Cassandra no es una broma, tampoco un chiste, sino una nueva señal que nos advierte de que la corrección política reduce la sociedad al absurdo.
“¿Qué está pasando en ese país para que un chiste te lleve a la prisión?” Esta es la cínica pregunta que algunos se formulaban a cuenta de la condena judicial a una tal Cassandra, supuestamente transexual y aprendiz de activista. Un personaje que más allá del esperpento no debería tener mayor relevancia y que, sin embargo, ha puesto en evidencia un cierto desquiciamiento social.
Analizar los complejos mecanismos que conducen a este desquiciamiento, a esta pérdida de referencias, necesita no ya un post sino un libro. Por eso, aquí solo vamos a poner de relieve algunas cosas. Lo primero y más evidente es el ‘error’ de calificar como chistes los mensajes de Cassandra. Al fin y al cabo, según la R.A.E. un chiste es un dicho u ocurrencia agudo y gracioso. Y decir “ojalá fulano muera” u “ojalá que a fulano le maten”, no tiene nada de chiste.
Cassandra no hacía bromas, tampoco humor negro, sencillamente propagaba sus malévolos deseos a través Twitter
Es evidente que Cassandra, cuyo nombre a todos los efectos legales es Ramón (su transexualidad podría resultar tan auténtica como lo son sus chistes), no hacía bromas, tampoco humor negro, sencillamente propagaba sus malévolos deseos a través Twitter. Que hacerlo le haya supuesto una condena judicial da lugar, en efecto, a un debate espinoso sobre los límites de la libertad de expresión. Límites que, dicho sea de paso, debería imponer la propia sociedad sin tener que recurrir a los jueces. Sin embargo, la sociedad se ha demostrado incompetente. ¿Por qué?
Grupos contra individuos
La razón la hemos explicado en estas mismas páginas. La corrección política es una ideología que divide a la sociedad según “colectivos”. Unos serán víctimas (“grupos débiles”) y, por tanto, buenos y siempre en posesión de la razón. Otros, por el contrario, verdugos, (“grupos fuertes”) y, por tanto, malvados y mentirosos. Así, juzgar un acto no dependerá de su propia naturaleza, sino del “colectivo” al que pertenezca quien lo comete. De esta forma, en la práctica, se persigue cualquier expresión que pudiera ofender, aunque sea de forma involuntaria, a algún grupo calificado como débil… pero se permite denigrar y ofender a quien forma parte de un grupo fuerte. En resumen, un mismo acto, dependiendo su origen, será o bien un chiste o bien una incitación al odio. De hecho, acusar a alguien de incitar al odio, en ocasiones, da la sensación de ser una forma velada de incitar al odio contra ese alguien.
Si en vez de cometer sus tropelías bajo el personaje ‘Cassandra’ lo hubiera hecho bajo la identidad de un tal Ramón, y sin discordancia de género, todo habría discurrido de forma diferente
Cassandra se define a sí misma como transexual, por lo que se inscribe dentro de un “grupo débil” o un “grupo víctima”, lo que justificaría sus fechorías… siempre que vayan dirigidas contra grupos fuertes. Si en vez de cometer sus tropelías bajo el personaje ‘Cassandra’ lo hubiera hecho bajo la identidad de un tal Ramón, y sin discordancia de género, todo habría discurrido de forma diferente. Y si, además, los ‘chistes’ hubieran estado dirigidos contra un “grupo débil”, la judicialización de sus actos probablemente no habría generado demasiada polémica; es más, la condena habría sido aplaudida por todos los partidos, puesto que todos están sometidos a la corrección política.
El género: un terreno minado
Ocurre, sin embargo, que el caso de Cassandra tiene, además, connotaciones especiales. Es en cuestiones de identidad de género donde el sistema de clasificación entre grupos fuertes y débiles se manifiesta de forma más virulenta. Ahí, el derecho a ser lo que cada cual elija libremente ha arraigado con fuerza. Incluso se ha llegado al extremo de no ser imprescindible el diagnóstico médico para establecer la discrepancia entre sexo y género, sino que basta con que el individuo afirme sentirse hombre o mujer para serlo. Así, Ramón puede ser Cassandra sin otro requisito que afirmar que así se siente. Y puesto que cada cual puede decidir ser hombre o mujer sin que nadie, científico o médico, le contradiga, también tendrá derecho a expresar lo que quiera sin que nadie le juzgue.
Las mutaciones a las que conduce la propia dinámica del sistema de grupos se puede observar con especial nitidez en unas clasificaciones de género que están escapando al control de su propios promotores
Las mutaciones a las que conduce la propia dinámica del sistema de grupos se puede observar con especial nitidez en unas clasificaciones de género que están escapando al control de su propios promotores. Ya en los años 70, a cuenta del feminismo, se produjo una primera fractura entre el feminismo radical (Radfem) y el feminismo liberal (Libfem), esto es, entre el feminismo de la igualdad y el de la diferencia. Más tarde afloró el transfeminismo (Transfem), que entiende el género como un sistema de poder que produce, controla y limita los cuerpos, y al que combate. A su vez, este transfeminismo provocó la aparición del feminismo radical y transexclusivista (Terf, por sus siglas en inglés) que es su antagonista, de tal suerte que hoy, además de la misoginia, existe también la transmisoginia, es decir, feministas transfóbas que rechazan a las mujeres transgénero.
La reducción al absurdo
En esta clasificación cada vez más complicada, donde al final todos se enfrentan a todos, aquellos cuyo género coincide con su sexualidad se constituyen en una categoría más entre todas: los cisgénero (Cis). Lo cual sirve para proyectar la idea de que lo “normal” (lo que sirve de norma o regla) no existe.
De hecho, explicar por qué la expresión “niños trasexuales” es incorrecta, te puede suponer un disgusto. El resultado: hoy se utiliza sin cortapisa alguna. Y con la reiteración, es tomada por cierta, cuando un niño nunca es transexual por la sencilla razón de que para ello es condición imprescindible la maduración sexual. Todo transexual es adulto, nunca niño… Otra cosa es la disforia de genero, que sólo se traduce en transexualidad efectiva 1 de cada 10.000 – 30.000 casos. Pero cualquiera lo explica sin que le acusen de odiador profesional. En vista de los resultados, se comprende que Camille Paglia sentenciara que dejar el sexo en manos de las feministas actuales es como irse de vacaciones dejando tu perro a un taxidermista.
Pero volviendo al personaje de Cassandra, lo que a primera vista puede parecer un despropósito, un caso disparatado de un personaje con un afán de protagonismo desmedido, es en realidad otro aviso de que algo va mal. Cassandra no es una broma, tampoco un chiste, sino una nueva señal que nos advierte de que la corrección política está reduciendo la sociedad al absurdo.