Cicerón acusa a Catilina en el Senado republicano (foto: Cesare Maccari) El factor republicano “El factor republicano” es el título que Antonio García-Trevijano pone a su Segundo Libro en su última gran obra política, Teoría pura de la república. En él se estudia, de forma clara y distinta, como exige el método cartesiano, y tras un concienzudo análisis del deplorable presente político, la génesis de la República, su significado político y su representación formal y actuante en el mundo, así como el espíritu republicano. De entrada, abrazamos con ilusión no exenta de amor a los clásicos el aserto de que la República es una construcción política de Roma. Y nadie como Tito Livio da la razón a la afirmación trevijanista. Grecia fue sin duda la cuna de la Democracia, pero la temprana influencia protagórea en la Democracia Ateniense, en la que la experiencia de cada individuo particular se constituía en verdad “legítima” (relativismo), impidió la organización republicana, en donde la verdad es la verdad del colectivo libre. Si bien es verdad que el espíritu “entrometido” en lo público que revela el precioso discurso fúnebre de Pericles – en que deja ver que la salvación del “idiôtes”, en tanto que individuo, no tiene ningún sentido “político” fuera del colectivo – apunta y engendra el espíritu republicano, Atenas nunca creó la organización de una verdadera República. Si leyésemos el Ab urbe condita en clave política no encontraríamos libro en el mundo en que la pasión republicana y la gesta de lo republicano estuviesen tan apasionadamente expresadas y descritas. Maquiavelo percibió su grandeza, pero desgraciadamente sólo fue commentator de su primera década. La “libertas” en Tito Livio ( y naturalmente en Trevijano ) sólo puede ser republicana, del mismo modo que lo humano sólo puede venir del hombre. Benjamin Constant estuvo a punto de descubrir este hallazgo de Trevijano, pero sólo estuvo a punto. Se lo impidió su idea de libertad individual –libertad liberal– de rancia prosapia monárquica y aristocrática –aunque él mismo hubiese repudiado las fuentes de sus creencias -. La República Romana se fundamenta en tres principios que desde entonces caracterizan a todo Estado republicano: – Odio a muerte a la Monarquía. No podemos traducir al “rex” de los textos de Tito Livio denotativamente como “rey”, sin tener en cuenta su significado connotativo de “tirano asesino, salvaje y caprichoso” que durante toda la romanidad mantuvo. – Preponderancia del colectivo frente al individuo egregio que puede corromper al pueblo con generosidad demagógica. La referencia de la República será siempre la “civitas” indivisible; jamás los “cives” como “personae”, sino como “coviri” o compañeros. Por eso la República Romana es gentilicia. Y de la preponderancia de lo colectivo se desprende una metodología en el ejercicio del poder: su limitación temporal y el ejercicio colegiado del mismo cargo. – Preponderancia de la “libertas” frente a la democracia material, que puede poner en peligro la misma “libertas” con la demagogia de los “clarissimi”. Una “libertas” a partir de la que se fundan y legitiman democráticamente distintas divisiones del poder: “comitia tributa” y “concilia plebis” (Poder Legislativo), comitia centuriata (Poder Ejecutivo ), “comitia curiata” (asuntos civiles) y “appellatio populi” (especie de urgencia comicial, inexplicable sin la preponderancia de lo colectivo, y cuyo escrupuloso protocolo domesticaba la democracia directa, propia de las tumultuarias póleis griegas, el Landsgemeinde de los cantones suizos o el Althing islandés). Como se ve, los poderes estatales solamente pueden estar separados y equilibrados si tienen la misma legitimación original, si cada uno ha sido directamente elegido por los afectados en el ejercicio de ese poder específico. Desde luego no fue fácil la instauración de la primera República del mundo, si observamos los cónsules y otros magistrados linchados por el pueblo, y los tribunos y decemviros asesinados que supuso su desarrollo. Pero la “libertas” se mantuvo indemne durante al menos cuatrocientos años y su desarrollo en la obra de Tito Livio convierte a ésta en la más grande epopeya de la libertad política y de la República. La Edad Media trajo un humanismo cristiano cuyo sentido de lo colectivo lo hace esencialmente republicano. La salvación para el humanismo cristiano depende del grupo humano (“el pueblo de Dios”), y jamás de la esfera individual. Es así que el genial filósofo