La rica Familia Real española EL REY SE COMPROMETE CON UN PARTIDO Antonio García-Trevijano Sólo la hipocresía explica que ahora constituyan piedra de escándalo político las inoportunas alabanzas del Rey al jefe del Gobierno, que implícitamente suponen una clara ofensa a los Presidentes anteriores. Si Juan Carlos dice que el Sr. Rodríguez Zapatero es una persona honesta e integra, debe tener conocimientos personales y directos para afirmarlo, en contraste con los anteriores Jefes de Gobierno de los que no pudo o no quiso decir lo mismo. Desde que fracasó el golpe de Estado del 23-F, promovido por el propio Monarca con los auspicios del PSOE, se sabía que el Rey ya no podría ser imparcial en la contienda de los partidos estatales por alcanzar y mantener el supremo poder. Dada la naturaleza partidista del Estado de Partidos (cuya definición científica, según la doctrina alemana y la del primer presidente del Tribunal Constitucional español, Manuel García-Pelayo, corresponde con exactitud a la naturaleza de la Monarquía de Juan Carlos), nadie de importancia política, económica, cultural o social, y con más motivos que nadie el Rey, puede permitirse la extravagancia de quedar al margen de inclinaciones hacia uno u otro de los dos partidos gubernamentales, sin arriesgarse a sufrir la pena de ostracismo. Es normal que Juan Carlos, educado en la idea de que la Monarquía no se consolidaría en España mientras que no fuera gobernada por los socialistas, sintiera ansiedad por ver realizada cuanto antes esta creencia. Los sucesivos gobiernos de Felipe González le dieron, además, la total seguridad de que podía satisfacer la más profunda y constante de sus ambiciones personales. La de enriquecerse de modo inmediato y continuo. La de no sufrir las penalidades y humillaciones de un Rey sin recursos propios en el exilio, como su padre, el Conde Barcelona, había experimentado. La seguridad de poder convertir en dinero el favor Real. La de traficar su influencia en instituciones políticas, Monarquías petrolíferas y centros financieros de la sociedad civil. La de cultivar amistades expertas en especulaciones. No se necesita inteligencia, prudencia o habilidad, pero sí cinismo y deslealtad, para acumular una gran fortuna personal, mediante la selección de amigos transitorios que hagan negocios fraudulentos por cuenta del Rey y que, si el fraude es descubierto, acepten el escaso riesgo de ir a la cárcel en nombre propio, para salvar a la Corona, como ha sucedido en los llamativos casos conocidos de la opinión. La impunidad del Rey no se extiende a sus amistades peligrosas, a sus asociados en la corrupción. Aunque el número de los delitos descubiertos es sólo indicio revelador de los Realmente cometidos y encubiertos por los gobiernos anteriores. Las palabras del Monarca en elogio del Presidente del Gobierno, Sr. Rodríguez Zapatero, confirman lo que la opinión había intuido desde hace mucho tiempo, esto es, que el Rey no es imparcial, objetivo o neutral en su actitud ante los dos partidos con capacidad de gobernar. Sus relaciones con Aznar no fueron equiparables a las que mantuvo con Felipe González. El PP sabe que no es simpático en la Zarzuela. Pero lo que preocupa a la clase política y mediática, respecto de las declaraciones partidistas de Juan Carlos -en estos momentos de crisis politica en el PP, de proyecto de reforma de la Constitución en el orden sucesorio de la Corona, de tensiones agudas con el plan soberanista de Ibarreche y de conflicto abierto en la modificación federal del modelo de financiación de las Autonomías-, no es tanto la imprudencia o falta de tacto de su contenido discriminador, frente a otros Presidentes de Gobierno, como la cuestión de su legalidad constitucional. El art. 56 de la Constitución Española dice que el Rey es símbolo de la unidad del Estado, es decir, de la unidad de todos los elementos estatales. En el Estado de Partidos, todas las agrupaciones políticas con representación parlamentaria son elementos orgánicos del Estado. El Rey se inhabilita, en tanto que símbolo de la unidad estatal, si muestra preferencia por el partido al que honora en su jefatura, frente a todos los demás. Añade el art. 56 que el Rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones. En la Monarquía de Partidos, las instituciones regulares son, ante todo, los partidos parlamentarios. Se inhabilita para arbitrar o moderar entre partidos estatales quien previamente los discrimina en favor de uno de ellos. El art. 59.2 de la Constitución ha previsto que el Rey se inhabilite para el ejercicio de su autoridad, pero interpreta esa inhabilitación como imposibilidad de ejercer su autoridad, reconocida por las Cortes Generales. Lo cual excluye que se trate de una autoridad moral que, desde luego, ya no tiene ante los partidos discriminados. Un verdadero contrasentido, pues la facultad de arbitrar o moderar solo la puede tener quien goce de autoridad moral en los necesitados de arbitraje o moderación. ¿Pueden confiar los partidos de oposición en el arbitraje del Monarca, en caso de conflicto irreconciliable con el partido de este gobierno? Si las imprudentes palabras del Rey carecen de trascendencia legal, eso no quiere decir que sus consecuencias políticas dejen de ser muy graves en un Estado de Partidos. Especialmente para el PP y los partidos nacionalistas. Si honra a un partido, deshonra a los demás. El Monarca ha alterado las reglas de juego de su Monarquía, que no es parlamentaria, pues el Parlamento no es soberano, ni constitucional, porque el Rey no gobierna.