Sólo coloquialmente puede hablarse de poder judicial. Sin saber que el judicial no es un poder político sino una facultad del Estado, no puede llegar a comprenderse la profundidad del concepto de separación de poderes.
Los poderes políticos se circunscriben a la actuación del Estado (ejecutivo) y de la nación (legislativo). Sin embargo, ni los titulares de esos poderes ni sus actuaciones pueden estar exentos de control, ya que si esto ocurriese nos precipitaríamos hacia el totalitarismo. Aunque el derecho ponga límites al poder, los gobiernos, cualquiera que sea su ideología, tienden a removerlos. Partiendo de esta tendencia natural, la separación de poderes es elemento esencial de la democracia y la independencia judicial su garantía y piedra de toque al articularse como función estatal arbitral de las conductas sociales y políticas.
El poder declarativo del derecho que pertenece a la nación tiene su correlato en la facultad judicial del ejercicio exclusivo de la función jurisdiccional, juzgando y haciendo cumplir lo juzgado, lo que configura al judicial como función del Estado, no como poder político. Ese carácter arbitral de conductas sociales y políticas lo define como facultad estatal neutra, titular monopolística de la capacidad de dar y privar derechos genéricamente reconocidos.
Esa neutralidad del comúnmente llamado poder judicial (presque nulle, según Montesquieu) exige que para su misión de concreción y privación de derechos, el juez, en el ejercicio de sus funciones, esté libre de influencias o intervenciones extrañas que provengan no sólo del gobierno o del Parlamento, sino también del electorado o cualquier otro grupo de presión.
La independencia judicial no se podrá alcanzar nunca si la Justicia depende de cualquier poder político en la elección de sus órganos de gobierno. Esa independencia funcional queda vacía de contenido si no existe una correlativa independencia económica, ni si la investigación penal se otorga a la policía administrativa dirigida por los titulares gubernamentales encargados de la represión delictual y seguridad interior, lo que de facto supondría auspiciar la absoluta impunidad de la corrupción política.
La limitación de esa facultad estatal queda garantizada por la identificación de la sociedad civil gracias a los mecanismos verdaderamente representativos de la República Constitucional para la producción normativa, sustituyendo al arbitrario y desfasado concepto de orden público, aún presente en el vigente ordenamiento jurídico. Así la ley, por fin manifestación de la voluntad ciudadana, junto con la elección democrática del órgano de gobierno de la justicia de forma mayoritaria por el amplio cuerpo electoral técnico de todos los operadores jurídicos —no sólo jueces—, canaliza los intereses contrapuestos intrínsecos al ejercicio del poder estatal y ordena su vida diaria, que queda higiénicamente delimitada por el ámbito de actuación que le es propio y ningún otro más, evitando a la vez tanto las perniciosas injerencias políticas como el juicio social paralelo y preconcebido por muy repugnante que sea el ilícito juzgado.
Para que la JUSTICIA legal sea independiente tiene que prevalecer la verdad instructora antes que la PRUDENCIA sentenciadora del JUEZ.