El pasado jueves 27 de julio, en la tercera del diario ABC firmaba Antonio Garrigues Walker la pieza titulada “Una solución digna y civilizada“. Con un equívoco tono moderado, el autor apelaba al entendimiento y el diálogo entre los catalanes y el resto de españoles. En realidad, el ruego iba dirigido al gobierno del Estado español y, a lo que parece, en nombre de la Generalitat.
“Cataluña tiene que sentir la profunda admiración del resto de España por todo lo que ha hecho –más sin duda que ninguna otra comunidad– en el proceso de desarrollo, modernización y enriquecimiento de nuestra vida democrática, económica y cultural. Sin Cataluña hubiera sido absolutamente imposible alcanzar el grado de progreso actual. Cataluña tiene que sentir además que respetamos sin reservas –e incluso con cierta envidia– la pasión por su identidad, por su lengua, por su cultura, por su historia y también sus deseos de alcanzar las máximas cotas posibles de autogobierno.”
Podríamos, como muchos articulistas han hecho, indignarnos o recurrir a invertir los términos y afirmar, con mucho más fundamento, que el concepto de España debería ser respetado y valorado por todos. Que Cataluña jamás habrían sido la región próspera y pujante que en su día llegó a ser si no hubiera sido por la nación española. Y que los nacionalistas catalanes deberían respetar la pasión que los españoles tienen por su identidad, por su lengua, por su cultura y por su historia. Pero esto sería abundar en un debate trillado. Es hora de ir más allá y desvelar el oscuro secreto del nacionalismo.
Lo primero que conviene aclararle a Garrigues Walker, y a otros muchos que se prestan a ejercer de dragomán, es que, durante la Transición, la idea de España como nación se convirtió en tabú, incluso la mera denominación quedó proscrita. De hecho, para evitar pronunciar esa palabra prohibida, empezaron a utilizarse diferentes acepciones, como “este país”, “el Estado español” o “el gobierno de Madrid”. España fue degradada a la categoría de mera Administración que, claro está, se troceó convenientemente, estableciéndose de manera formal una jerarquía administrativa que, sin embargo, podía ser renegociada informalmente una y otra vez. Por eso, cuando Pedro Sánchez, afirma que España es una nación de naciones, lo que nos dice en realidad es que es España es, a lo sumo, una administración de administraciones, no una nación.
Esta conversión de la nación en un concepto puramente administrativo y enajenado de la comunidad fue utilizada por la oligarquía catalana para, de manera progresiva, convertir su demarcación territorial en administración independiente. Y aquí es oportuno citar la última frase del párrafo de Garrigues Walker, donde propone como solución “alcanzar las máximas cotas posibles de autogobierno”. Pero ¿qué otra cosa puede significar “las máximas cotas de autogobierno” sino la independencia?
“Hay que cambiar no ya cuarenta años, sino quinientos años de la Historia de España”. Esta frase, pronunciada por Jordi Pujol el 10 de junio de 1979, desvela el oscuro secreto de un nacionalismo que, al contrario que el viejo catalanismo, no tenía como fin preservar los particularismos culturales, sino destruir una identidad española que en esencia era también la catalana.
El nacionalismo es, por tanto, un movimiento intrínsecamente contracultural. Tan contracultural como lo fue la “New Left”. O como hoy lo siguen siendo unas mutaciones de las que el propio Theodor Adorno abjuró en la década de los 60.
En efecto, el nacionalismo catalán ha progresado bajo las reglas de la Corrección Política que dividen a los individuos en víctimas y verdugos, grupos fuertes y grupos débiles, y con las que numerosos grupos de interés someten a la sociedad. El recurrente y falso victimismo de los nacionalistas lo certifica.
La corrección política es considerada como una suerte de marxismo cultural. Se vincula su origen a la Escuela de Fráncfort y su Teoría Crítica. Sin embargo, hablar de marxismo cultural es un reduccionismo que no se corresponde con la realidad. Cierto es que cuando el desarrollo tecnológico y la evolución social dejaron inservible la teoría de la confrontación entre proletarios y capitalistas, la izquierda tuvo que idear nuevos grupos de explotadores y explotados, opresores y oprimidos, verdugos y víctimas. Sin embargo, la Corrección Política ha terminado propagándose por todo el espectro político.
Tiene su lógica. Tanta discriminación por resolver, tanta víctima por resarcir justifica la intervención arbitraria de los políticos y, también, abre la puerta a un ejército de expertos, académicos y burócratas que, por sí sólo, impulsa una industria siempre ávida de recursos que, de otra forma, no se podría justificar. Una máquina de ingeniería social que se sirve a sí misma y que crea infinitas oportunidades de negocio a costa de una sociedad cada vez más polarizada, alienada e infantil.
En este nuevo contexto, la opresión, la división entre víctimas y verdugos ha adoptado formas cada vez más nebulosas, difíciles de apreciar de manera inequívoca, incluso de demostrar, que la clásica explotación del trabajador. Esta confusión es lo que ha permitido la entrada de nuevos jugadores. Primero, en efecto, fueron las mutaciones de la vieja izquierda. Pero más tarde otros grupos, como los nacionalistas, que vieron en la dinámica de la Corrección Política la forma de alcanzar sus objetivos. De ahí la proliferación de retorcidas y destructivas teorías sociológicas que la gente acaba asumiendo tras abrumadoras campañas de propaganda. Incluso disparates como la “plurinacionalidad” que demuestran cómo, en esta industria emergente, no existen límites a la imaginación.
Así, el nuevo feminismo no busca como antaño la igualdad, sino la identificación de la mujer como grupo víctima al que hay que proporcionar un orden legal diferenciado y, en consecuencia, una dotación presupuestaria siempre creciente. O la defensa de un multiculturalismo que no pretende la integración del forastero, sino su derecho a la segregación cultural al albur de políticas sociales con una sed insaciable de recursos. Todo esto, además de convertir el feminismo, el multiculturalismo y el nacionalismo en negocios políticos, ha liquidado el principio de la igualdad ante la ley, cualquier marco de entendimiento común y, en consecuencia, la comunidad que da lugar a la nación.
Hoy es más acertado hablar de contracultura que de marxismo cultural, puesto que de la Corrección Política se sirven grupos de interés que no es que carezcan de raíces marxistas, es que son incompatibles entre sí. Su único denominador común es, precisamente, la Corrección Política. El nacionalismo catalán es uno de estos grupos. De hecho, cuando Jordi Pujol pronunció aquella frase en 1979, el movimiento nacionalista catalán era bastante menos que marginal, y la sociedad catalana, aun con sus particularismos, era profundamente española. Lo lógico es que, con el tiempo, el nacionalismo hubiera desaparecido por completo. Hoy, sin embargo, el secesionismo se ha convertido en una amenaza tan disparatada como real.
Pero los viejos nacionalistas en el pecado llevan ya la penitencia. Al fin y al cabo, además de aflorar su corrupción, era cuestión de tiempo que la apuesta de la oligarquía catalana por depurar su identidad española la dejara a merced de una izquierda loca que, además de ser pura y dura contracultura, ha probado las mieles del presupuesto.
Lamentablemente, mientras la integridad territorial de España se ve seriamente amenazada, todos los partidos políticos han considerado prioritario dedicar sus esfuerzos a suscribir un Pacto de Estado contra la Violencia de Género… en uno de los países del mundo donde este tipo de lacra es más residual. Es decir, mientras los turcos asaltan la ciudad, el emperador Constantino discute con los teólogos sobre el sexo de los ángeles.