Al desplomarse la Flecha de Notre Dame, pensamos en lo que Ratzinger, que viene de lamentar la imposibilidad posmoderna de incluir a Dios en una Constitución europea, dijo del fuego, al hilo de una frase apócrifa de Jesús transmitida por Orígenes: “Quien se acerca a mí, se acerca al fuego”.
–El cristianismo es grande porque el amor es grande. Quien se acerca a Él tiene que estar dispuesto a quemarse.
Destino inesperado, extraño y miserable el de sobrevivirle a Notre-Dame de París, llora el ciudadano Palette, que sitúa en la Flecha de Viollet-le-Duc el símbolo por excelencia de la continuidad nacional francesa y que no vivía tal sentimiento de dolor desde la visión de su madre muerta.
En Notre Dame, en la víspera de la Navidad de 1886, durante el “Magnificat”, fue la visión de Paul Claudel. Al poeta le fue regalada la fe ante una imagen de la Virgen y el Niño en una columna revisitada por los turistas de Notre Dame como a Dosyoyevski ante una puesta de sol de Lorraine en el museo de Dresde, cuya visión le hizo concebir la grandiosa misión de Rusia: salvar Europa de su decadencia.
–El francés no era más que francés, el alemán, alemán. Jamás el francés hizo tanto daño a Francia, ni el alemán a Alemania: sólo yo, en tanto que ruso, era en Europa el único europeo. No hablo de mí, hablo de todo el pensamiento ruso. Siglo a siglo, se ha creado entre nosotros un tipo superior de civilización desconocido: el sufrir por el mundo. Ése es el tipo ruso de la parte más cultivada del pueblo ruso, pero que contiene en sí mismo el porvenir de Rusia. Tal vez no seamos más de un millar de individuos.
En Notre Dame fueron los Te Deum de De Gaulle por la liberación de París, el 26 de agosto de 1944, y de Luis XVI, el 15 de julio de 1789, por la “inauguración” de la Revolución francesa con los horribles crímenes del día 14, consagración del mito de la Bastilla.
–Mientras ardía Notre Dame, el Madrid visitaba Butarque –recuerda Hughes.
Es lo que queda de Europa.