Para la libertad (foto M. Vasquez) La paradoja de la libertad Así como la libertad de cada persona es una realidad experimentable y operativa que pertenece a la vida humana y forma parte del tiempo presente, situada dentro de la más estricta actualidad de cada instante, el orden social es fruto y expresión de la libertad individual, pero emplazada en el pasado. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que a la libertad subjetiva que emana directamente del ser humano se contrapone la libertad objetivada como producto social; que tal antagonismo asienta previamente en la conciencia de cada individuo, donde pugnan ambas fuerzas contrapuestas, el orden reclamando obediencia y el yo libre afirmando su voluntad frente a tal impulso; que tal contradicción parece provenir de la propia realidad de la vida humana; que, más aún, aparenta surgir de las profundidades de la sustancia orgánica más arcaica de los primeros organismos, en oposición a la extensión infinita de la materia inerte que predomina en el universo físico. El orden contra la libertad, la sociedad frente al individuo, y viceversa. La libertad organizada en el seno de la sociedad y la libertad individual subvertida contra tal orden impuesto. El delicado ser del orden vital contra el no ser del vasto e inhospitalario mundo inorgánico circundante. He ahí la paradoja, el contrasentido, de la libertad, alojada en el seno de la «vida», y que anida en la conciencia humana; he aquí, a la vez, el modo histórico en que se resuelve dicha antítesis. «El proceso histórico -dice Francisco Ayala- no consiste en la absoluta fluidez de la libertad, sino en el despliegue de una realidad cultural constituida, cuyas formas rígidas son sacadas del estancamiento a que propenden por efecto de la libertad.» (Hoy ya es ayer). En los grupos tribales y en las sociedades primitivas o antiguas, de escasas dimensiones, tanto por el tamaño del territorio como por el número de sus individuos, la vida comunitaria engloba la vida individual y prevalece sobre ella. El individuo participa así, directamente de la vida común y se identifica prácticamente con la tribu o con la comunidad. Su conciencia se asemeja a la del grupo a que pertenece. Psicológica y socialmente, el individuo es casi lo mismo que la sociedad en la que vive y su margen de libertad es muy pequeño. La vida casi en completa libertad natural de estas sociedades pretéritas, poco organizadas y enfrentadas en lucha con otros grupos y con la naturaleza, comparada con la vida de las actuales sociedades, resulta para nosotros sumamente elemental y limitada, y también se nos aparece expuesta a los abusos y caprichos personales de un tirano, en cuanto entra en contacto con un poder organizado. Predomina en ella la vida común, la vida pública carente de intimidad. Y esto es así, incluso en la vida de sociedades relativamente avanzadas, como la democrática Grecia antigua y de los romanos de tiempos de la República, donde el centro de la vida era la plaza pública y no el hogar. La libertad del antiguo griego o romano es predominantemente política, al estar sumergida por entero en la comunidad, y a la luz del moderno concepto de libertad individual, es importante subrayarlo, nos parece además de precaria, insuficiente, siempre en peligro de ser asfixiada por el poder establecido. La singularidad del concepto de libertad que es peculiar de nuestra cultura occidental, tiene su origen en las intuiciones religiosas del pensamiento cristiano en el ambiente político-social del Estado romano -un imperio universal y una pax romana -, cuyas consecuencias políticas comienzan a realizarse, diciéndolo resumidamente, a partir del Renacimiento, merced a la Reforma y a las sucesivas revoluciones liberales. La clave de la nueva idea de la libertad, su rasgo decisivo, es la existencia de una esfera individual de libertad personal frente al poder público. Responde a una valoración del individuo basada en el reconocimiento del valor substancial de la persona, la dignidad absoluta de la condición humana, el derecho incondicional a la libertad, la esencial dignidad de las almas. Esta forma de libertad, que sólo ha sido plasmada política e institucionalmente, hasta la fecha, en el Estado liberal, lleva en su seno una gran paradoja y un destino también contradictorio. La tendencia esencial del liberalismo que, para ampliar los límites de la libertad individual siempre amenazada, aspira, también tendencialmente, a destruir cualquier orden político que se le oponga, allí donde se encuentre relativamente realizado, es, precisamente, resistirse a la realización plena de su propia idea, que, en ausencia de dicha fuerza inhibitoria, conduciría a una disolución del propio Estado que no podría entonces ser llamado liberal sino estado de anarquía, entendido como un orden social sin orden político, es decir, sin Estado. La libertad, esa fuerza insita en las profundidades de la vida biológica en general, que opera en la vida histórica de la humanidad, y resulta imprescindible para entender ambas, en su lucha contra la materia y el orden social establecido, encuentra en la fuerza inhibidora esencial de su impulso anárquico, en su originaria autocontención, el más misterioso y eficaz remedio contra sus propios excesos.