plurinacionalidadPablo Iglesias ha recibido con entusiasmo el cambio de estrategia que, a su juicio, se ha producido en el PSOE. Para Iglesias, que “Sánchez hable de plurinacionalidad abre caminos interesantes”. Es más, sostiene que en este término está la clave de “la modernidad de España”. Así, el líder de Podemos ha instado a buscar acuerdos entre fuerzas progresistas para conseguir esa mayoría a la que Pedro Sánchez aludía en una carta que publicó el diario El Mundo.

En sus palabras resuena esa música tan familiar de la “nueva izquierda” (en realidad, izquierda muy vieja), donde la contracultura y los términos inventados se superponen a una realidad que es incompatible con ellos. España no es un Estado plurinacional sino una comunidad con una identidad propia. Con su diversidad, por supuesto, pero con un devenir histórico que ningún término, por moderno que resulte, puede cambiar a capricho.

Sin embargo, para esta izquierda basta con transformar el lenguaje para que la realidad cambie. La gente puede ser lo que se desee con sólo crear nuevas definiciones: los hechos no importan. Así, puedes reducir a la nada a una nación por la gracia de la plurinacionalidad o a todo Occidente mediante el multiculturalismo.

“Antes queríamos hacer muchas cosas. Hoy queremos ser muchas cosas”. La cita se atribuye a Margaret Thatcher, aunque no he conseguido encontrar la referencia en sus memorias o el alguno de sus famosos discursos. Sea apócrifa o no, la frase sintetiza bastante bien un cambio de mentalidad crucial. Al fin y al cabo, hacer implica un progreso que tiene una continuidad, una línea temporal que conserva el anclaje con el punto de partida. Sin embargo, querer ser puede llevar a romper no ya con la línea temporal y el pasado, sino incluso con la verdad.

La civilización occidental siempre ha tenido una característica particular que ha resultado extremadamente útil. Esa característica es la capacidad de revaluarse constantemente, de hacer crítica y rectificar cuando las circunstancias han hecho de la rectificación algo imperativo. Lo comprobamos durante el pasado siglo XX, donde el surgimiento de las grandes ideologías nos llevó al desastre. Y tuvimos que aprender la lección para no tropezar con la misma piedra.

Este espíritu crítico es lo que nos ha hecho avanzar mediante la prueba y el error, convirtiendo a nuestra civilización en la más eficaz de todas cuantas han existido. Evidentemente, ninguna civilización es perfecta. Pero no hay duda de que la capacidad de constante reevaluación nos ha hecho mejores que al resto.

Hoy, incluso los peores enemigos de Occidente, los que más lo detestan, recurren a sus hallazgos de forma cotidiana. Por más que un líder de otra cultura –o de la nuestra, como Pablo Iglesias– odie lo occidental, no acude a una cumbre internacional a lomos de un camello ni cruza el océano en un junco a vela. Se desplaza en automóvil y viaja de un continente a otro en un avión a reacción. Tampoco, si enferma, se encomienda al curandero de una tribu, sino que confía en la medicina moderna. Hasta en sus actos más cotidianos la civilización occidental está presente. El agua que bebe es un agua depurada, la hora se la da un reloj y se conecta con el mundo mediante un ‘smartphone’ en cuyas entrañas se sintetizan décadas de una evolución tecnológica que sólo el Occidente capitalista ha podido alumbrar.

Más aún, por muy ajeno que sea un líder a los valores occidentales, intenta por todos los medios legitimarse impostando esos valores, aunque sea en forma de parodia. De ahí que nadie abuse más de la palabra democracia que los totalitarios.

Lamentablemente, en algún momento esa apertura a la crítica, a la reevaluación constante y racional de lo que hacemos y lo que somos, se empezó a transformar en una negación irracional; comenzó a dejar de servir para mejorar, para garantizar el progreso, y se transformó paulatinamente en un mecanismo de desconexión con el pasado, de ruptura y demolición de nuestra cultura, trayendo consigo una ley del silencio que erradicaba el debate, de tal suerte que nuestros peores enemigos ya no están fuera sino dentro. Somos nosotros mismos.

