque no intermedia frente al Estado junto a la sociedad civil, sino que es clase estatal, residente en el Estado y garante de su forma monárquica y anti-republicana) las eligen los gobernados, mucho menos las conocen por cercanía o proximidad y en la mayoría de los casos, desconocen por completo su valía y conducta moral, ya que no son convecinos.
La prudencia, virtud cardinal que debería de presidir la acción de cualquier ser humano, tendría que invitar no a la confianza en los desconocidos, sino a la cautela. Y la cautela se establece mediante la existencia de controles y garantías contractuales que nos permitan prevenirnos frente a la acción de personas desconocidas, en las cuales no podemos adivinar o intuir sus verdaderas intenciones.
Sin embargo, el régimen político de poder que existe en España, carece de todo tipo de garantías y cautelas frente a la acción de unos diputados desconocidos, no elegidos por los votantes, y cuya acción no puede ser sancionada o evitada debido a esa ausencia de control. Simplemente no se puede actuar adoptando cautelas frente a un poder que únicamente es consentido, pero en el que no se reconoce la autoridad moral causada por la convivencia cercana. Un poder únicamente consentido, como expresara con notable intuición García-Trevijano, pero que no es libremente elegido, no puede disponer de una autoridad moral natural reconocida por quienes han de obedecerlo.
Lo normal, por ser lo natural, debiera ser que los vecinos de una pequeña comunidad, de un distrito, apoderasen a personas cercanas que, incluso contando con esa confianza inmediata proporcionada por la cercanía, pudiesen revocar. Sin embargo eso, en este régimen de poder franquista, no es posible debido a que los votantes no apoderan a nadie, no realizan una elección de sus representantes vecinales para diputarlos, sino que delegan esa responsabilidad que debería de ser suya, en las manos de unos individuos que no eligen, y que se encuentran ya instalados en el poder del Estado. Y la diferencia entre la irresponsabilidad de quien delega y el que apodera a un representante es abismal, a pesar de que frecuentemente se obvie este aspecto, incluso entre los conocedores del Derecho, confundiendo así la representación política con un sentimiento propio del adolescente, que se identifica con otro para delegar en él lo que debería de ser de su incumbencia.
Así, se sustituye la fe y la creencia natural en la trascendencia, por la creencia en la política del Estado, que se convierte en una religión en donde el ser humano adora, no al hombre, sino a la idea del propio hombre. Los jefes de partidos, a través de sus funcionarios políticos (“los políticos” en la forma coloquial), convertidos en sacerdotes de la doctrina estatal, son quienes aplican sus designios sobre la sociedad civil para dictaminar lo que está bien o lo que está mal, regulando incluso la vida privada e íntima de las personas, a través de las leyes que hacen para someterlas y preservar su estatus privilegiado. Esto es la evidencia del totalitarismo del régimen: leyes que no provienen del interés y contacto vecinal, de la moral y de las necesidades cotidianas que regulan el civismo, que no se derivan de la confianza natural de la cercanía, sino únicamente del interés de una clase estatal, pagada por la monarquía y que no representa a nada o a nadie, para preservar su poder absoluto y omnímodo, la razón del Estado.
Y ahora corran, corran todos a votar!