Ocaso en el Camino Real (foto: Jule Berlin) Europa jacobea Cuando Alarico saqueó Roma, la Ciudad Eterna, se produjo una conmoción en el universo del Imperio Romano Occidental. La estrategia oriental, consistente en desviar las hordas bárbaras hacia occidente, había producido un resultado hasta entonces inimaginable; los visigodos, que deambulaban en busca de su asentamiento en el Imperio, saquearon la Ciudad durante tres días. A la degradación y el declinar del poder imperial romano, quebrado ya con la “partitio imperii”, que desgajó su unidad en dos cabezas, la occidental de Roma y la oriental de Constantinopla, se sumó entonces la debilidad militar de Occidente, incapaz de defender sus fronteras, los limes del Danubio y del Rin. Graciano el Joven, emperador desde el 375, había hecho desaparecer el título de “Pontifex Maximus” de sus honores imperiales, señal inequívoca de la impronta que en la vida política y social de aquella época ejercían ya las ideas de la nueva religión. Si Jerónimo de Estridón lloraba desde Jerusalén el saqueo de Roma y auguraba la devastación de Occidente; Agustín de Hipona intentó, con su De Civitate Dei, dar salida a la nueva situación, enalteciendo la Ciudad de Dios y denigrando la ciudad terrenal; la legitimidad divina de la que dependía el Plan de Dios sobre la legitimidad profana que sufriría la inseguridad y los avatares de toda obra humana. La Roma Eterna de Tito Livio, Horacio y Virgilio pasaba así a tener un nuevo y legítimo titular. Ya nadie podría reconstruir nada sino con la autorización y el beneplácito del nuevo “Pontifex Maximus”, para entonces vicario de Pedro; aún el monje melifluo no le había ascendido a vicario de Cristo. Sin embargo, para la población de Occidente, ciudadanos del imperio e invasores bárbaros, tras su fragmentación generadora del feudalismo, se fue acrecentando la nostalgia de las bondades de aquella unidad política territorial perdida, en la que por su orbe cualquiera podía viajar, comerciar o instalarse sin temor alguno, desde Siria y Arabia a Finisterre, desde los límites de Sahara hasta la Britania, y entenderse en latín. La Roma cristiana, gestora de la nueva “romanizad”, consciente de que en la fragmentación estaba su preeminencia y que de la legitimidad divina dependía su autoridad, no favoreció iniciativa alguna de reconstrucción de la unidad política de Occidente. Con Carlomagno estuvo la posibilidad más cierta de reconstrucción, pero a su fallecimiento el imperio carolingio también se fragmentó, pues la Ciudad de Dios no podía permitirse que la terrenal adquiriera tanto poder como para hacerle sombra. Nosotros, los habitantes de este rompecabezas de poderes fragmentados llamado Europa u Occidente, a lo largo de siglos y hasta hoy, hemos mantenido en nuestra simbología y en los más recónditos pliegues del subconsciente, el deseo de restituir su unidad política. Esto es lo que ha mantenido la idea de Occidente como cultura, como civilización; mezcla desigual de piedad popular, ideas de poder y necesidades del comercio. Tal empeño se ha visto con mayor claridad cuando Occidente estuvo a punto de sucumbir ante el avance del Islam o reeditarse bajo el sable de Napoleón. Hoy Europa Occidental, Occidente, trata de abrirse camino entre la fragmentación nacional por la necesidad de sobrevivir. La Unión Europea es el último exponente de ese apremio por recomponer un amplio ámbito geográfico de unidad política. La Constitución Europea es el intento actual, pero insuficiente aún, de alcanzarlo con instituciones políticas soberanas. La negativa de los promotores de la Constitución Europea a referirse en ella al cristianismo como inspirador de la unidad de Occidente tiene carácter preventivo de los males de la fragmentación, pero no se deriva, como algunos pregonan de la falta de piedad religiosa o de un radical laicismo anticlerical; pues su propósito es establecer un orden en el que la fragmentación política no tenga cabida y la religiosidad pertenezca al ámbito personal del creyente, pues la legitimidad del poder debería derivar únicamente de los principios, valores e ideales de la Democracia, es decir, de nuestra voluntad política libremente expresada. Durante más de mil años Roma ha jugado el papel que en De Civitate Dei ideológicamente había concebido el de Hipona, incrustando sus ideas en toda la historiografía de siglos. Sin embargo los fieles a Occidente fueron abriendo caminos hacia la unidad siguiendo la incierta senda de una galaxia. Vox populi, vox Dei. La voz del pueblo, que a lo largo de los siglos ha mantenido a Santiago como discreto y solapado símbolo de su anhelo de unidad frente a la Ciudad de Dios, debe ser considerada en toda su dimensión. El camino de Santiago se nos ofrece difícil y tortuoso. Pero es el único de Occidente, de una Europa unida por los valores, principios e ideales de la Democracia, por la plena libertad política de sus ciudadanos, que quienes desde hace siglos trazamos el camino. {!jomcomment}