"veduta de Venecia, oleo de Canaletto, siglo XVIII". ITALIA, COMO SIEMPRE Gabriel Albiac Es intemporal. Italia. Los Berlusconi o Prodi. Los Cossiga o los Berlinguer, los Craxi, o incluso los Andreotti, viven en un país aparte. Lo saben. Ciudadanos, como políticos. Se soportan. Y tratan de interferirse poco. Llevan así, como mínimo seis siglos. Es difícil imaginar a Italia de otro modo.   Cuando, hace un par de meses, a Prodi le dio por disolver las cámaras y convocar elecciones, yo andaba deambulando por Nápoles entre clase y clase. La estupenda retórica de la prensa –arcaica e ilegible, en contenido como en diseño, pero bastante boyante en clientela– y la perfecta indiferencia de la gente me llamaron un tanto la atención. Lo comenté con un amigo, brillante novelista joven y una de las cabezas más notables  de la Italia actual. Se me quedó mirando como se mira a un niño de pecho. “Pero, hombre, aquí a los políticos nadie les hace ni jodido caso”.   Como me dio la impresión de que perder el tiempo en tamaña chorrada no era lo más propicio para entusiasmarle, me pareció poco cortés insistir demasiado.   En lo personal, mantengo idéntico criterio hacia los políticos. Que se resume en cierta secuencia muy conocida del Casablanca de Michael Curtiz: para despreciarlos tendría que pensar en ellos; y ando demasiado ocupado últimamente. Me fascinaba, sin embargo, hasta qué punto en Italia esa rareza mía era poco menos que una certeza universal del ciudadano. Yo, que acababa de publicar la semana anterior mi Contra los políticos, me encontraba allá hasta a la pescadera hablando de “antipolítica”. No soy tan vanidoso como para atribuirlo a mi fantástica resonancia.   Luego, han venido las elecciones. Porcentajes envidiables de abstencionismo. El voto aquí no sirve para nada. Ni los políticos. Cada cual por su lado. Como siempre. Volví a llamar ayer a mis amigos napolitanos. “Supongo que lo de Berlusconi os traerá al fresco, ¿no?” “Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?” “No, nada. Tontas cosas mías”.   En el año 1512, el Maquiavelo que, exiliado en San Casiano, escribe El príncipe y los Discorsi,  sabe que esa es la extraña condición de la Italia moderna. La que la diferencia irreversiblemente de la Francia y la España, a las que toma como contraejemplo: aquí no hay –ni parece que vaya a haber– Estado.   Para lo malo como para lo bueno, no lo ha habido en los quinientos años posteriores. Con una sola excepción: la extravagante idea, que abrigó Benito Mussolini, de inventarse tal cosa bajo la atronadora palabrería del Estado fascista. Menos mal que no destruyó la Italia eterna, la del arte.   Las mafias –respetable término que designa a los Estados dentro del Estado, que son los únicos que de verdad funcionan– se han hecho cargo de todo cuanto es atribuido al papel del Estado nacional en los países modernos. Y el delito organizado es la única fuerza de seguridad que merezca tal nombre.   Tras la segunda guerra mundial, y borrada la irregularidad fascista, todo retornó a su curso. Merced, entre otras cosas, al sincero apoyo que alguna de las familias –los Luciano, por ejemplo– prestaron a la normalización aliada del sur. Entraron nuevas familias en el reparto. El PCI, que se apropiaba de amplios territorios del norte. La DC, que daba etiqueta piadosa a denominaciones locales menos pulcras. Craxi que se inventó una cosa socialista con la cual embolsarse lo que fuera. La máquina, bien engrasada, funcionó como una seda durante tres decenios.   Los años setenta marcaron irregularidades: terrorismo izquierdista en el norte y variantes delictivas sin control en las viejas familias sureñas. La primera fue exterminada en dos patadas. Con las segundas se llegó a un apaño. Fueron recicladas en negocios a caballo entre dinero blanco y negro. Lo de siempre. Los partidos posteriores al 45 desaparecieron. Los suplieron pintorescas cosas con marca vegetal, hortícola o deportiva. ¿Prodi? ¿Berlusconi? ¿Y eso que le importa a nadie?

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