El abstencionario es un demócrata que cree que la única forma pacífica de enfrentarse al Estado de Partidos es la abstención, su único enemigo verdadero, contra la cual luchan juntos, como mosqueteros, todos los beneficiarios del Régimen.
El partido que el domingo más daño hizo a la abstención, y por tanto el que mejor defendió el sistema, es Vox, causante principal del aumento de participación en las votaciones, pero no he visto a ningún abstencionario gritándole a ese partido “las verdades del barquero”, que son las verdades del liberalio español.
El liberalio que exige la retirada de Vox en las votaciones porque dificulta que gane su partido no sólo arrima el ascua a su sardina, sino que mea, para apagarla, en el ascua del vecino. Esto es obsceno, pero vivimos en un obscenario.
El liberalismo castizo se presenta como un ideal de anarquía pacífica, que deja a la iniciativa y conciencia de los individuos organizar como quieran su vida y su conversación (Santayana), menos en política, que supone la puesta en práctica de aquel ideal. Ahí sí que no. Aplicado a la economía el proceder que estos liberalios aplican a la política, significa que en su zona de influencia no podrán abrir tienda quienes perjudiquen al tendero más gordo, propietario, también, de la decisión.
Uno es abstencionario por inclinación literaria a la democracia, como me ocurre con los toros, y por eso Alexander Hamilton me atrae con la misma simpatía que Joselito Gallo. De hecho me subleva por igual el anuncio electoral de un partido haciendo pasar un buey de labor por toro de lidia que el anuncio electoral de un partido haciendo pasar el Estado de Partidos por democracia representativa.
De toro a buey es fácil pasar (en Estados Unidos, por cierto, ya está toda la izquierda intentándolo), pero de buey a toro es imposible, con lo que buey, como somos en Europa, se es para toda la vida.
–Pero los matices –se oye, al fondo, la voz de Thomas Bernhard–, ¿quién los entiende hoy?