Cuartel general de la Unión Europea Bruselas, Bélgica (foto: Ronn ashore) El ruinoso complejo europeísta España, junto a Francia, Gran Bretaña y Portugal, forma parte del grupo de países de Europa occidental que alcanzaron la unificación estatal —en cuanto a la política de cara al exterior, ya que persistieron fueros, fronteras y aduanas internas de reinos y señoríos feudales— antes del advenimiento del concepto decimonónico de “nación”. Dejando a un lado a nuestro receloso vecino, el más pequeño, y para quien la subordinación a Inglaterra era una cuestión de supervivencia frente a los pactos borbónicos, los españoles fuimos los únicos que nos vimos avocados a construir nuestra identidad nacional en un periodo de franca decadencia, que toca fondo en el recordado 1898. Ello ha marcado la percepción, eminentemente negativa, que como colectivo tenemos acerca de nosotros mismos. Algo que encontró en los añejos legajos de la propaganda enemiga, genéricamente conocidos como la “Leyenda Negra”, una base donde apoyarse. No nos entretendremos en recopilar la retahíla de circunstancias que se han aducido para explicar la disonancia española. Tampoco la sinergia realimentadora como efecto-causa de los nacionalismos periféricos. Aquí nos centraremos en lo que al final ha sedimentado como la solución de los males patrios: Europa. El enredo, que pone de manifiesto la estupidez o la aguda previsión, según se mire, de su sesudo formulador original, es que Europa (occidental) no comenzó a ser concretamente nada hasta el Tratado de París (1951), culminado por los de Roma (1957). A partir de entonces, Europa se asimiló a la CEE. Y este complaciente dueto fue capaz de seducir a ciertos elementos del Régimen —inicialmente desde círculos académicos a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), en cuyos aledaños se fundarán el Centro Europeo de Documentación e Información (CEDI), en 1952, y la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE), en 1954— además de unificar a la “oposición”, conformando entre ambos la pinza definitiva de nuestra condena. Luego, eso sí, la historia mítica de la Partidocracia juancarlista borrará la parte inconveniente; y ésta fue todo lo que tocó a las fluidas relaciones Dictadura-CEE a principios de los setenta, incluyendo un programa de liberalización comercial cuyas líneas maestras se trazaron en 1972 y que hubiera resultado culminado en 1985. Tierno Galván anunciará tal falsificación al escribir en 1981 que «toda actividad política anti-franquista durante estos años tenía un carácter europeo (…) España era Europa en el sentido de que era anti-franquista». El caso es que España había sido el único estado occidental excluido de la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), precursora de la actual OCDE y fundada en abril de 1948 para administrar el dinero del Plan Marshall. Cuando en julio de 1959 nuestro país fue finalmente admitido en la OECE para no disfrutar ventaja alguna, el Régimen lo tomó como prueba de cierta normalización. Sin embargo, en 1962, la solicitud española para ingresar en la CEE es rechazada y la “oposición” invitada al Congreso de Munich. A pesar de todo, el milagro económico español de los años sesenta, que nos convertiría en la novena potencia industrial del mundo, no pasaría desapercibido para nuestros “socios” europeos al final de aquella década —entonces divididos entre la CEE de Alemania, Francia, Italia y el Benelux, y la Asociación Europea de Libre Comercio (más conocida como EFTA por sus siglas en inglés), auspiciada por el Reino Unido, junto a Austria, Suiza, Portugal y los países escandinavos—. Así, un leve ablandamiento del Régimen —sustanciado en la ley de Prensa del 66— bastó para que los Seis se aseguraran el emergente mercado español dejando a un lado la anomalía política. El Acuerdo Comercial Preferencial (ACP) de 1970 les elevó hasta la cláusula de la “nación más favorecida”. A cambio, el trato consolidó hasta el 80 por 100 de la liberalización de nuestras importaciones de productos industriales a la Comunidad; fue apenas notorio en la agricultura, debido al inflexible proteccionismo de la política común para con el sector; pero muy favorable en términos generales, al mantener España su capacidad para firmar acuerdos de intercambio con terceros países y gran parte de su soberanía arancelaria respecto a la CEE. El ACP previó dos etapas, siendo la primera de seis años de duración. El tránsito de ésta a la segunda se hará mediante el acuerdo de las dos partes; y, si no lo hubiere, el tratado se considerará de vigencia indefinida, lo que significaba algo así como un cheque en blanco entre ambos solamente comprensible ante el horizonte final de la accesión. En este contexto hay que situar las declaraciones de Pompidou y Joubert y la propuesta de liberalización acaecida en el año 1972. Es imposible concebir el ACP con la CEE si el Régimen franquista hubiera sido considerado un obstáculo insalvable, ni siquiera de primera magnitud para los Seis. El cambio de los comunitarios está más relacionado con la incertidumbre monetaria internacional que se añadió a la crisis del petróleo en 1973, y cuyas consecuencias fueron notorias a partir de mediados de los setenta. Los impedimentos políticos contra nuestro país volvieron a erigirse súbitamente a medida que se acercaba la renovación de un Acuerdo que los ahora Nueve veían desfavorable. Los comunitarios, conscientes de su poder gravitatorio sobre una España deficitaria, con problemas financieros, comercialmente dependiente del intercambio directo con la CEE —la tercera parte de nuestras exportaciones y cerca de la mitad de nuestras importaciones seguían este rumbo— y necesitada del reconocimiento internacional de su transición política —el gran partido de la oposición, el PSOE, era notorio deudor de la socialdemocracia europea, principalmente la alemana—; desplegarían un orquestado chantaje para manejar el mercado español a su antojo durante los primeros ochenta, terminando por imponer unas condiciones de ingreso que significaban la atrofia, cuando no la destrucción, de nuestros sectores productivos. Ni de la más generosa lectura del Tratado de accesión de España a la CEE puede sonsacarse una leve ventaja económica para nuestro país. Hasta es difícil encontrar cierta equidad para con los españoles entre sus disposiciones a este respecto. Su firma se debió a la indispensable homologación política de los dirigentes posfranquistas con sus congéneres europeos, así como a la consideración de las ambiciones de una minoría —auténtico soporte de Régimen juancarlista de varios partidos— llamada a repartirse los sectores públicos bajo el paraguas de la adaptación económica a las exigencias del Mercado Común. La ansiada solución europea se nos ha revelado como lo que en realidad es: el camino de la imitación política por y para la subordinación económica; algo que se ha demostrado, hoy más que nunca, ruinoso para la gran mayoría de los españoles.