Ésta es una de las mayores paradojas del progreso. Es evidente que sin el capitalismo no seríamos lo que somos ni estaríamos donde estamos. Sin embargo, ocurre que su enorme capacidad de transformación, de cambio, de innovación, esa destrucción creativa que es su rasgo más característico, puede llevarle a perder sus propias referencias. De hecho, el capitalismo se basaba originariamente, además de en un entorno institucional adecuado, en unas cualidades específicas como la responsabilidad individual, el ahorro, la austeridad, el esfuerzo y el sacrificio. Sólo así se podía acumular un capital que, bien administrado, generaba riqueza. La fórmula combinada de un entorno institucional que garantizaba la propiedad privada, la sociedad abierta y la aceptación de esas cualidades de responsabilidad, esfuerzo, austeridad y ahorro, es lo que llevó a Occidente, España incluida, a lograr el mayor incremento de bienestar de toda la historia de la humanidad.

Sin embargo, también el incremento del bienestar, de la riqueza y de las expectativas que puede hacer a su vez que las sociedades occidentales se suelten de sus anclajes, pierdan la noción de la realidad y se olviden de aquello que las ha permitido alcanzar cotas de bienestar inimaginables. Y lo que nos indica que esto puede estar sucediendo es precisamente empezar a desear ser muchas cosas.

Diríase que el bienestar y la riqueza, las comodidades y derechos a los que nos hemos acostumbrado, han desvirtuado la cualidad de la crítica y nos han arrancado de la línea del tiempo. En vez de reevaluarnos y afrontar los problemas, nos dedicamos a negar lo que somos, alumbrando un nuevo creacionismo donde la racionalidad desaparece o, en el mejor de los casos, es una broma.

Es evidente que atravesamos un periodo de incertidumbre, donde todo lo que parecía sólido ha dejado de serlo. Sin embargo, no es posible regresar al pasado. Cerrar las fronteras, reinventar naciones, volver al proteccionismo, incluso a una especie de autarquía, o restaurar tradiciones no va a hacer que vivamos más seguros ni que seamos más prósperos; menos aún lo hará retomar viejas ideologías fracasadas. Pero tampoco es solución renegar completamente de lo que somos, de aquellos valores que nos han permitido llegar hasta aquí y alcanzar un bienestar desconocido. Esta es nuestra disyuntiva. Quizá necesitemos alcanzar un compromiso entre el imparable progreso al que nos aboca el capitalismo y nuestra cultura: es decir, entre lo que hacemos y lo que en realidad somos.

Por más que desagrade a la izquierda, los principios en los que se basa la Carta de los Derechos Fundamentales de la que hoy se enseñorea la ONU no surgieron en Asia, en Oriente Medio, en África o en la desaparecida Unión Soviética, sino en Occidente, más concretamente en el Occidente liberal y capitalista. Las sociedades menos machistas, homófobas o xenófobas son hoy con enorme diferencia las nuestras. Es en ellas donde los derechos de las minorías están garantizados. Y la libertad individual, aunque constantemente amenazada por activistas, políticos y mercantilistas, es infinitamente mayor que en cualquier otra parte del mundo.

Es posible que todas las culturas sean igualmente legítimas, dependiendo de un punto de vista que, según aduce la izquierda, es relativo. Pero objetivamente, según los datos, Occidente se ha demostrado mucho más eficiente y justo. Desde luego, no es perfecto. Pero, precisamente por esta razón, constantemente nos revaluamos, cosa que más allá de nuestras fronteras no sólo no se permite sino que está prohibido bajo penas severísimas.

El reto es encontrar la manera progresar y, al mismo tiempo, no perder completamente nuestras referencias. No podemos caer en el complejo de culpa, el victimismo y el infantilismo que, a lo que parece, acompañan al bienestar material, porque resulta que cuando el demonio se aburre, mata moscas con el rabo. Los derechos ni caen del cielo ni pueden ser irracionales. Ninguna sociedad que pretenda sobrevivir los puede generar y otorgar sin verdad, razón o condición alguna.

Occidente evoluciona constantemente, esa es su principal virtud en comparación con el resto de culturas. Y también su talón de Aquiles, porque podemos olvidar de dónde venimos y lo que en realidad somos. Debemos, pues, seguir esforzándonos en ver la manera de hacer más cosas y mejor, en vez de dedicar nuestros esfuerzos a que cada cual sea lo que se le antoje, inventando nuevos derechos y términos que son incompatibles con la realidad. Así pues, lo que los españoles podemos hacer para contribuir a la causa de la razón es dejar de inventar definiciones. Ni España es un Estado plurinacional, ni Cataluña es, por la gracia de Dios, una unidad de destino en lo universal. Para este viaje de la ‘nueva izquierda’, y del ‘nuevo PSOE’, no hacían falta alforjas.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí