Buscadores de empleo (foto: John McNab) Parados En la mentalidad del antiguo régimen se admitía la existencia de vagabundos en los caminos, mendigos en los atrios de las iglesias, truhanes en los mercadillos e indigentes agolpados en las ciudades, pero no la de parados, que es una condición asociada al empuje del capitalismo industrial, que deja a un lado la legislación tradicional que protegía a los pobres de solemnidad, con el fin de forzarlos a integrarse en el mercado de trabajo. Los empleos a cambio de un salario se convierten en otra mercancía sujeta al vaivén de la oferta y la demanda, aunque por supuesto la capacidad de negociar ventajosamente reside sobre todo en los que pueden comprar fuerza laboral y no en los que se ven obligados a venderla. El trabajo rompe el molde establecido por la economía clásica: no puede considerarse una mercancía más, ya que su naturaleza no puede sujetarse a las leyes mecánicas del mercado. Además no todo es canjeable: “Todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. Lo que tiene un precio puede reemplazarse por su equivalente, en cambio, lo que no tiene precio, y por ende, tampoco equivalente, es aquello que posee una dignidad” (Kant). Más allá de las exigencias implacables de la producción, se impone la necesidad del descanso (y por tanto, la imposibilidad de que se amplíe la jornada de 16 horas) y la de un salario que permita la subsistencia del trabajador y su familia (del proletariado, en suma). Pero es precisamente la Primera Guerra Mundial la que acaba con el “ejército de reserva” que constituían los parados, movilizando a millones de trabajadores que merced al pleno empleo estarán encondiciones de exigir mejoras sustanciales, facilitadas por el reconocimiento de los derechos sindicales. La Constitución de Weimar abre la espita demagógica del derecho a un puesto de trabajo aunque nadie lo ofrezca. La garantía estatal de un subsidio mientras no se encuentre empleo también es papel mojado frente a un aluvión de parados: en los años veinte y treinta se delinea el fenómeno social del desempleo masivo, que desborda los cauces de la economía clásica. El nacionalsocialismo, con la puesta en marcha de una economía de guerra, eliminó el paro en tres años y en doce provocó la destrucción de buena parte de Europa. Hitler estaba en movimiento perpetuo, reprimiendo los conatos de resistencia y vociferando consignas propagandísticas en el interior; conquistando y esquilmando los territorios del exterior; todos los problemas son militarizados y resueltos en términos de eficacia y aplastamiento. Ya sabemos el resultado económico de la planificación soviética; no obstante, muchos siguen echando de menos la clase de pleno empleo que registraba el comunismo. Entre otras cosas, al nazismo y al estalinismo les unía la misma glorificación del trabajo forzado: en el Gulag, examinaban a los presos desnudos, y por el estado de su trasero, determinaban su capacidad para trabajar, y aunque al que apenas tuviese glúteos se le consideraba, conforme al reglamento, demasiado débil para realizar trabajos duros, todos eran declarados aptos. Las fórmulas keynesianas pudieron aplicarse con éxito en mercados nacionales regulados por Estados donde no reinase la arbitrariedad, pero la galopante internacionalización de la economía reveló las limitaciones de tal modelo, al quedar fuera de control la especulación financiera y las inversiones empresariales en países lejanos que ofrecen mejores rendimientos. En la Europa de la demagogia social sin democracia, es decir, de la socialdemocracia, con una floreciente economía sumergida en algunos países latinos y el fácil acceso a los servicios públicos más elementales, nos hemos acostumbrado a vivir con un paro que ha oscilado en torno al 10%. La caída de los costes salariales y de los impuestos, y una contratación laboral flexible suelen ser las recetas de los partidos estatales inclinados al liberalismo, cuya aplicación suavizan cuando se hacen con el Poder Ejecutivo. Por mucha resignación que se haya incubado en España, la tasa de paro que padecemos resulta escandalosamente alta, y para hallar sus causas nos podríamos remontar a la irresponsabilidad e imprevisión de una clase gobernante que no ha sentado las bases de una economía productiva y de una industrialización moderna, para concluir que semejante incompetencia resulta tan inevitable como la corrupción, el sobreendeudamiento y el despilfarro públicos en un régimen esclerótico. {!jomcomment}