Shakespeare y la araña (foto: ClatieK) El bardo Es difícil saber si, de acuerdo con Robert Graves en La Diosa Blanca (un estudio del origen de la poesía británica tan insólito como erudito), Shakespeare cumple con los requisitos esbozados para constituirse como un auténtico bardo. Sí es seguro que incontables páginas han sido dedicadas al estudio y crítica de la obra shakespeariana, y la cosa no tiene visos de detenerse en el futuro. No ya sólo por el genio particular del hombre Guillermo, capaz de componer en un período relativamente corto una cantidad tan asombrosa de obras meticulosamente perfiladas, sino porque la hermenéutica de sus distintos partos demanda una actualización al paso de los tiempos. Más que un pensador o un filósofo de lo existencial-personal –que tal vez se nos empalaga un poco en Hamlet– Shakespeare fue un extraordinario descriptor de tensiones colectivas, y en particular de aquéllas relacionas con el poder político y con el amor. Más que problemas profundamente personales –que no ignora–, las obras de Shakespeare tratan de los problemas creados por la colisión entre fuerzas pasionales dentro de ciertas coordenadas sociales o políticas. Esto ha llevado a algunos, como Bernard Shaw, a pensar que Shakespeare no sostuvo filosofía propia, y que fue, en el fondo, un amargo pesimista interesado ante todo en la buena vida (burguesa). Shaw no niega su incomparable virtuosismo con la lengua o la solidez de su puesta en escena, pero cuestiona que Shakespeare sea un autor con dimensiones morales y religiosas equivalentes a otros autores de corte profético como Blake o Bunyam. Blake fue, por supuesto, un poeta eminentemente religioso y enemigo de la razón natural en tanto que carente de imaginación y niveladora de lo que es verdaderamente grandioso y transcendental en la vida. Por su parte, el Pilgrim’s Progress de Bunyam, una obra alegórica sobre la búsqueda de la vida eterna, tiene ciertamente una visión, aunque difícilmente alcanza la sagacidad y exhaustividad, el realismo y la imaginación de El Criticón de Gracián, que tanto se le parece en temática. La crítica de Shaw, que levantó tanto revuelo en su tiempo, fue contestada por muchos, entre ellos Chesterton, quien para contrarrestar la exageración de Shaw, descubrió en Sueño de una Noche de Verano un verdadero manantial de sugerencias. Aunque La Tempestad carece del calado del Fausto de Goethe, a aquélla y tantas otras obras no les falta esa dimensión existencial que le gustaría ver a Shaw, y mucho menos le falta una dimensión moral. Incluso cabría discutir su supuesta falta de religiosidad, entendida como vivencia personal y no como asunto protocolario. En todo caso, el punto fuerte de Shakespeare radica en la descripción objetiva de pasiones humanas en el juego de nuestra vida en común, con especial énfasis en la vida política y la de las esferas del poder. No es que falten héroes supersónicos, sino que éstos no pueden comprenderse del todo sin el mundo que les rodea. Sin menoscabo de la grandeza de las obras de Shakespeare, debe asimismo evitarse la exageración opuesta, como en la que ha caído uno de los críticos literarios más famosos (aunque no mejores) de la actualidad. Harold Bloom no tiene reparo en llamar a Shakespeare “el Canon”, y titula el estudio de su obra dedicada éste La Invención de lo Humano. En este y otros libros (El Canon Occidental) Bloom mantiene nada menos que Shakespeare es el canon de toda la literatura de Occidente. Lo peor aquí no es su patente anglo-centrismo (en cierto modo justificable), sino el desprecio de clásicos occidentales anteriores a Shakespeare, que con mucha mayor justicia puede decirse que han marcado el destino del pensamiento occidental, desde La Ilíada o las Metamorfosis hasta la Biblia. {!jomcomment}