Zapatero y Rajoy (foto: amapola1) El Golpe Lamentablemente, no voy a referirme a ese clima tan nostálgico y evocador, tan al estilo Scott Fitzgerald, que dibujaba la película de George Roy Hill con dos de las mejores paletas de Hollywood, Paul Newman y Robert Redford, y que siempre he tenido archivada en la biblioteca de alguno de los hemisferios cerebrales junto a El Gran Gatsby, también con Redford, pero ante el megáfono de Jack Clayton. Mi viaje lleva mucho más lejos. Voy incluso a traspasar las amoralidades de la novela y el cine de serie negra para ir aún más allá. Hasta las mismísimas tripas infectas de una oligarquía que ha superado su definición tradicional para convertirse en tal despropósito que el único adjetivo que le queda cerca es el establecido por Valle Inclán. Una esperpéntica oligarquía. Nunca me gustó ni el dinero ni hablar de dinero. No por poseer un altruismo sobrenatural o una santidad monacal, sino porque nací como mi madre me echó al mundo. Así que, a pesar de Vespasiano, siempre me pareció de mal gusto hacer referencia a los brillos y el tiempo me colocó de la mano de Machado por los campos de Soria, aunque mi geografía es un valle que se llama D'Arán y una macaronesia volcánica que se dice Canarias. Sin embargo, al dar con Heráclito en una esquina y aprehender que el tiempo no se detiene, abandonado a ese tiempo llegué al convencimiento de que el dinero público, aquel con el que una sociedad construye su futuro en diversas y múltiples coordenadas, está más cerca de la ética, la moral, la honestidad, que del metal, el mercado o el trueque. De igual manera, nunca fui especialmente dado a volar hasta los principios para elaborar argumentos, hasta que me di cuenta que, cuando se trata de sociedades, el sistema de convivencia, entendido en su acepción más amplia, es fundamental porque es madre que ha de alumbrar toda una descendencia trascendental para que los valores nobles de los seres humanos sean posibles y realizables. Así, una oligarquía, un sistema corrupto de partidos, basado en la eliminación de la conciencia, la desigualdad de los ciudadanos en el voto, la inexistencia de una clara y sólida división de poderes y la estructuración administrativa fundamentada en el tráfico de influencias, el pesebrismo, el nepotismo y la amoralidad, llegada cualquier tipo de crisis, planteado cualquier problema de fondo, sólo puede establecer medidas mediatizadas por la conservación del statu quo, por encima del bienestar de los ciudadanos que, de hecho, ni siquiera lo son. De alguna manera, o mejor, de todas las maneras, el avance de una oligarquía sólo puede estar en el fortalecimiento de si misma. El sistema, mordido en su epicentro por las bacterias saprófitas, camina irremediablemente y coordinadamente hacia una mayor putrefacción. Los leucocitos, si alguna vez los hubo, han sido asimilados y convertidos en fuerzas colaboradoras. El ejemplo de los sindicatos 'de clase' es más que evidente. Y en esto llegó la crisis y la economía de libre y cruel mercado, ausente casi del arbitrio del Estado, la misma que de manera tenebrista ha sostenido con inyecciones de capital a los partidos, que devolvían los favores manteniendo el campo arado y abonado para la especulación, la usura y el enriquecimiento ilícito, lanzó el grito fatídico: “¡Sálvese el que pueda. O sea, nosotros”. Y fue entonces cuando el demencial conjunto de políticos y burócratas que controlan instituciones que en la mayoría de las ocasiones no son más que componendas en sobre lacrado, metió las manos en el bolsillo para apercibirse de que la situación era caótica. De quiebra. Siniestro total. El Gobierno, sin Norte ni punto cardinal alguno, privado del mecenazgo interesado de la Banca, acogotado por la deuda y los intereses, con unos costes brutales en desempleo y pensiones, recibe un par de llamadas telefónicas del exterior y ordena meter bajo la alfombra de inmediato las siglas de uno de los grupos que se repartieron el chocolate tras la caída de la dictadura franquista. Y allí, bajo los raídos nudos persas, quedaron la S de socialista y la O de obrero que, aunque no servían ya para nada, por lo menos decoraban sonrisas y permitían alardear de talantes. La cosa estaba más que clara: el ciudadano de base tendría que correr con los costes del guateque. Para ello, el Presidente miraría para la Estrella Polar en las conferencias de prensa, los medios manipularían las mentes ya manipuladas, se recortaría el alimento intelectual a la población (¡Que inventen ellos!), la sanidad pasaría a un segundo término – al cabo, un muerto es un muerto – los sindicatos subvencionados se maquillarían con una huelga general y la inversión pública haría mutis por el foro, porque de donde no hay no se puede sacar. Dentro de poco, habrá quién abandone el mundo precipitándose al abismo por el bache de una carretera. Todo ese caudal tan imaginativo debería estar orientado a un vocablo: recaudación. El exprimidor, a tope de revoluciones. El lenguaje jamás permanece ajeno a las cosas de la polis y, si me permiten el chiste fácil, ni de la 'poli'. Así que elementos coercitivos creados para asegurar el bienestar ciudadano, como las multas de tráfico, pasan a convertirse en guillotinas. En esta España nuestra, el Gobierno ha sido capaz de enfrentar a las Fuerzas del Orden con los ciudadanos ordenados, con tal de embolsarse de manera escandalosa y miserable un buen puñado de doblones. La Guardia Civil, las Policías Locales y hasta los serenos, pasan a convertirse en cobradores de disparatados y alucinantes diezmos y, en caso de que no lo hicieren en la medida requerida, sus nóminas serán pasadas a cuchillo. En un país con un Salario Mínimo Interprofesional fijado en 673,92 euros brutos al mes (22,16 euros por trabajar 8 horas diarias), un desempleo bastante superior al 20% y que dobla la media de los países de la OCDE y un rumbo al menos para los próximos años que tanto el FMI como los EEUU y Alemania han calificado como “para ponerse a rezar”, el poder político organiza una inaudita operación de acoso fratricida que sólo puede haber derivado de una mente esquizoide. El golpe, por burdo y chabacano, no puede competir con aquella pícara y encantadora balada de Newman y Redford, pero sí da para preguntar y preguntarse, sin necesidad de recurrir a la ciencia política ni a ninguna otra, ¿cómo diablos todavía hay zoquetes que a esto le llaman democracia?