judío Martin Buber interpreta la perícope evangélica de Mateo, 25, 31-46 (aquélla en que Jesús vincula la salvación a los deberes hacia el colectivo: Venite, benedicti Patris mei, possidete paratum vobis regnum a constitutione mundi. Esurivi enim, et dedistis mihi manducare: sitivi, et dedistis mihi bibere; hospes eram, et collegistis me; nudus, et coperuistis me; infirmus, et visitastis me; in carcere eram, et venistis ad me) como la fe interpretada en una relación comunitaria con un Tú absoluto, apostrofado por la comunidad y responsable de ella; la relación misma es absoluta, sin condiciones ni dependencia respecto del individuo singular, cuyo proceder ante Dios sólo tiene significado en su relación de absoluta dependencia con el colectivo. El cristianismo sólo puede tener un significado republicano, y hasta el abate Bossuet lo percibió en su mala pero genial conciencia creadora: “Discours sur l´histoire universelle”. Como genialmente descubre Trevijano: “La distinción entre honor y virtud como resortes de la Monarquía y la República (Montesquieu) carecerían de significado si no se manifestaran en la animación objetiva de sus respectivas instituciones. Más científico sería deducir la tendencia de la materia social a la res-publica del principio de individuación de lo común, y a la Monarquía, del principio de individualización de lo diferenciado. La idea natural de justicia en la igualdad tiende a lo republicano, la diferenciación individualizadora, creada por las libertades individuales, propende a lo monárquico. Pero lo colectivo republicano que hace prosperar la especie “es menos la paz que la libertad” (Maquiavelo). En la distinción entre comunidad y sociedad, la res-publica está en lo comunitario, las distinciones personales en lo societario.” La idea realizadora de la República Constitucional se ha tenido que orientar, para eludir equívocos y contradicciones, ilusiones y ficciones, bajo la perspectiva de la división resultante de la distinción básica entre lo político y la política. Una distinción que se fue perfilando y desarrollando desde el acontecimiento revolucionario francés hasta nuestros días. Lo político es, como lo público, materia de la República. La política está en la forma de Gobierno y en su ejercicio. El paradigma representativo, propio de la República Constitucional, se funda en mónadas electorales iguales y equilibra los principios de individuación común y de individualización personal, mediante forma de sistema de poderes electivos, apaciguados en sus conflictos políticos por un principio de mediación institucional. Lo que la teoría de la República Constitucional propone a los pueblos europeos es la posibilidad teórica y práctica de salir de la servidumbre voluntaria, mediante la acción de la libertad constituyente. Es decir, que realicen lo que hicieron los pueblos de los Estados Unidos y Suiza, en circunstancias y tiempos más difíciles que los actuales de Europa. Desde la inmoralidad de las costumbres al cinismo de las acciones, desde el ámbito familiar al del Estado, desde las manifestaciones del arte de artefactos a los planes de la docencia, desde el campo de la producción-consumo al del deporte, todo hoy aparece organizado para excluir de la vida social la función del sentido común, que es espíritu práctico, anulando toda posibilidad de que emerja un espíritu razonable que se objetive en instituciones políticas y culturales. La fidelidad a la Monarquía es permanente amor sin correspondencia. Se puede ser monárquico aunque los reyes no lo sean. Por ejemplo, el rey de España, si lo hubiera sido, no habría aceptado ser nombrado por un dictador, ni traicionado a su padre. Si las formas políticas las decidiera la razón, no existirían Monarquías. Incluso los monárquicos admiten que la forma republicana es más racional. Pero defienden la necesidad de reyes sea porque encarnan el orden divino que los hace incluso patriarcas de la Iglesia, como el Reino Unido o Marruecos con otra religión, o un patriotismo familiar, supuestamente capaz de garantizar la unidad territorial y la concordia entre las clases sociales diversas, aunque los hechos demuestren lo contrario. La fe monárquica responde al principio de razón suficiente, como si no fuera primario el de razón necesaria. La fe instala la fuerza de lo adjetivo porque no puede razonar lo substantivo. La República Constitucional, en fin, es la única forma de Estado que puede defenderse con la razón, la verdad y la decencia.